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viernes, 28 de enero de 2011

Ostras y champán

Nunca pensé que una cosa escrita en poco más de cinco minutos (bueno, quizás fueron diez... Pocos, en cualquier caso, aunque tal vez llevara más tiempo fraguándose en mi cabeza, tal vez desde que le leí a Cortázar los dos últimos versos) pudiera dar tan buenos resultados. Pero se ve que hay momentos en que las musas son generosas y visitan a las vagas irredentas.





Imagen tomada de www.restaurantes-zaragoza.es


Si hubieran sido viejos amantes
les habría gustado la vieja ceremonia
de jugar a emborracharse
con champán o vino blanco
ayudando a bajar, con esa maestría
que tienen los buenos caldos,
a una docena de ostras.
Pero nunca lo fueron.
(Viejos, iban camino de serlo
pero amantes, nunca)
Por eso aquella noche
que era la primera
y que, por mucho que los dos lo lamentaran,
sería la última,
decidieron jugar
a lo que habrían jugado
si alguna vez hubieran sido
viejos amantes.
Buscaron un discreto restaurante
con mucho tenedor y poca luz,
con manteles de hilo blanco, maître, sommelier
y velas en el centro de la mesa.
Se sentaron, lógicamente, en un rincón
lejos de las miradas indiscretas,
y pidieron
dos docenas de ostras Gillardeau
y una botella de Roederer Cristal.
Chocaron las copas mirándose a los ojos
pero no dijeron nada,
porque no había nada por lo que brindar.
Y cuando él, caballeroso, iba a coger la botella
para llenar las copas de nuevo
ella, detallista, le alargó una ostra.
"No le pongas limón", dijo,
"ya tiene una lágrima".



miércoles, 19 de enero de 2011

¿DÓNDE ESTÁ?

Recién hecho...
(Pues sí: cuando acabé de hacerlo estaba recién hecho. A mí no me gusta decir mentiras)





LA BÚSQUEDA

Cuando el primo Jaime y yo nos quisimos dar cuenta, mamá y la tía Elvira habían desaparecido y nos habían dejado solos.
—Te apuesto un euro a que lo encuentro antes que tú —me dijo.
Me lo pensé unos segundos porque el primo Jaime es un año mayor que yo y me gana siempre a todo pero luego pensé que en las cosas de fijarse es un poco más torpe y que a lo mejor aquella era mi oportunidad.
—Vale.
Él tiró para la derecha y yo para la izquierda. Nada más empezar me dio un poco de miedo al ver toda aquella gente pero ya había dicho que sí y el primo Jaime no iba a aceptar que diera marcha atrás. Me acordé del profesor de Matemáticas, que siempre me decía “Organízate, Javier, organízate. Primero una cosa, luego otra; paso a paso, con orden y sin olvidar un detalle”.
Así que decidí ir poco a poco, empezando por un sitio y pasando al siguiente fijándome bien en todo para que no quedara ningún rincón sin mirar.
Empecé a buscarlo en la frutería. Menudo follón había en la frutería. Un montón de cajas a la puerta, llenas de naranjas, melones, lechugas, y muchísima gente. Una señora gorda con un carrito de la compra, un señor mayor que llevaba el periódico bajo el brazo, una mamá con su bebé en brazos, una chica joven, otra señora mayor pero sin carrito, un niño que pasaba por delante de la puerta paseando a su perrito…
No, allí no estaba, seguro, así que me fui derecho a la farmacia. Primero miré en la acera porque había un banco y varias personas sentadas, pero eran todas mayores y vestían ropas de color oscuro; estaba también un policía de uniforme hablando con un motorista y junto a ellos pasaba una chica montada en bici. También había dos señoras junto al escaparate, charlando como cotorras, como cuando la abuela se pone a hablar con su vecina Marcelina, y varios niños que volvían del colegio, con sus uniformes y sus mochilas. Tampoco estaba allí.
Decidí cruzar a la esquina de la cafetería y en el paso de cebra me encontré dos señoras jóvenes cargadas de bolsas, tres hombres de traje azul y corbata, un chaval con el pelo lleno de rastas y un niño con patinete.
La cafetería tenía puesta la terraza en la acera y todas las mesas estaban ocupadas. Di un vistazo lo más rápidamente que pude, porque me daba la impresión de que Jaime había avanzado más deprisa que yo, y vi a un camarero en la puerta y a otro sirviendo las mesas del fondo. Dos señores mayores que ojeaban el periódico, un grupo de chicas que habían pedido refrescos y se estaban riendo, un matrimonio joven con sus dos niños, tres señoras muy arregladas que tomaban té, un hombre con cara de profesor que leía un libro, un músico que tocaba el acordeón entre las mesas, dos estudiantes cargados de libros…
Parecía que allí tampoco estaba y yo empezaba a ponerme nervioso.
—¡Niños! ¡La merienda!
Giré la cabeza un momento y cuando volví a mirar, pensando que ya no lo encontraría, lo vi.
Estaba en el centro de la plaza, junto al templete de música, rodeado por un grupo de gente que tenían que ser turistas porque llevaban gorras, camisetas y cámaras de fotos.
—¡Lo encontré! —le grité a Jaime, y me dio un gustazo enorme pensar que le había ganado el euro.
—¿Dónde está?
—Aquí —dije, y puse el dedo en el centro de la lámina, sobre el jersey de rayas blancas y rojas de Wally.

