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sábado, 29 de noviembre de 2014

LOS PREMIOS

Hoy vengo a hablar de mi libro. No suelo hacerlo pero es que hoy tengo motivo: me han dado un premio. Es un premio sencillo, doméstico, de andar por casa, nada que salga en los periódicos ni en los programas culturales de radio o de televisión ni dispare las ventas ni me haga rica y famosa. No. Pero me ha hecho ilusión, mucha ilusión porque, sobre todo, significa que alguien ha creído en mí y en lo que escribo y eso, aunque casi quede entre los amigos, anima mucho y sube la autoestima y ayuda a seguir escribiendo.

Dejo aquí constancia de mi agradecimiento a quienes lo han hecho posible y... un capítulo, por si alguien se anima y quiere leer más.


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DON´T CARRY THE WORLD UPON YOUR                            SHOULDERS
(El doctor Bradley)

Son más de las siete de la tarde y, por fin, después de casi doce horas, he podido derrumbarme en el sofá y poner las piernas sobre la mesa. Estoy literalmente agotado, me duele todo el cuerpo, y el cerebro, como si estuviera esperando este momento para ponerse en off, se me ha vaciado de repente. Tanto que tengo la impresión de que a duras penas consigue mantener mis funciones vitales.
Detrás de mí ha entrado Perkins, el nuevo residente, y ha hecho exactamente lo mismo: dejarse caer en un sillón como un fardo de algodón prensado. Pero a él aún le queda algo de energía en la reserva porque, cinco segundos después, el tiempo que ha tardado en estirarse y respirar profundamente, se ha incorporado en el asiento y me ha preguntado:
—¿Quiere un café, doctor Bradley?
He dicho que sí con la cabeza, he hecho un gesto de agradecimiento y he cerrado los ojos. Cuando los he abierto, Perkins me estaba dando golpecitos en el hombro y me he dado cuenta de que me había quedado dormido.
—Un mal día, ¿verdad? —dice. Y me pone la taza de café en la mano—¿Son todos así?
Calculo que Brian ha hecho el café nada más llegar, a las ocho de la mañana. En ese aspecto Brian y yo somos muy parecidos: no podemos ponernos en marcha si antes no les hemos dado a nuestras neuronas una dosis de su droga favorita, cafeína, administrada en cantidad suficiente para que empiecen a coordinar nuestros movimientos y activen las áreas cerebrales que rigen la comprensión verbal. Sin dos tazas de café, tanto ella como yo no somos sino dos bultos de carne vestidos de verde, con un fonendo colgado al cuello, incapaces de pronunciar una palabra y, menos aún, de entender cualquier cosa que se nos diga.
Doy un sorbo y compruebo que, después de doce horas de recalentamiento, el café se ha convertido en un bebedizo repugnante. Ah, Brian, la enfermera Brian... qué buena está y qué poco caso me hace.
—No todos —le contesto a Perkins. Pero antes de que se haga ilusiones añado: —los hay peores. No lo digo por animar.
La cuestión es que cuando llegué al hospital la jornada se prometía tranquila. Había nueve boxes libres y los ocho ocupados estaban bajo control: una apendicitis a punto de pasar a Cirugía, un cólico nefrítico, una fibrilación auricular... cosas sencillas. Pero las jornadas que se prometen tranquilas son muy traicioneras. De hecho, a veces cruzamos apuestas sobre la hora a la que las cosas empezarán a complicarse. Hoy ha sido antes de lo habitual, a las nueve y media. Accidente en el puente de Charleston, dos coches y una furgoneta: un muerto, cinco heridos graves, dos heridos leves... más las urgencias habituales... más el señor Brown...
Brian abre la puerta, asoma discretamente la cabeza y me busca con la mirada.
—Bradley  —empieza a decir—…, la señora Ferguson —Pero se detiene al ver mi cara de desconcierto: no me acuerdo de quién es la señora Ferguson—... la paciente de la reacción alérgica —Ah, sí, ya sé quién es—... dice que tenemos que darle algo más fuerte, que mañana tiene una subasta benéfica, que no puede faltar porque va a estar el Senador O´Malley y que ella, desde luego —Ahora Brian imita el acento del Oeste y la voz aguda de la señora Ferguson—, no puede ir a la subasta con la cara llena de manchas.
Reacción a la amoxicilina. La cara hinchada y enrojecida, habones y picores por todo el cuerpo. La señora Ferguson notó un poco de irritación en la garganta por la mañana y empezó a tomar amoxicilina sin consultar con nadie. La ha tomado toda la vida, claro, es lo que le receta su médico cuando tiene faringitis. Mala suerte.
—El Senador O´Malley —musita Perkins sin disimular un cierto asombro—... ¿Qué hace en un hospital público una señora que se trata con el Senador O´Malley?
Brian despliega su mejor sonrisa para el residente.
—Su médico está de vacaciones y nosotros le quedamos muy cerca —explica con su voz más dulce, sin que apenas se le note la ironía.
