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sábado, 25 de enero de 2014

TRAGO AMARGO

Es reciente, no he tenido ganas de irme a buscar al fondo (al fondo del armario, se entiende). Volver, como el tango. Quizás por eso me ha salido un poco cortazariano. O a lo mejor es que estoy volviendo a mis orígenes.




VOLVER

Una mesa vacía cerca de la puerta, la silla de espaldas a la calle para no ver nada de lo que pasa fuera, para no percibir el bullicio de la plaza a las seis de la tarde, para que nada la distraiga de lo que ocurre en el local; ha dejado el abrigo en el respaldo y rebusca en el bolso y saca el móvil, un estuche de gafas, un paquete de cigarrillos.

Le cuesta un rato contrarrestar el frío del asiento, está tapizado con una imitación de cuero y, al sentarse, sus nalgas recordaron una sensación parecida. Casi resulta cruel la coincidencia, la memoria de la piel, que viene a unir la silla del presente con aquel sofá que estaba en casa de un compañero de clase, aquella tarde en que la complicidad estudiantil los convirtió en dueños y señores de un piso de sesenta metros cercano a la universidad, todo el piso para ellos solos hasta las diez de la noche, sobre todo había hecho de ellos los reyes de aquella asombrosa cama de uno treinta y cinco, con sábanas limpias y manta de cuadros.

Sacude el sobre del azúcar pero vuelve a dejarlo al borde del plato sin abrirlo, es un reflejo residual de cuando lo añadía al café, de cuando todavía no le molestaba su regusto dulzón, pero hace años que lo toma solo, sin nada desfigure su rastro áspero en la lengua, en el paladar, entre los dientes. Luego le gusta recuperarlo con el sabor de un cigarrillo.

La lámpara de la mesilla de noche tenía una bombilla pintada de rojo, su luz ayudaba a sentirse menos desnuda, menos indefensa ante aquellos ojos que recorrían su piel y aquellos dedos que seguían el camino trazado por la mirada; menos azorada porque la luz borraría su sonrojo, el calor que le quemaba las mejillas, aunque no pudiera ocultar sus escalofríos, la ansiedad de su respiración, su miedo y su deseo.

Remueve el café con la cucharilla aunque no haya nada que disolver, pero le gusta homogeneizar la infusión, que todos los matices del sabor queden uniformemente distribuidos. También tiene esa manía hace años, junto con otras, como la de beberse un vaso de agua fría antes de desayunar o la de no dormirse jamás sin haber mirado debajo de la cama, esta es la más antigua de todas.

La manta de cuadros se desparramó en el suelo, quién necesita arroparse cuando todo el fuego del mundo ha ardido entre dos cuerpos; las sábanas apenas los cubrían pero ya no importaba, ya no querían tapar las caricias, los besos lentos de después, las miradas que hablaban sin palabras. Las nueve menos cuarto, setenta y cinco minutos todavía, eso era entonces tanto tiempo.

Levanta los ojos y mira hacia la barra. El camarero prepara mecánicamente tres cafés, carga la bandeja: solo largo, descafeinado de cafetera con leche templada, cortado. Y un té con limón. Reconoce el perfil, la línea de los hombros, la forma de moverse. La cintura ha ganado en diámetro, el pelo ha perdido la batalla frente a las canas y la mirada se apaga detrás de unas lentes progresivas. Imagina estragos similares en su físico y casi los agradece porque son la garantía de que no la reconocerá.

Y un buen día, sin más explicaciones, el distanciamiento, el no contestar a sus llamadas o hacerlo con evasivas y explicaciones torpes, el esquivarla. Y así varias semanas, mientras ella se consumía en preguntas para las que no encontraba respuesta, mientras moría un poco cada minuto, hasta que no tuvo más remedio que rendirse y aprender a vivir sin él.

No tiene sentido pensar en lo que podría haber sido, de hecho, tal vez le había hecho un favor al desaparecer de su vida, al borrarla como si nunca hubieran existido la manta de cuadros y la luz roja, como si aquella tarde hasta las diez de la noche nunca hubiera tenido lugar en el calendario. Pero no hay modo de saber esas cosas.
Levanta la taza, se la lleva a los labios y da un pequeño sorbo.