martes, 18 de enero de 2011

El corrillo de la Magdalena (I y II)

De momento son solo dos relatos. Si yo no fuera una vaga redomada, lo que va a continuación crecería hasta convertirse en una novelilla de las que le gustan a Sap. Va por ti, sevillano.



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CASA DE ACOGIDA


La primera vez que don Luis Fernando Riol y Espinosa de los Monteros llamó a la puerta del número trece del Corrillo de la Magdalena era viernes y tenía cuarenta y ocho años recién cumplidos. Le abrió, en cumplimiento de sus funciones, el ama Casilda, quien, después del obligado “Buenas tardes, señor”, le hizo pasar a la salita de recibir y, una vez allí, le preguntó en qué podía servirle. El caballero manifestó su deseo de hablar con la encargada del negocio y Casilda, ya impresionada por los modales y por el porte del recién llegado, fue de inmediato a llevar el recado a la dueña quien, paradójicamente, respondía al nombre de Virtudes.
Después de escuchar al cliente con discreción de confesionario, doña Virtudes le hizo pasar al salón donde sus pupilas esperaban, acomodadas en sofás y butacones, con poses lascivas y ropas escasas.
—Escoja, don Luis —le animó.
Pero don Luis, en vez de mirar a las muchachas, se volvió hacia la dueña.
—Verá, en realidad su aspecto me da igual. Yo quiero una que sepa escuchar.
Doña Virtudes quedó perpleja con la petición pero, lejos de mostrar sorpresa, meditó unos segundos y luego le recomendó a Teresita, joven tímida y discreta, parca en palabras pero cariñosa.
—Vamos, querida —dijo, llamándola con un gesto de la mano. Y cuando la muchacha pasó por su lado, camino de la escalera que conducía a las alcobas, aprovechó para decirle al oído: —Luego me cuentas.
Lo que Teresita contó, una vez que don Luis hubiera abandonado la casa, fue que el caballero no había requerido prestaciones carnales. Por el contrario, la había hecho sentar a su lado en el diván, había sacado unas cuartillas del bolsillo de la casaca —y aquí Teresita había aprovechado para admirar su chupa de sarga de seda bordada, su calzón de terciopelo y su guirindola de encaje— y le había leído, con voz cálida y apasionada, no menos de diez poemas dedicados a un amor imposible.
Ante el asombro de las mujeres, Doña Virtudes, acostumbrada a casi todo tipo de caprichos, zanjó la cuestión de inmediato.
—Cosas más raras hemos visto y cosas más raras veremos, hijas mías. Pero lo importante es… ¿te ha pagado?
—Tarifa completa, doña Virtudes.
—Pues no se hable más.
Y así fue como, semana tras semana, don Luis se fue convirtiendo en visita esperada en casa de doña Virtudes porque, animadas por los comentarios elogiosos de Teresita, el resto de las pupilas quisieron pasar por su compañía y aguardaban el día en que les correspondía atender al caballero como si fuera de libranza.
—Qué cosas más bonitas escribe —decía una.
—Se le ve que sufre mucho por ese amor —añadía otra—. Y, por lo que yo entiendo, ha de ser alguien principal…
—Y qué guapo es —suspiraba una tercera—. Lástima que no quiera…