Si no fuera porque no tengo fuerzas para moverme me levantaría y la besaría. A veces esta enfermera descarada de ojos de gato y energía inagotable es lo único que me ayuda a soportar esta locura. A veces pienso que, si no fuera por ella, me habría rendido hace tiempo.
—Ahora voy —le digo—, déjame terminar el café.
 —Después de tantas horas debe de estar asqueroso —dice con seria convicción. Y vuelve a sonreír.
Esa sonrisa es solo para mí, lo sé. No sabe cuánto se la agradezco y cómo deseo, en el fondo de mi alma, que no sea solo el caritativo consuelo para el compañero fatigado. A pesar de los años que llevamos trabajando juntos, sigo sin saber de dónde saca humor para sonreír después de un día como el que hemos tenido. Debe de ser por eso que la adoro. Debe de ser por eso que, ahora que se ha divorciado, me permito reconocer lo que siento por ella y tener alguna esperanza.
—Lo está —sonrío yo también.
Doy otro sorbo y cierro los ojos de nuevo. Sólo un minuto, no más, no quiero quedarme dormido otra vez. Para evitarlo hago un repaso mental de la sala que, a pesar de todo, ha quedado despejada: cuatro de los heridos graves del puente están en la UVI, el quinto aún no ha salido del quirófano, los otros dos han ingresado en Traumatología; la mayor parte de las urgencias se han resuelto en menos de tres horas —incluido el señor Brown— de acuerdo con los objetivos del hospital. Pobre señor Brown. No pasará mucho tiempo sin que necesite oxígeno permanente. De pronto, me imagino a la señora Ferguson acudiendo a la subasta benéfica y saludando al Senador O´Malley arrastrando el carrito de su botella de oxígeno portátil, con la cánula insertada en las fosas nasales, asegurada detrás de las orejas y ajustada bajo la barbilla como una corbata. Realmente, no sabe la suerte que tiene por padecer solo una reacción alérgica. Supongo que el señor Brown cambiaría gustosamente su EPOC por el exantema de la señora Ferguson.
Es en días como hoy cuando me pregunto si no cometí un error al dedicarme a esto, con lo cómodo que es trabajar en una oficina bancaria o en un despacho de abogados. De lunes a viernes, de nueve a cinco, y todo el fin de semana libre para disfrutar un poco de la vida: dormir hasta las tantas, ir al cine con los hijos, jugar al golf... Tal vez hacer una excursión o un pequeño viaje. Nada de trabajar en domingo, ni de noche, ni en Navidad ni en el Día de Acción de Gracias. Y, sobre todo, nada de llevarse a casa el trabajo metido en la cabeza. Porque no es lo mismo un de cheque sin fondos o una demanda por acoso psicológico que una muchacha de quince años en muerte cerebral por sobredosis. No es lo mismo. En días como hoy, en los que no vemos más que dolor, desesperación y vidas rotas, me pregunto cuánto tiempo más podré resistir con tanto peso a mis espaldas. Porque, si bien es cierto que con el tiempo aprendes a mantener la cabeza fría, a no hacer tuyo todo el sufrimiento que ves, también lo es que todo eso acaba haciendo mella, como la lenta gota que, al cabo de los años, consigue formar una estalactita, y de pronto, un día, ante el cadáver de un niño atropellado o el de un joven muerto en una pelea callejera, te parece que llevas toda la vida soportando tú solo todo el dolor del mundo. Y es demasiado peso.
Miro al joven Perkins que casi ha terminado su café y, asombrosamente, no presenta síntomas de perforación gástrica. Noto que me estoy haciendo viejo porque cada día me sorprende más la resistencia de la gente joven.
—¿Por qué ha escogido esta profesión, Perkins? —pregunto a bocajarro.
El residente me mira y medita unos segundos. Me parece bien, pensar antes de hablar es una actitud prudente. Siempre hay que sopesar la respuesta que se le da al Jefe de la Guardia.
—Bueno, doctor Bradley —empieza cautamente, como si nunca hubiera pensado en ello y estuviera improvisando—... supongo que decidí ser médico porque al final... al final —Parecería que no sabe qué contestar pero yo sé que lo hará—… al final siempre compensa.
Premio para el muchacho. Llegará lejos. Ha dicho justo lo que yo quería oír. Ha dicho precisamente lo que contesta a mi pregunta. No a la pregunta que le acabo de hacer a él sino a la que me hago a mí mismo en días como hoy: que al final siempre compensa. Al final siempre hay un señor Brown y una señora Brown que te miran agradecidos porque has aliviado su dolor o su preocupación. Al final, a veces, has conseguido solucionar, curar, consolar, sanar. Al final puedes irte a la cama, sea cual sea la hora a la que lo hagas, pensando que has ayudado un poco a alguien; que, a pesar de que eres un miserable peón en este juego miserable, has podido hacer algo por mejorar el mundo.
Y, con un poco de suerte, al final... hasta logras que la enfermera Brian pierda la cabeza y te bese a escondidas en el cuarto de la medicación.