Nunca el café le había sabido tan amargo.

jueves, 23 de enero de 2014

JUEGOS DE PALABRAS

Como no me gustan las cajas ni las palabras ni jugar... me pongo y sale lo que sale (un poco el Cortázar que llevo dentro).







EL JUEGO DE LA "CAJA"


Le gustaba jugar con las palabras. Una de sus favoritas era “caja” porque en ella podía guardar muchas cosas.  Además, si quitaba la jota y ponía una ese, tenía una casa en la que tener la caja y, si cambiaba la ese por una eme, tenía una cama en la que descansar. Pero, sobre todo, le gustaba porque, si cambiaba la jota por una erre, tendría una cara. Una cara que sonreiría cuando le abriera la puerta de la casa, que pasaría la tarde con él mirando las cosas de la caja y que por la noche, después de tomar una copa de cava (conseguida al cambiar la jota por la uve), se dormiría a su lado en la cama.

viernes, 17 de enero de 2014

MAGIA POTAGIA


La propuesta de aquella semana fue "Un cuento de hadas". Yo aproveché la ocasión y escribí un cuento de magos que fuera también un homenaje. 







EL MAGO


—Eres un gamberro, Merlín.

—En absoluto, querida Circe.

—Lo eres. Solo a un grandísimo gamberro se le ocurriría semejante jugarreta. ¿O es que acaso te aburres?

—Tal vez, sí, amiga mía, o… tal vez se trata solo de ver cómo reaccionan los mortales…

—De eso estás sobradamente enterado, llevas varios siglos observándolos.

—Es cierto, querida, aunque no tantos como tú, pero reconoce que es la primera vez que se encuentran con algo de estas… características. Y que se manifiesta de forma tan descarada, con tan poca discreción.

—Supongo que has pedido permiso al Supremo…

—¡Por supuesto! Jamás me atrevería a hacer algo así sin su autorización.

—¿Y te la dio sin ponerte dificultades, sin cuestionar la utilidad del experimento?

—Oh, bueno… ya sabes cómo es Él…

—Sí, ya sé cómo es…

—Preguntó, claro, quiso sabes qué me proponía exactamente. Pero cuando le expuse mis intenciones… lo encontró divertido.

—Quién diría que tiene sentido del humor…

—Lo tiene… creo… O, tal vez, él también se aburre a veces… La cuestión es que ver la reacción de los mortales ante un prodigio de nuestra factoría le pareció lo bastante interesante como para permitírmelo.

—Y… ¿cómo va el experimento? ¿Cómo han reaccionado?

—Están encantados, embelesados, asombrados, fascinados, deslumbrados… No terminan de creérselo. Pero fíjate que, a pesar de eso, a pesar de ser tan evidente que eso no es posible en su mundo, son tan ingenuos —tan rematadamente ingenuos, diría yo—, que no sospechan nada.

—¿No sospechan? Entonces… son mucho más torpes de lo que yo pensaba…

—Lo son. Están convencidos de que son trucos como los del resto de sus magos, ya sabes, trucos de esos que se descubren ralentizando los movimientos, explicando la colocación previa de las cartas o sacando las que llevan escondidas en la manga.

—Pobres mortales… No se enteran de la mitad de las cosas que pasan a su alrededor. ¿A quién les enviaste, Merlín?

—A ese muchacho tan simpático, el de las gafas y el pelo rizado, el que hace como que toca el violín…

—¿Juan?

—Sí, Juan, el hijo de Tamariz.

miércoles, 8 de enero de 2014

LA HABITACIÓN 212

Tras el largo paréntesis navideño...






UNA CARTA INESPERADA


Lo primero que le dijo su compañero, antes de quejarse una vez más del jefe y de darle el parte de incidencias, fue lo que llamó “la noticia del día”. Don Ernesto, el huésped de la habitación 212, había recibido, por fin, una carta. La había llevado un mensajero poco antes de las nueve y él mismo se la había entregado a don Ernesto en el comedor.