Durante diez años, don Luis fue fiel a su cita semanal, excepción hecha de la Cuaresma, el Viernes Santo y las fiestas de guardar, hasta que, poco después de cumplir los cincuenta y ocho, dejó de acudir a la casa del Corrillo de la Magdalena.
Al principio Doña Virtudes y sus pupilas supusieron una indisposición pasajera y aguardaron semana tras semana con la esperanza de verle aparecer el día menos pensado. Pero pasaron los meses y don Luis siguió sin dar señales de vida. Las mujeres se resignaron a su ausencia y se consolaron pensando que tal vez aquel amor imposible, que tantos poemas le había inspirado, había dejado de serlo.
Casi habían olvidado al caballero de guantes de cabritilla y leontina de oro cuando reapareció, pálido y demacrado, un viernes lluvioso del mes de octubre. Correspondió con afecto a las muestras de cariño de las pupilas y pidió entrevistarse en privado con Doña Virtudes.
—¿Le importaría que habláramos en la alcoba?
A doña Virtudes no le importó y acompañó a don Luis al piso de arriba.
—Nos alegra mucho volver a verle —dijo la dueña.
—Yo también tenía ganas de verlas a ustedes —contestó don Luis.
Y, a continuación, pasó a explicar el motivo de su visita. Estaba enfermo, muy enfermo. Doña Virtudes, siempre discreta, no preguntó el nombre de su mal pero lo averiguó sin esfuerzo al ver el pañuelo de don Luis manchado de sangre.
—No tengo esposa ni hermanos, Virtudes, se podría decir que ustedes son mi familia, si es que me permite considerarlas así. No quiero morir solo ni agonizar durante meses en el Hospital de Incurables. No le estoy pidiendo que me aloje el tiempo que me queda, jamás haría tal cosa, sólo quiero que, si está de su mano, me asista para que el… trámite… sea lo más breve posible. ¿Podrá usted hacerlo?
Doña Virtudes bajó los ojos y guardó silencio unos instantes.
—Creo que tengo lo que necesita.
Se levantó, salió de la alcoba y regresó al poco tiempo. Portaba una bandeja de plata sobre la que descansaba una copa de cristal tallado y un pequeño frasco lleno de líquido negro. Don Luis sonrió.
—Con razón supuse que…
—Las mujeres de mi oficio, don Luis, hemos de tener remedios para casi todo.
Llenó la copa de agua y añadió el contenido del frasco, que se diluyó formando una mezcla de color ceniza.
—¿Qué notaré? —quiso saber el hombre.
—Solo sopor —contestó la dueña.
Le alargó la copa y el hombre bebió con tragos lentos hasta vaciarla. La mujer le acompañó hasta el lecho y le ayudó a recostarse.
—Una cosa, don Luis, ese amor suyo al que escribía todos esos poemas… no es una mujer, ¿verdad?
—No, no lo es.
—Y es alguien… digamos importante, ¿verdad?
—En efecto.
—Lo siento, don Luis.
—No se preocupe, ya no tiene importancia.
El hombre levantó la mirada hacia la mujer y amagó una sonrisa.
—Gracias por todo, Virtudes —murmuró.
—Gracias a usted —contestó ella.
Le apretó suavemente la mano y luego se apartó del lecho, cogió la bandeja y salió de la alcoba. Ya fuera, suspiró hondamente y cerró la puerta con llave para que ninguna visita inoportuna interrumpiera el sueño del caballero.











¡VA!


