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domingo, 2 de diciembre de 2012

REGRESO

Nada mejor para ejemplificar el regreso que un relato titulado de la misma manera




REGRESO


John es mi mejor amigo. Lo es desde que empecé a trabajar en el Instituto de Investigaciones Oceanográficas. Un joven científico enamorado de su trabajo al que no me costó demasiado ganar para mi causa y que ahora está sentado frente a la pantalla principal de la sala de ordenadores.

La casualidad tuvo mucho que ver. En medio de un proyecto de estudio casi rutinario de los procesos de sedimentación en la costa Norte, los datos enviados por el Sirene revelaban una presencia sumamente extraña en el fondo marino, una gran masa densa, de forma ovalada, semienterrada en la profundidad de la sima. Después del asombro inicial y de aventurar hipótesis de todo tipo acerca de su naturaleza, el equipo se dividió en dos grupos con opiniones bien distintas. Unos optaban por seguir adelante con el plan inicial, sin descartar volver más adelante sobre el hallazgo, y otros defendían lo contrario: dedicarse a investigarlo inmediatamente. No hay que decir que quien más ardorosamente defendió la segunda opción fui yo, apoyado por John y por otros tres compañeros.
Como suele suceder, la noticia se filtró a la prensa convencional, de ahí saltó a los periódicos sensacionalistas y, en pocas semanas, era ampliamente debatida en un programa de televisión de gran audiencia dedicado a temas paranormales. En él, un famoso ufólogo fue el primero en hablar de la posibilidad de que la masa descubierta en el fondo del mar fuera una nave espacial que se hubiera hundido por razones obviamente desconocidas.
Aquel disparate nos ayudó a convencer a los jefes de que el estudio de aquella mole debía ser incluido de inmediato en el proyecto general y de la conveniencia de iniciar la investigación. Aclarar cuanto antes la composición del artefacto acabaría con aquellas estúpidas elucubraciones y contribuiría al éxito final del estudio.
Después de meses de preparación exhaustiva, John y yo, junto a otros cinco compañeros, embarcamos en el “Poseidon” y descendimos a tres mil metros de profundidad. Los ordenadores comenzaron a procesar datos inmediatamente y yo empecé a actuar casi al mismo tiempo. El submarino es pequeño y no podía permitirme la menor pérdida de tiempo. Mientras Steve, Neil, Markus y Joe estaban en la sala de ordenadores, arrastré a Don hasta su litera. Luego me llevé a Neil al cuarto de las duchas con la excusa de una pequeña avería. John le sustituyó al frente de las pantallas. A Steve no me resultó difícil sorprenderle en la cocina, Joe le hizo compañía a los pocos minutos y Markus quedó sentado para siempre en el inodoro.



Cumplida la primera parte del plan, regreso a la sala de ordenadores.
—¿Dónde están todos? —me pregunta John, desconcertado ante el hecho de que los compañeros hayan desaparecido en uno momento como éste.
Me siento a su lado y hago girar el sillón. Él hace lo mismo y quedamos frente a frente.
—¿Dónde están? —repite.
Le miro fijamente y, por un instante, lamento haberle conocido, haberme encariñado con él, pero, sobre todo, lamento lo que voy a tener que hacer.
—Eso no importa ahora —le digo con voz más ronca de lo que me habría gustado.
La pantalla empieza a mostrar las primeras conclusiones: una imagen tridimensional de una estructura ovoide, cerrada y dividida en compartimentos; una primera aproximación a los componentes entre los que aparecen aleaciones de metales desconocidos… John la mira, lee, vuelve los ojos hacia mí. No parpadea.
—¿Es…? —murmura.
—Es —ratifico.
Su mirada contiene todo el asombro y todas las preguntas que caben en la mente de un hombre. No puedo sostenerla por más tiempo.
—¿Qué vamos a hacer?
Me levanto, saco mi arma y, antes de que pueda reaccionar, le disparo entre los ojos.
—Lo siento —digo, aunque ya no puede oírme.

Ahora solo me queda colocar los explosivos, salir del “Poseidón” y volver a mi nave. Haré estallar el submarino antes de partir a reunirme con mi gente.
Nadie debe saber que hemos estado aquí.

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