jueves, 27 de noviembre de 2014

PÁJARO EN MANO

Lo he encontrado en el tercer cajón del armario.





Imagen tomada de 4librosyuncafé.blogspot.com



SUEÑOS VOLANDO


Carmina dormía profundamente, tendida de lado, de espaldas a la puerta. Las cobijas apenas la cubrían hasta la cintura y, en la penumbra del cuarto, distinguió el brillo del tirante del camisón, el contorno de su espalda marcado por un leve reflejo de luz.

Respiraba tranquila, sin mover apenas los hombros, relajada, abandonada a un sueño que Lucas imaginó lleno de imágenes placenteras, sosegadas, las únicas que pueden corresponder a una vida diurna que podría calificarse, con poco margen de error, de feliz.

Así era ella, reposada y dulce, serena hasta rozar el límite de la frialdad; así era su convivencia, plácida y sin sobresaltos, como un río que se deslizara, calmo y sin prisas, hacia la culminación de su curso.

Cogió las gafas, que esperaban sobre la mesilla la lectura nocturna, y salió sin hacer ruido. Después de la cena, Lucas había iniciado unas caricias que ella no había dejado prosperar. “Hoy no, cariño, me duele un poco la cabeza y me quiero acostar pronto”, había dicho con una sonrisa, “pero mañana…” Nadie como ella para conseguir que una negativa tuviera la apariencia de una promesa, para envolver las asperezas en papel de regalo. 

Fue a la cocina, se sirvió un vaso de zumo y volvió al salón. Desde la comodidad del sofá paseó la mirada por la librería y supo (quizás ya lo sabía desde antes, desde que había abierto la puerta del frigorífico) que iba a caer en la tentación.