La luz de la luna llena daba de plano en la tapia del huerto del viejo convento de las Teresianas cuando Santiago Outeriño Ferreiro, que doblaba la esquina que daba al Corrillo de la Magdalena después de cantar las doce en punto y sereno, se dio de bruces con don Aquilino Moncada, caballero conocido en todo el barrio por ser el pío propietario de la panadería “La tahona”. La puerta del número trece se cerraba en aquel momento y Santiago atisbó tras ella la silueta rechoncha del ama Casilda.
—Sa… Sa… Santiago —farfulló el panadero que, de pronto, se había puesto a temblar como aquejado de fiebres y parecía haber perdido su habitual verbo fluido—… Bu… bu… buenas noches…
Desconcertado también, no solo por la brusquedad del encuentro sino por la sorpresa de ver salir al devoto panadero de la casa de doña Virtudes, el sereno tuvo que esforzarse para que le saliera la voz.
—Bu… buenas… buenas son, don Aquilino.
Las miradas de los dos hombres se cruzaron en medio de un silencio en el que apenas llegaba a oírse el rumor del viento y Santiago observó el gesto contraído de don Aquilino, su cara redonda más congestionada de lo habitual.
Apretó con fuerza el chuzo y recordó sus primeros tiempos en la ciudad, a la que había llegado desde su pueblo natal, La Lama, provincia de Pontevedra, con una maleta en la que habían cabido todas sus pertenencias y con la Antonia preñada de su primer hijo. Gracias al párroco de Santa Rita, Santiago había encontrado una habitación en la que vivir realquilados y un trabajo como mozo de cuerda en la estación del Sur. Cuando su segundo hijo estaba en camino surgió la necesidad de cambiar de vivienda y de aumentar los ingresos de la familia. Y fue precisamente don Aquilino quien le sugirió que se presentara para sereno, cuerpo recién reglamentado por el Ayuntamiento.
—¿Sabes leer y escribir? —había preguntado el panadero.
Santiago asintió. Aunque no escribía a menudo, tenía buena letra y sabía expresarse y leía el periódico de corrido.
—Entonces echa la solicitud. Eres alto y fuerte y tienes presencia y buena voz. Seguro que te cogen.
Don Aquilino acertó en su vaticinio. Santiago fue admitido y tuvo la suerte de que le asignaran la parte oeste de su propio barrio. Con un sueldo magro, aunque fijo, se permitió el lujo de alquilar un pequeño sótano en la calle Plateros.  
Pero la Antonia pertenecía a esa clase de mujeres que salen preñadas a las primeras de cambio de modo que, a pesar de las precauciones, las veces que la pareja había hecho uso del matrimonio eran pocas más que el número de sus hijos, número que, al cabo de unos años, ascendía a nueve. Santiago veía que, a pesar del sueldo y las propinas, que en el barrio solían ser generosas, el dinero no alcanzaba y, aunque le hubiera gustado que siguieran en la escuela, no tuvo más remedio que enviar a su hija mayor de vuelta a La Lama, para que cuidara a unos tíos de Antonia, ancianos y sin hijos o parientes que pudieran atenderlos, y poner a trabajar al segundo. De nuevo, el auxilio le llegó de la mano de don Aquilino. Admitió al muchacho como aprendiz a cambio de la manutención y de un salario que no era gran cosa pero aliviaba los apuros de la familia, amén de mandarle a casa, todos los días, con un paquete al que habían ido a parar los restos aprovechables del obrador. Cuando una mañana, de regreso a casa después de su ronda, Santiago pasó por la panadería para darle las gracias al panadero, éste se limitó a decirle:
—Nueve bocas son muchas bocas y Cristo nos enseñó que hay que dar de comer al hambriento.
Inmóvil sobre los adoquines del Corrillo, Santiago no acababa de encajar la piedad de don Aquilino, que sabía auténtica, con el hecho de verle salir de la casa del número trece, pero de pronto recordó que la mujer del panadero llevaba varios meses en cama, atormentada por una enfermedad para la que los médicos no encontraban cura ni apenas alivio.
—Santiago —dijo el panadero echando con su nombre todo el aire que tenía en el pecho—… Santiago yo te pediría…
El sereno sujetó firmemente el chuzo, se caló la gorra y movió los hombros para ajustar el guardapolvo. Las llaves tintinearon en su cintura.
—Usted no tiene que pedirme nada, don Aquilino —dijo con voz firme—, porque yo a usted esta noche no le he visto.
Y, ante la cara de asombro de su interlocutor, continuó:
—Aunque, si alguien me pregunta, juraré que nos hemos encontrado a las doce, a la salida de la Vigilia de Santa Rita.

lunes, 17 de enero de 2011

EMIGRACIÓN

La emigración es un fenómeno constante, no solo en la historia de la humanidad sino también en la naturaleza. Todos los animales se mueven en busca de mejores condiciones de vida. Los ñus del Serengeti, sin ir más lejos.








