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viernes, 30 de enero de 2015

OBRAS PÚBLICAS

¿Quién no las ha sufrido alguna vez?






Imagen tomada de www.cartagena.es


OBRAS PÚBLICAS

Se volvió hacia el lado derecho. La barba se le enredó un poco en la sábana y el edredón se deslizó hacia el suelo. Miró el reflejo fluorescente en la oscuridad: las cuatro menos cuarto. Una hora absurda. Si conseguía dormirse a pesar de todo, apenas le quedaban tres horas de sueño. Si renunciaba a intentarlo podía levantarse y ponerse a trabajar pero descartó de inmediato la idea, a las cuatro menos cuarto nadie tiene la lucidez necesaria para escribir un buen artículo.
Se volvió hacia el lado izquierdo. Mes y medio. Mes y medio soportando todas las mañanas el tableteo de los martillos mecánicos y el rugido de las excavadoras, los gritos de los obreros, el chirrido de la sierra. Y el polvo. Un polvo microscópico, que brotaba de los contenedores llenos de escombros y que, por siniestras leyes físicas, conseguía ascender hasta la altura del segundo piso, se filtraba por cualquier rendija y se depositaba arteramente en todas las superficies. Y tener que alcanzar la calle pasando por la tosca pasarela de tablones que habían colocado para salvar la zanja excavada al pie del portal. No imaginaba que para enterrar aquellos tubos hiciera falta una zanja de semejantes dimensiones.
El estrépito de la calle terminaba a las seis de la tarde. Poco después, sobre las seis y cuarto (seis y media, si había suerte), el vecino del primero empezaba sus ensayos al piano. Podría ser soportable si no fuera porque tenía el mismo oído musical que un percebe y aporreaba las teclas como si le debieran mucho dinero. Comprendía que necesitara una actividad que le ayudara superar el abandono de su mujer, pero podía haberle dado por coleccionar sellos. También podía haberla tratado mejor y entonces ella tal vez no se hubiera ido, pero aquello era otra cuestión.
El agotamiento diurno no le hacía caer rendido en la cama y dormir como un leño durante toda la noche. Paradójicamente, le mantenía tenso y excitado hasta la madrugada. A veces, en medio de la desesperación del insomnio, recordaba la alegría que sintió el día que le dijeron que podía trabajar desde casa.

La idea le brotó en la mente cuando se encontraba en mitad de la pasarela, haciendo equilibrios sobre dos tablones que oscilaban asincrónicamente. Se detuvo unos segundos, asombrado por su pensamiento, y avanzó con cautela hasta que sus pies se posaron sobre la calzada. El capataz pasó a su lado.
—¿Les queda mucho? —preguntó.
—Casi hemos terminado. Mañana viene ya la hormigonera y luego cerrar y rematar será cosa de dos días.
Miró hacia la caseta prefabricada donde los obreros se cambiaban de ropa y guardaban las herramientas pesadas. En un lateral estaban aparcadas dos carretillas y contra la pared descansaban algunas palas.
Sonrió.


En realidad fueron cuatro días pero las obras, por fin, terminaron. El operario vertió el cemento en la zanja sin reparar en que una parte de los tubos  estaba ya cubierta por un buen montón de escombros y de arena.
El vecino del segundo recuperó el sueño y pudo escribir sus artículos en un silencio casi total.

El presidente de la comunidad llamó a la Policía cuando el vecino del primero faltó por primera vez a una reunión de la junta vecinal. 

martes, 27 de enero de 2015

BUENOS PROPÓSITOS

¿Alguien hizo una lista de propósitos para el año nuevo?
Yo no la hago nunca, por si acaso.
(Otro reto de ciento veinte palabras)




Imagen tomada de paraimagenes.com



BUENOS PROPÓSITOS

Estaba seguro de que acabaría allí y no le sorprendió que Pedro Botero saliera a recibirle. Tras el “Bienvenido” protocolario, acompañado de maléfica sonrisa, le invitó a seguirle por un largo corredor.
Era inevitable que se fijara en las inscripciones del suelo, que se detuviera sobre la primera losa y bajara los ojos para leer “No llevaré más maletines”.  Era la suya, estaba claro.
Siguió leyendo: “Dejaré la droga”, “No volveré a pegarle”, “No aceptaré más sobornos”, “No mentiré más”…
Le habría gustado leerlas todas pero Pedro Botero le apremiaba.