El álbum de pastas verdes descansaba en el último estante, disimulado entre los tomos oscuros de una enciclopedia temática. Lo cogió con aire furtivo, como si estuviera sustrayendo un valioso ejemplar de una biblioteca pública, y lo abrió despacio, con la cautela con que habría abierto una maleta sospechosa de contener explosivos.

El álbum de Cecilia. Cecilia riéndose, la cabeza ligeramente echada hacia atrás para dejar al descubierto un cuello largo y tenso que desembocaba en el desfiladero de su escote; Cecilia sentada en las escaleras de una catedral con una irreverente minifalda, las largas piernas cruzadas con descaro y una camiseta ceñida que no hacía sino hacer patente lo que pretendía ocultar; Cecilia tumbada sobre la toalla en alguna playa escondida, de lado, como Carmina en el dormitorio, el breve biquini blanco destacando su piel dorada, la montaña rusa de sus curvas recortándose sobre fondo azul.

Con Cecilia nada era como había sido hasta entonces. Los días amanecían con el interrogante de lo impredecible; las noches llegaban con la expectación de ver cómo todos sus sueños, uno a uno, se veían realizados en una espiral creciente que nunca hubiera podido siquiera imaginar; las semanas y los meses transcurrían con la velocidad agotadora de una felicidad inquietante.
Fueron dos años de locura, de desazón, de desconcierto, de angustia por no saber en qué iba a terminar todo aquello o, quizá, de angustia por saber, por tener la certeza, de que todo aquello que le tenía loco y exaltado y desnortado y feliz hasta el agotamiento, terminaría irremediablemente, más pronto o más tarde pero terminaría, porque en este mundo ningún paraíso es eterno. 

Cecilia era el sueño de los sueños, demasiado perfecta para ser real, demasiado completa para permanecer, para quedarse. Los sueños son etéreos y nadie puede impedir que salgan volando, que nos dejen en el suelo con el deseo y la ilusión hechos pedazos a nuestros pies.


Cerró al álbum y los ojos al mismo tiempo y la imagen de Carmina dormida llenó la pantalla en negro de su cerebro. Fue al dormitorio y, sin hacer ruido, se acercó a la cama, se inclinó y, con una mezcla de tristeza y alivio, besó el hombro de aquel pájaro dormido, sensato y sereno, que nunca volaría de su mano.



lunes, 24 de noviembre de 2014

LENTAMENTE

Otra vez los amigos de "Seamos breves" son los culpables. Les doy las gracias por sacarme de mi estado de vagancia absoluta.



Foto tomada de objetivovalladolid.elnortedecastilla.es


SALVAMENTO

Se detuvo en la mitad del puente y miró hacia el río. Allá abajo, el agua verdosa discurría lentamente, salpicada por las manchas amarillentas de las hojas caídas. Pensó que no era mala idea dejarse caer sobre la barandilla. Bastarían un pequeño impulso con las puntas de los pies y un par de segundos para aterrizar en aquel falso prado vestido de otoño. La angustia apenas duraría unos segundos y luego vendría el fin, la calma total, el dejarse llevar por la corriente perezosa hasta que su cuerpo quedara enganchado en alguna rama caída junto a la orilla. Nadie lo echaría en falta, nadie se alarmaría por su ausencia, nadie preguntaría por él.
—¿Se encuentra bien, amigo?
La pregunta iba acompañada de la leve presión de una mano sobre su hombro. Volvió la cara y encontró un rostro amable, una mirada limpia.
—Está bonito el río en esta época del año, ¿verdad?
No dijo nada pero dejó de notar el peso en el estómago, la rigidez de las piernas.
—Vamos, le invito a un café.

La voz era agradable y sonó convincente. Tal vez un café no era mala idea. Lentamente, se dejó conducir hacia la cafetería de la esquina.

domingo, 16 de noviembre de 2014

EL ENEMIGO EN CASA

Show must go on y eso.




