Lo he encontrado en el tercer cajón del armario.

Imagen tomada de 4librosyuncafé.blogspot.com
SUEÑOS VOLANDO
Carmina dormía
profundamente, tendida de lado, de espaldas a la puerta. Las cobijas apenas la
cubrían hasta la cintura y, en la penumbra del cuarto, distinguió el brillo del
tirante del camisón, el contorno de su espalda marcado por un leve reflejo de
luz.
Respiraba
tranquila, sin mover apenas los hombros, relajada, abandonada a un sueño que
Lucas imaginó lleno de imágenes placenteras, sosegadas, las únicas que pueden corresponder
a una vida diurna que podría calificarse, con poco margen de error, de feliz.
Así era ella,
reposada y dulce, serena hasta rozar el límite de la frialdad; así era su
convivencia, plácida y sin sobresaltos, como un río que se deslizara, calmo y sin
prisas, hacia la culminación de su curso.
Cogió las
gafas, que esperaban sobre la mesilla la lectura nocturna, y salió sin hacer
ruido. Después de la cena, Lucas había iniciado unas caricias que ella no había
dejado prosperar. “Hoy no, cariño, me duele un poco la cabeza y me quiero
acostar pronto”, había dicho con una sonrisa, “pero mañana…” Nadie como ella
para conseguir que una negativa tuviera la apariencia de una promesa, para
envolver las asperezas en papel de regalo.
Fue a la
cocina, se sirvió un vaso de zumo y volvió al salón. Desde la comodidad del
sofá paseó la mirada por la librería y supo (quizás ya lo sabía desde antes,
desde que había abierto la puerta del frigorífico) que iba a caer en la
tentación.
El álbum de
pastas verdes descansaba en el último estante, disimulado entre los tomos
oscuros de una enciclopedia temática. Lo cogió con aire furtivo, como si
estuviera sustrayendo un valioso ejemplar de una biblioteca pública, y lo abrió
despacio, con la cautela con que habría abierto una maleta sospechosa de
contener explosivos.
El álbum de
Cecilia. Cecilia riéndose, la cabeza ligeramente echada hacia atrás para dejar
al descubierto un cuello largo y tenso que desembocaba en el desfiladero de su
escote; Cecilia sentada en las escaleras de una catedral con una irreverente
minifalda, las largas piernas cruzadas con descaro y una camiseta ceñida que no
hacía sino hacer patente lo que pretendía ocultar; Cecilia tumbada sobre la
toalla en alguna playa escondida, de lado, como Carmina en el dormitorio, el
breve biquini blanco destacando su piel dorada, la montaña rusa de sus curvas
recortándose sobre fondo azul.
Con Cecilia
nada era como había sido hasta entonces. Los días amanecían con el interrogante
de lo impredecible; las noches llegaban con la expectación de ver cómo todos
sus sueños, uno a uno, se veían realizados en una espiral creciente que nunca
hubiera podido siquiera imaginar; las semanas y los meses transcurrían con la
velocidad agotadora de una felicidad inquietante.
Fueron dos años
de locura, de desazón, de desconcierto, de angustia por no saber en qué iba a
terminar todo aquello o, quizá, de angustia por saber, por tener la certeza, de
que todo aquello que le tenía loco y exaltado y desnortado y feliz hasta el
agotamiento, terminaría irremediablemente, más pronto o más tarde pero
terminaría, porque en este mundo ningún paraíso es eterno.
Cecilia era el
sueño de los sueños, demasiado perfecta para ser real, demasiado completa para permanecer,
para quedarse. Los sueños son etéreos y nadie puede impedir que salgan volando,
que nos dejen en el suelo con el deseo y la ilusión hechos pedazos a nuestros
pies.
Cerró al álbum
y los ojos al mismo tiempo y la imagen de Carmina dormida llenó la pantalla en
negro de su cerebro. Fue al dormitorio y, sin hacer ruido, se acercó a la cama,
se inclinó y, con una mezcla de tristeza y alivio, besó el hombro de aquel
pájaro dormido, sensato y sereno, que nunca volaría de su mano.
Los sueños, sueños son, pero los tuyos tienen la brillantez de la realidad.
ResponderEliminarUn abrazo, Vichita.
Gracias, Rosa preciosa.
EliminarOtro abrazo muy grande para ti.