Echó a andar y sonrió al recordar lo que su madre solía decirle cuando él le prometía algo que no iba a cumplir: “El infierno está empedrado de buenos propósitos”.


martes, 13 de enero de 2015

PARA LA LIBERTAD

Los amigos de "Seamos breves", con su convocatoria con el tema "Libertad" (Nous sommes tous Charlie), me han hecho recordar este relato que tenía arrinconado en el armario. Bajo ese lema, lo que escribí hace tiempo adquiere ahora un nuevo significado.





Imagen tomada de www.flickr.com


REBELIÓN EN EL CIRCO


Nunca se supo cómo y en qué lugar había empezado la rebelión. Julio Serrano, el periodista que, por pura casualidad, fue testigo presencial y que posteriormente se dedicó durante varios días a buscar toda la información posible y, durante varios meses, a elaborar con ella una reconstrucción de los hechos, siempre sostuvo que el origen, el germen teórico, tuvo que nacer en la jaula de los chimpancés, por razones obvias. Pero semejante afirmación nunca dejó de ser considerada una hipótesis descabellada que, en última instancia, nadie pudo confirmar ni refutar.

Lo único cierto fue que, aquella tarde de domingo, último día de las fiestas de la ciudad, la carpa del Gran Circo Mannetti tenía las gradas llenas de un público impaciente y entusiasmado, dispuesto a disfrutar del mayor espectáculo del mundo y que, cuando el número estrella, el de los leones, estaba en su punto culminante, es decir, cuando el domador, en medio de un creciente redoble de los timbales, introdujo su cabeza en las fauces del león, el suelo retumbó como si fuera a abrirse y un alarido espeluznante, que parecía surgir de las profundidades de la tierra, hizo temblar todos los mástiles. Por la entrada principal, llevándose por delante cortinajes y barandillas, los elefantes, encabezados por la hembra más vieja, irrumpieron en la pista seguidos por los caballos, los perros y los chimpancés que, a pesar de su tamaño, eran los que más gritaban.

Julio Serrano siempre habló del asombro que le produjo el gesto del león, que, sin inmutarse por la avalancha animal ni por los bramidos, en lugar de cerrar sus mandíbulas sobre el cuello del domador, giró evasivamente la cabeza, se diría que casi con mimo, hasta que el hombre quedó liberado, y esperó, inmóvil sobre su cono truncado, a que las embestidas de los elefantes y las coces de los caballos echaran abajo la estructura metálica de su jaula. Y solo cuando en los barrotes se abrió un hueco lo bastante grande como para que su cuerpo cupiera por él, alcanzó el borde de la pista de tres zancadas y empezó a rugir al público. Las cuatro hembras que hacían el número con él se situaron en los puntos cardinales de la pista y le imitaron. El público retrocedió empavorecido, chillando y trastabillando en la huida, a pesar de que los animales en ningún momento traspasaron la pequeña barrera que los separaba, mientras en la pista elefantes y caballos terminaban de derribar la jaula y los perros les enseñaban los colmillos a los peones que intentaban acercarse.

Por los accesos laterales se vio llegar, con el semblante demudado, al domador de los elefantes y a los cuidadores, que agitaban sus varas en un intento de hacer retroceder a los paquidermos. Pero estos, azuzados por los chimpancés que los cabalgaban, no solo mantuvieron a raya a todo el que intentó aproximarse a la pista sino que empezaron a abrirse paso hacia la salida mientras los caballos mantenían los flancos libres a base de coces. A los pocos minutos, cuando ya público y empleados estaban arrinconados en los confines de la carpa, los animales formaron una comitiva que, encabezada por los elefantes y cerrada por los leones, se dirigió a la salida.

Lo más asombroso de todo, según relató Serrano, fue que en ningún momento las fieras, a pesar de su actitud amenazante, hicieran el menor intento de atacar a la gente, ni siquiera a los que se acercaron con látigos o fustas y que, en cuanto salieron de la carpa, iniciaron una marcha que tenía mucho de marcial, incluido el orgullo con que se marca el paso en ese tipo de formaciones. Se diría que todos actuaban de acuerdo con unas instrucciones muy claras, que había un plan establecido de antemano y lo seguían con la precisión de un ejército perfectamente coordinado.