Imagen tomada de pinterest.com


FUNCIÓN DE NOCHE


Lilian Duval se miró al espejo una vez más para comprobar cómo su cutis resplandecía terso bajo las luces, sin una imperfección, sin una arruga; cómo sus ojos, agrandados por las sombras, el eye liner y el rímel, brillaban con chispas verdes de felicidad y de triunfo.
—¡Señorita Lilian, dos minutos! —dijo Felipe, el ayudante de escena, al otro lado de la puerta.
Las ondas caoba de su pelo cubrían apenas sus hombros, la diadema, que servía de soporte al espectacular tocado de plumas y pedrería, las apartaba de su rostro y las empujaba a caer por la espalda en roja cascada.
Sonrió satisfecha. Dos semanas antes, ella seguía siendo la mejor voz del coro, la bailarina más ágil y el rostro más perfecto, pero continuaba relegada a un vergonzoso segundo puesto detrás de Mary de Lys, la primera vedette, la estrella, la feúcha que tenía menos voz que ella, que bailaba bastante peor y que se movía en el escenario con la torpeza de un oso borracho, pero que contaba con una gracia y con una chispa que levantaba a los espectadores de sus asientos, que conseguía que aplaudieran entusiasmados al final de cada número aunque hubiera fallado una nota, aunque hubiera olvidado unos pasos de la coreografía.
—Cómo te comprendo, Lilian —había dicho Penélope de Utrera, la corista desparpajada a la que un día, reventando de impotencia, había confiado sus sentimientos—, realmente es injusto.
Era difícil saber en qué momento exacto tuvieron la idea, qué día concreto empezaron a urdir el plan, pero, después de varias semanas de no tener otro tema de conversación, lo lógico era que llegaran a ese punto en que se impone tomar una decisión.
—Cuenta conmigo —dijo Penélope, con las pupilas dilatadas por la excitación—, para lo que sea…
No hubo problema. El ansiolítico, que Lilian tomaba todas las noches para conseguir alejar de su mente la imagen de Mary de Lys triunfando una vez más, fue su herramienta; Penélope, la encargada de sacar a la vedette del camerino con la excusa de una prueba de vestuario y la propia Lilian la que dejó caer tres comprimidos, previamente reducidos a polvo, en el café bien cargado que Mary se tomaba antes de cada función.
Al día siguiente, todos los periódicos hablaban de la aparatosa caída de la vedette, cuando descendía por la escalera, al final del número que cerraba es espectáculo. La consecuencia fue una fractura de tibia y peroné que la tendría apartada del escenario varias semanas.
—¡Señorita Lilian, un minuto!
Había llegado su hora, el momento por el que había luchado toda su vida. El teatro estaba semivacío, muchas localidades habían sido devueltas por la ausencia de la Mary de Lys, pero ella estaba dispuesta a demostrarles a todos lo equivocados que estaban. Ella, Lilian, iba a cantar hasta que temblaran los palcos; ella, Lilian, iba a bailar con tanto arte que los espectadores iban a llorar de emoción; ella, Lilian, le iba a demostrar al mundo, aquella misma noche, quién era realmente la primera vedette.

El sueño duró lo mismo que la función porque, exactamente en el último número, cuando se disponía a descender majestuosa por la escalinata en la apoteosis final, algo le trabó el tobillo e impidió que su pie alcanzara el primer peldaño. En una de las volteretas de la caída, antes de notar el crujido de su cadera, llegó a ver la sonrisa triunfal de Penélope en lo alto de la escalera, su mano empuñando el bastón de majorette.


lunes, 10 de noviembre de 2014

CONSULTORIO FILOSÓFICOGRAMATICAL

Algunos ya conocen a mi amiga MariFé de Alejandría. A los que no la conocen les diré que es filósofo y amante de la Lengua Española. Hace unos años, se decidió a abrir un gabinete ofreciendo sus servicios en estas materias. Hace mucho que no hablo con ella así que no sé qué tal le ha ido.