EMIGRANTES ESPACIALES


Nadie habrá dejado de observar que nuestro querido planeta ha envejecido rápidamente. Hace casi doscientos años que se alzaron las primeras voces de alarma, que se oyeron las primeras advertencias. “Es absolutamente necesario acabar con las causas del deterioro ambiental”, decían los científicos, “o nos enfrentaremos a una catástrofe global sin precedentes”. “No podemos permitirnos el lujo de tomar todo lo que se nos ofrece sin devolver nada a la Madre generosa”, decían los ecologistas. “El planeta es nuestra casa”, decían los poetas, “si lo perdemos, nos quedaremos sin hogar”.
Ahora, doscientos años después, los peores pronósticos se han cumplido. La evidencia de que nuestro planeta se ha vuelto inhabitable es palmaria, nadie se atreve a discutirla y nadie osa llamar agoreros a los que vaticinaron el desastre.
Afortunadamente, hubo mentes lúcidas que supieron anticiparse al caos. Ya en los primeros tiempos del Gobierno Global se llevaron a cabo iniciativas para procurar una solución que pudieran aplicarse cuando no hubiera más remedio que tomar una decisión drástica. El Ministerio de Medio Ambiente Planetario, el de Ciencia Universal y el de Alta Tecnología aunaron esfuerzos y, en un período de tiempo relativamente corto, organizaron un Comité de Sabios y Científicos cuya misión era la de encontrar un nuevo hogar más allá de nuestra galaxia, una nueva residencia para todos nosotros.
Tras décadas de trabajo teórico y práctico, hoy sabemos que el esfuerzo ha sido coronado por el éxito. Nuestros científicos y astrónomos anunciaron hace unos días que, por fin, han encontrado un lugar que, por sus características ambientales, es adecuado para nuestra especie. El Gran Ministro ha aprovechado el Discurso Planetario Anual para anunciar que en breve se procederá a la organización del traslado. No ignora, dijo, que a todos nos llena de tristeza el tener que dejar este planeta que ha sido nuestro hogar durante millones de años pero también es cierto que sería de necios no abandonar el barco cuando éste naufraga. Y, por otra parte, las previsiones de los científicos respecto a nuestra nueva casa no pueden ser más optimistas. Es un pequeño planeta que orbita alrededor de una estrella espectral G-2, con una atmósfera rica en nitrógeno y oxígeno y mucha agua en su corteza. En superficie, las condiciones son tan similares a las nuestras que apenas notaremos la diferencia.
El primer traslado estará dispuesto antes del próximo eclipse. En la nave viajará un grupo de colonos rigurosamente seleccionado por sus aptitudes físicas y mentales y un equipo de técnicos que ayudarán a establecer el primer asentamiento. Ya han elegido el lugar.
Está al pie de un pequeño conjunto montañoso y, en honor a Atap, el Gran Padre de Nuestra Civilización, lo han llamado “La casa de Atap".
O, como se diría en la Lengua Primigenia, Atap-U-erka.

domingo, 16 de enero de 2011

PERJUDICIAL PARA LA SALUD

 
No sé si estareis de acuerdo conmigo pero creo que Bernardo tiene mucha razón. Y, como le dijo el médico al anciano al que había puesto a régimen, quitado el vino, el tabaco y las relaciones sexuales: "No sé si vivírá mucho más pero se le va a hacer de largo..."
(Cum animo iocandi, siempre)