A Luis se le abrieron los ojos por la sorpresa y, casi enseguida, un inexplicable contento le llenó el ánimo. No podía evitar alegrarse por el viejo.

Don Ernesto era cliente del hotel desde hacía doce años, cinco antes de que él empezara a trabajar como recepcionista en el turno de noche, y su historia fue una de las primeras que le contaron. Doce años atrás, don Ernesto se había hospedado en la habitación 212 durante una semana, acompañado por una mujer que, según decían los compañeros más antiguos, no era especialmente guapa pero tenía un encanto y una elegancia que se notaban hasta cuando salía del ascensor y bajaba los tres escalones que llevaban al hall. Todo parecía indicar que se trataba de un matrimonio que pasaba unos días de vacaciones en la ciudad. Eran gente cortés, discreta, y sus horarios eran los típicos del turista: desayunaban tranquilamente en el hotel, salían y regresaban pasada la hora de la cena. Se diría que estaban enamorados aunque ninguno de los dos cumplía los cincuenta.

Dos meses después de que don Ernesto y su supuesta esposa (alguien creyó recordar que se llamaba Laura y que tenía un apellido que sonaba aristocrático) abandonaran el hotel, él regresó, pero esta vez solo, y pidió alojarse en la misma habitación. Al poco tiempo comunicó su decisión de quedarse como huésped fijo.

Y allí seguía, doce años después. Aunque no era amigo de contar su vida ni de dar explicaciones, el personal del hotel había llegado a la conclusión de que don Ernesto tenía un pequeño negocio y que carecía de familiares cercanos. Su vida era rutinaria y sencilla y su carácter seguía siendo afable y siempre correcto. Solo había dos cosas chocantes en su comportamiento: todos los días, cuando regresaba al hotel para almorzar, antes de subir al comedor pasaba por recepción y preguntaba si había alguna carta para él. Y todas las noches, alrededor de las once y media, llamaba a recepción para pedir que le subieran a la habitación un vaso de leche caliente.

Después de atender su llamada cinco o seis noches seguidas, Luis se atrevió a insinuarle que no era necesario que avisara cada noche, que le subirían el vaso de leche a la hora que él dijera, pero don Ernesto le contestó que prefería llamar porque podría ser que algún día no le apeteciera y no quería darles trabajo.

—Así que una carta… —pensó en voz alta.
—Ya ves —contestó su compañero—, quién lo iba a decir.

Luis se enfrascó en su trabajo. Repasó la lista de incidencias, organizó el mostrador, preparó facturas pendientes, hizo el chek in de un grupo de alemanes y dos reservas para la semana siguiente, atendió varias llamadas… Cuando quiso mirar el reloj, eran las doce y cuarto y, cayó en la cuenta de repente, don Ernesto no había llamado. Extrañado, llamó a la habitación 212 pero nadie descolgó el teléfono. Repitió la llamada a los cinco minutos pero tampoco hubo respuesta. La extrañeza derivó en alarma y decidió subir para comprobar que todo estaba en orden.

Llamó dos veces a la puerta antes de abrir con la llave maestra. Entró en la habitación muy despacio, llamando en voz alta pero nadie contestó. Las luces estaban encendidas. En el suelo, al otro lado de la cama, asomaban unos pies calzados con elegantes zapatos negros. Se acercó lentamente.

Don Ernesto estaba caído en el suelo, junto a la cama. Le bastó ver el color de su rostro para saber que estaba muerto, que probablemente había muerto hacía un buen rato. No se había quitado el traje y cerca de su mano izquierda había una cuartilla desdoblada escrita con tinta azul.

El instinto le dijo que no debía tocar nada pero no resistió la tentación de acercarse un poco al cuerpo sin vida de don Ernesto, de agacharse junto a la cuartilla y arrugar los ojos hasta conseguir leer las primeras líneas: “Querido Ernesto: supongo que después de tanto tiempo ya no esperabas recibir esta carta pero…”