En pocos minutos habían alcanzado la avenida que conducía a la carretera nacional sin que la formación se alterara. Los elefantes hacían temblar el asfalto con sus potentes pisadas y el repicar de los cascos de los caballos marcaba un ritmo ligero mientras los coches, sorprendidos por el desfile, esquivaban el obstáculo como podían aunque, y esto también maravilló a Serrano, los animales marchaban por el centro de la calzada de modo que los coches, para evitarlos, sólo tenían que orillarse hacia el arcén.

Cuando la comitiva llegó a la vía principal, ya se había avisado a la Policía, a la Guardia Civil y al servicio de Protección Civil de la provincia, incluso hubo quien sugirió la conveniencia de llamar a los bomberos y al Ejército. En unos minutos, cuando los animales ya habían recorrido medio kilómetro, se escuchó el ulular de las primeras sirenas.


Hubo que recurrir al Ejército para conseguir detenerlos y acorralarlos y cuando el primer elefante cayó bajo los efectos de los dardos de narcóticos, el resto rodeó su cuerpo tendido, como si quisieran protegerlo, y esperaron allí, unidos, con la cabeza erguida y la mirada desafiante y orgullosa, a que a cada uno le llegara su dosis.

“Fue una marcha hacia la libertad”, escribió Julio Serrano en la última crónica.

domingo, 11 de enero de 2015

EL BEBÉ DEL HIELO

Con estos fríos, parece adecuado este relato siberiano.





Foto tomada de geofrik.com



LA NEVADA


El grupo avanzaba hacia el sur en medio de la nevada.

Dos semanas antes, Yuribei, la Más Anciana, había levantado la cabeza y olfateado el viento que bajaba del norte. Después había dirigido la vista hacia lo alto, y había visto que, en el borde del horizonte,  el azul del cielo empezaba a desaparecer tras densas nubes de panza gris. Su cabeza se movió de derecha a izquierda con gesto de preocupación. Era demasiado pronto. Aún faltaban cuatro semanas para que terminara el verano, las llanuras estaban cubiertas de pasto y matorrales, de líquenes y de musgo fresco, pero aquel aire olía a frío, aquellas nubes estaban preñadas de nieve. Algo extraño estaba sucediendo pero no podían quedarse a averiguar qué era.

Yuribei miró hacia el grupo de Hembras Adultas y con un gesto les indicó que llamaran a sus pequeños. “¿Es necesario partir?”, preguntó Yamali, la Hembra Adulta madre de Yuri. La Más Anciana hizo un gesto afirmativo y, lentamente, para que todo el mundo pudiera verla, empezó a caminar. Todos, Hembras y Machos, Jóvenes, Ancianos y Pequeños, la siguieron.

El otoño precoz, casi invierno, los había alcanzado diez días después de que emprendieran la marcha. Llevaban varios días caminando casi a ciegas, siguiendo el cauce del río y adivinando, más que viendo, la ruta que había de conducirles hacia la llanura en la que aún lucía el pálido sol de julio. Al acercarse a la desembocadura, las zonas pantanosas se hicieron más abundantes. “¡Cuidado con los Pequeños!”, advertía Yuribei constantemente cuando bordeaban las aguas fangosas, “la nieve no nos deja ver el suelo que pisamos”.

Fue al caer la tarde del decimosexto día cuando el grito aterrado de Yamali detuvo al grupo. La Más Anciana fue la primera en echar a correr hacia la grieta a la que Yamali se asomaba con los ojos espantados. Al fondo de una estrecha cortada de bordes nevados, el cuerpo inmóvil de la pequeña Yuri parecía reclamar un descanso en la marcha.

Diez mil años más tarde, en la península de Yamal, un pastor que cuidaba su rebaño de renos cerca de la desembocadura del río Yuribei, encontró, perfectamente conservado, el cuerpo de la pequeña Yuri. Sus ojos estaban intactos y se apreciaban perfectamente las rugosidades de su trompa. Conservaba un poco de su pelaje aunque no tenía rabo.


Curiosamente, el pastor se llamaba como ella.



(La historia presente aquí: 
http://blogs.elpais.com/apuntes-cientificos-mit/2009/04/lyuba-los-secretos-del-mamut-congelado.html)