RESIDENCIA DE ANCIANOS

Es fácil adivinar quién está de mañanas. Si el carro de la ropa suena rápido, potente, cotoclón cotoclón, acercándose con el estrépito de un tren de mercancías, es que viene la gordita morena que abre la puerta casi sin llamar y saluda con voz potente.
—¡Buenos días, Bernardo! ¿Ya te has afeitado?
En cambio, si lo que se oye es un suave repiqueteo que se aproxima lentamente, la que llega es la nueva, que es toda discreción, que se asoma con gesto prudente, como si temiera molestar.
—Buenos días, don Bernardo. ¿Qué tal ha dormido hoy?
Dormir bien es muy importante para la salud, me dice siempre que puede, con un hilillo de voz, sobre todo a mi edad, añade.
En el comedor busco a Teodoro, mi compañero de mus, y, si no ha llegado aún, ocupo una mesa vacía y le espero. Enseguida llega la camarera rubia, que suele coincidir en el turno con la gordita morena, y me deja el cubilete con las pastillas. La cápsula azul para el estómago, pastilla blanca para el azúcar. Alguna vez, pensando que nadie me veía, he intentado alcanzar una magdalena de una mesa vecina pero, enseguida, la mano rigurosa de la dietista ha surgido de la nada para golpear la mía y hacerle soltar la presa.
—¡Bernardo! ¡Eso es veneno para usted!
Nadie sabe cómo detesto el dulzor impostor de la sacarina.
Y luego el taller ocupacional. Hay que hacer trabajar a la mente para que conserve su agilidad, nos explica el terapeuta, y luego nos obliga a pintar figuras de escayola o a resolver unos puzles estúpidos o a buscar recortes de periódicos en los que se hable de la maravillosa tercera edad.
—Enrique, hijo, esto es un rollo.
—No diga eso, Bernardo, usted no sabe lo bueno que es para…
—..para mi salud, sí, ya me lo has dicho.
Casi prefiero el gimnasio, no deja de ser un desahogo físico. Me gusta la cinta. Cierro los ojos y me hago a la idea de que corro al aire libre. Una vez subí el ritmo, porque me aburría ir tan despacio, pero a la fisio le faltó tiempo para reñirme.
—¿Qué pretende, Bernardo, que le reviente el corazón?
A la hora del almuerzo toca la pastilla para la tensión y el antiinflamatorio para que no me duelan las articulaciones. Y la verdura cocida y el filete a la plancha. Todo sin sal.
Aprovecho el tiempo de la siesta para leer aunque, a veces, si me pilla cansado, doy una cabezada. La tele no la veo nunca porque a esas horas no hay nada que valga la pena.
En la merienda no hay pastilla, es una suerte. No faltan, eso sí, el maldito descafeinado con sacarina y la tostada insípida. La partida de después suele ser al mus aunque ni a Teodoro ni a mí nos importa jugar a cualquier otra cosa, siempre que encontremos buenos contrincantes. No nos gustan los novatos, es demasiado fácil ganarles. Y, si hace buen tiempo, en vez de jugar a las cartas nos vamos a dar un paseo.
Con la cena llega la pastilla del colesterol, esa grasa tan mala que, según el enfermero, me obstruye las arterias. Y, cómo no, la sopa insustancial y el pescado cocido. Fruta del tiempo en el postre.

A las doce de la noche ya está todo el mundo dormido. A la una, el silencio es tan denso que casi puede tocarse. A partir de esa hora, en cualquier momento puede llegar Borja, el celador de noche. Tiene poco más de veinte años, el pelo de punta y un piercing en la ceja derecha.
—Hoy te has retrasado, hijo…
—Ha sido Eulalia, que no quería dormirse. He tenido que contarle un cuento.
Sin hacer ruido, bajamos por la escalera de incendios hasta el cuarto de máquinas. Borja saca una llave del bolsillo y abre un pequeño armario. Saca dos vasos, la botella de Jack Daniel´s, la caja de pastas y me ofrece un cigarrillo. Nos repantigamos en las sillas de camping.
—Eres un hombre sabio, Borja —le digo mientras exhalo el humo que acaba de pasear por mis pulmones.
—¿Sabio? ¿Yo? Vamos, Bernardo, no jodas.
—Sí, tú, sabio. Porque de todas las personas que hay en esta casa…
Me interrumpo para alcanzar una pasta y darle un buen mordisco.
 —… de todas las personas que hay en esta casa eres el único que ha comprendido que lo realmente perjudicial para la salud…
Hago otra pausa para mojar la pasta con un buche de whisky.
—… lo que resulta verdaderamente fatal para la salud es…
Trago y paladeo el sabor del azúcar y del roble, el picorcillo del alcohol.
—… es estar vivo.