© forges


CONSULTORIO FILOSÓFICOGRAMATICAL

¿Le inquieta la posibilidad de que la tríada tesis/ antítesis/ síntesis no lleve implícita en su esencia la necesidad de su cumplimiento en el devenir histórico?
¿Duda entre usar el pluscumperfecto de subjuntivo o el potencial compuesto (como quiera que se llame ahora) en una oración condicional en pasado?
¿No tiene claro el concepto de "imperativo categórico"?
¿Es usted laísta/leísta/loísta y quiere poner remedio a su situación?
¿Quiere aprender a formular un silogismo en modo tollendo tollens?
¿Necesita saber si el verbo "estancar" admite el uso transitivo?
¿Oye usted voces?

¡No se preocupe! Estamos aquí para ayudarle a superar el escollo de esos interrogantes y de cualesquiera otros que la vida pueda depararle.
Estamos a su servicio, de lunes a viernes, de 4 a 8 de la tarde.
(Sábados, domingos y festivos consulte disponibilidad)

Admitimos tarjetas de crédito y gestionamos financiación aplazada en caso de tratamientos de larga duración.
Puede ponerse en contacto con nosotros llamando al teléfono 696 969 696 o escribiendo a MariFédA@gmail.com

¡No dude en consultarnos!


jueves, 6 de noviembre de 2014

ESPERANDO A LAS PUERTAS DEL CIELO


Un divertimento en una tarde de casi invierno.



Imagen tomada de noticiasnelinea.com


GRAVE PROBLEMA POST MORTEM


Aquí estoy, haciendo cola, esperando que llegue mi turno para hablar con San Pedro y tratando de digerir una mala noticia: alguien ha dicho por ahí que en el cielo la temperatura nunca sube de quince grados. Maldita sea. A esa temperatura me quedaré tiesa de frío en cuanto deje de moverme. Pero tampoco soporto el calor, me deja sin energías. Y como han cerrado el Purgatorio y no puedo volver al Limbo de los justos… No sé qué hacer.
¿Quedará alguna plaza libre de ángel de la guarda o de fantasma de castillo o de escolta de la Santa Compaña?

O de cara de Bélmez, cualquier cosa antes que pasarme la eternidad echando de menos una bata de boatiné.


lunes, 3 de noviembre de 2014

ELECTRODOMÉSTICOS


O de cómo no les sacamos todo el partido posible a ciertas piezas de la casa.



Foto tomada de www.arqhys.com


FANTASÍA

Es sencillo de imaginar. Basta apoyar la espalda en el frío borde de la encimera y cerrar los ojos y, a partir de ese momento, todo sucede, como en una antigua película vista cien veces. El ruido de las llaves en la puerta y, a los pocos segundos, unos pasos que se acercan; o tal vez no, tal vez no llegue en ese momento, tal vez ya estaba en casa y lo único que hace es levantarse del sillón donde hojeaba el periódico y venir hasta la cocina. Llega y me ve, me descubre apoyada en la encimera, se da cuenta de que le espero hace mucho tiempo y entonces sonríe apenas y me mira, se queda mirándome de esa forma que me desarma y me deja indefensa ante él, porque no tengo nada que oponerle, nada con lo que hacer frente a esos ojos que ya han empezado a desnudarme.  Y se acerca lentamente y con cada uno de sus pasos mi piel anticipa lo que vendrá después, inmediatamente, en cuanto llegue a mí y me pase los brazos alrededor de la cintura. En ese instante, el mundo se fundirá en negro, dejará de existir, y solo quedará el escalofrío que baja por la espalda, la creciente marea del deseo en las venas. Y cuando, al cabo de tres eternos segundos, por fin me bese, por fin me apriete contra él; cuando su mano encendida dibuje un camino de fuego hasta el rincón más escondido, entonces, cuando su mano me alcance y su boca me robe el aire y mi cuerpo se funda en su calor, entonces se acabará el tiempo, se disolverá el espacio y solo quedará la burbuja de energía que nos contiene y nos protege y, dentro de ella, nosotros, amándonos.


Voy a poner la lavadora.