INSTRUCCIONES DE USO


De vez en cuando no puedo evitar que se me reactive el virus C que adquirí allá a los quince años, y entonces, como a otros les salen herpes, a mí me sale un cortazarismo.



INSTRUCCIONES DE USO

“Tiene usted en sus manos un producto que es el resultado de un complejo proceso en el que se unen la calidad de la materias primas, el exhaustivo control de todos los pasos de la fabricación y el respeto por el medio ambiente. El control de calidad final nos permite garantizar la satisfacción de nuestros clientes.
Antes de disfrutarlo, le aconsejamos que lea cuidadosamente las instrucciones de uso y manejo para evitar daños o problemas de los que no nos podríamos hacer cargo.
Uso y manejo
Para empezar a utilizar nuestro producto sería preferible que estuviera usted sentado, en una postura cómoda, que se relajara y que, a ser posible, dispusiera de una luz focal.
Una vez en esa posición, tome el objeto (que previamente habrá dejado a su alcance) con la mano derecha (si es usted diestro) o con la izquierda (si es zurdo) y apóyelo en la palma de la mano contraria. Esta sencilla maniobra le permitirá calibrar de forma bastante aproximada el peso del objeto y así podrá calcular la fuerza necesaria para levantarlo y/o transportarlo en sucesivas ocasiones.
Con el objeto reposando ya en la palma de su mano, procederá, con la mano contraria, a levantar cuidadosamente la primera hoja. Esta primera hoja, por razones de conservación, es más gruesa y resistente que el resto. Suele estar ilustrada y mostrar breves indicaciones acerca del contenido así como el nombre del autor del mismo. Se denomina “tapa” o también “portada”.
Deje que la portada caiga por su propio peso hacia el lado contrario de la apertura y, a continuación, proceda de la misma forma con las hojas siguientes que serán dos, tres o cuatro dependiendo del fabricante. Estas primeras hojas contienen información adicional acerca del objeto tal como la fecha y lugar de fabricación, empresa responsable y número de registro. Este número es muy importante en el caso de que se quisiera obtener una réplica exacta del contenido, aunque el formato de presentación varíe según el fabricante.
Ya pasadas las primeras hojas, se llega al contenido propiamente dicho. Este es el momento de ponerse las gafas de cerca, si es que las necesita, y proceder a fijar la vista en las palabras que aparecen escritas. Asegúrese de que la luz incida directamente sobre el objeto y de que percibe el contenido con nitidez y sin distorsiones. El último paso consiste en poner su cerebro en modo “lectura comprensiva” y, a partir de ese momento, puede disfrutar plenamente del producto.
Conservación
Tanto si se finaliza el proceso como si se interrumpe por cualquier causa, es aconsejable realizar la “maniobra de conservación óptima”. Ésta consiste en desplazar el peso del objeto a una mano y, con la otra, realizar el movimiento contrario al que se hizo para iniciar. A continuación, se depositará el objeto en un lugar fresco y seco, protegido del polvo y lejos de la luz solar, hasta su nueva utilización.
Precauciones
No olvide que, para una lectura continua y fluida, es necesario pasar la hoja que se ha terminado de leer y continuar en la siguiente.
Nunca deje abandonado el objeto en lugares expuestos a corrientes de aire, vertidos líquidos o cerca del fuego. Nunca lo deje a la intemperie.
NUNCA LO PRESTE
Recuerde que el fabricante no se responsabiliza de los daños ocasionados por mal uso del producto. En caso de surgir algún problema, puede ponerse en contacto con el Servicio Técnico de su provincia.”


EL NIÑO QUE SUSURRABA A LOS CABALLOS




EL NIÑO QUE SUSURRABA A LOS CABALLOS

Me gusta cuando viene el verano y acaba le escuela. No es que la escuela no me guste. Don Ignacio, el maestro, es amigo mío y yo sé que me quiere mucho, pero él tiene que ocuparse de los otros niños así que a mí me deja al final de la clase y me da dibujos para que los pinte o papeles para que recorte estrellas. Yo también le quiero a él porque además de darme dibujos riñe a los que se meten conmigo, que me llaman loco y pasmado, y les castiga a hacer cuentas muy largas y a copiar algo cien veces, pero prefiero el verano porque en verano no tengo que levantarme pronto, no hace frío y puedo jugar todo el tiempo con Yon.

También me gusta cuando viene madre a despertarme y abre la ventana de par en par y entra mucha luz en la habitación. A veces me levanto y padre todavía no se ha ido al campo y está desayunando en la cocina. Cuando llego yo, levanta los ojos y me mira muy serio, no sé si está enfadado conmigo y no me atrevo a acercarme. A veces me siento frente a él y le miro fijamente y entonces le entra como prisa por irse. Coge el hato donde madre le ha puesto el almuerzo y va a la cuna a darle un beso a Marita, que siempre está dormida, y luego me mira a mí pero nunca me besa.

Cuando madre sube a hacer las camas, yo aprovecho y me voy a buscar a Yon. Vive aquí al lado y su casa siempre tiene la puerta abierta, me gusta mucho eso, que no haya que esperar a que abran. Yo entro y Yon siempre se alegra al verme, mueve la cabeza muy contento y me toca el pelo. “Qué bien que has venido”.

Entonces nos vamos a dar un paseo, por el camino del cementerio o por la loma de las bodegas, o bajamos hacia el río, que a Yon le gusta mucho. Levanta la cabeza y respira muy hondo, como si quisiera acabar con todo el aire. “¿Has notado lo bien que huele aquí?” Algunas veces nos hemos tumbado a la sombra de los árboles y hemos estado mucho rato, sin hacer nada, solo mirando los pedazos de cielo entre las hojas o respirando los olores del río. Otras jugamos a escondernos. “Vamos, ve hacia la presa y busca un escondrijo, yo iré a ver si te encuentro”. Y yo busco un hueco entre los arbustos o me agacho detrás del muro de la fábrica de la luz pero Yon siempre me encuentra. “Ve tú ahora”. Y Yon se va corriendo y le pierdo enseguida de vista pero cuando me pongo a buscarlo no tardo nada en verlo porque él es más grande que yo. Y a veces miramos bichos o flores. Me gustan los caracoles y las lagartijas y a Yon le encantan unas plantas que tienen unas flores azules muy bonitas. “¿Nunca las has probado? Están muy buenas”.

Otra cosa que nos gusta mucho es ir al mirador cuando empieza a anochecer. Allí el pueblo se acaba y se ve hasta muy lejos y nos quedamos mirando las bandadas de pájaros negros que revolotean sobre nosotros como si se hubieran vuelto locos o el horizonte hasta que el sol se va del todo y se hace de noche. “Es hora de descansar, ¿te das cuenta? El sol nos lo dice”.

Y entonces volvemos a casa sin entretenernos, sin pararnos a ver las luciérnagas ni el reflejo de la luna en el agua del lavadero, porque yo no quiero que madre se vuelva a enfadar como aquel día que, después de ver el sol marcharse, el cielo se llenó de estrellas y Yon y yo nos tumbamos en el suelo y empezamos a ponerles nombre y se nos hizo muy tarde y madre estaba a la puerta de casa mirando a un lado y a otro y cuando nos vio a lo lejos vino corriendo y cayó de rodillas delante de mí, llorando, y yo quería decirle que no llorara, que no pasaba nada, que nunca pasaba nada cuando estaba con Yon porque él cuida de mí, pero no sabía cómo hacerlo porque ella no dejaba de llorar. Y cuando entramos en casa ya estaba padre allí, callado y muy serio, y pensé que iba a reñirme pero en vez de reñirme me miró fijamente y oí que madre decía:

—No sé si este hijo está loco pero entre ese caballo y él me van a volver loca a mí…