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sábado, 6 de diciembre de 2014

OKUPA

De nuevo los amigos de "Seamos breves" ayudándome a sacudirme la pereza. Esta vez lo he dejado en doscientas palabras.




Imagen tomada de www.4pets-stor.co.uk





EL REY DE LA CASA

No me di cuenta a tiempo y ahora es demasiado tarde. Ya no puedo decirle que se vaya, ya no puedo sacarle de mi vida. Nunca volveré a ser lo que era: una persona independiente, feliz en su soledad elegida, que vivía tranquila sin necesitar de nada ni de nadie. Se acabó entrar y salir a cualquier hora, se acabó viajar sin más preocupaciones que llegar a tiempo al aeropuerto. Se acabó tumbarme en el sofá en la postura que me diera la gana, se acabó dormir hasta las tantas.
Cometí el error de dejarle entrar y ahora no quiere irse.
Se lo dije bien claro la primera noche: “Es solo hoy, mañana tendrás que buscarte la vida”. Pero no debí de explicarme bien o él tenía muy claro que quería quedarse. Un okupa que se ha convertido en el rey de la casa.

Fue un error permitirlo pero ya es tarde. Ahora ya no puedo vivir sin él, no puedo resistirme a sus ojos color canela, a sus caricias, a su alegría cuando llego a casa, a su seguirme a todas partes, a su forma de pedirme esas barritas que nos regala el veterinario y que le gustan tanto.

sábado, 29 de noviembre de 2014

LOS PREMIOS

Hoy vengo a hablar de mi libro. No suelo hacerlo pero es que hoy tengo motivo: me han dado un premio. Es un premio sencillo, doméstico, de andar por casa, nada que salga en los periódicos ni en los programas culturales de radio o de televisión ni dispare las ventas ni me haga rica y famosa. No. Pero me ha hecho ilusión, mucha ilusión porque, sobre todo, significa que alguien ha creído en mí y en lo que escribo y eso, aunque casi quede entre los amigos, anima mucho y sube la autoestima y ayuda a seguir escribiendo.

Dejo aquí constancia de mi agradecimiento a quienes lo han hecho posible y... un capítulo, por si alguien se anima y quiere leer más.


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DON´T CARRY THE WORLD UPON YOUR                            SHOULDERS
(El doctor Bradley)

Son más de las siete de la tarde y, por fin, después de casi doce horas, he podido derrumbarme en el sofá y poner las piernas sobre la mesa. Estoy literalmente agotado, me duele todo el cuerpo, y el cerebro, como si estuviera esperando este momento para ponerse en off, se me ha vaciado de repente. Tanto que tengo la impresión de que a duras penas consigue mantener mis funciones vitales.
Detrás de mí ha entrado Perkins, el nuevo residente, y ha hecho exactamente lo mismo: dejarse caer en un sillón como un fardo de algodón prensado. Pero a él aún le queda algo de energía en la reserva porque, cinco segundos después, el tiempo que ha tardado en estirarse y respirar profundamente, se ha incorporado en el asiento y me ha preguntado:
—¿Quiere un café, doctor Bradley?
He dicho que sí con la cabeza, he hecho un gesto de agradecimiento y he cerrado los ojos. Cuando los he abierto, Perkins me estaba dando golpecitos en el hombro y me he dado cuenta de que me había quedado dormido.
—Un mal día, ¿verdad? —dice. Y me pone la taza de café en la mano—¿Son todos así?
Calculo que Brian ha hecho el café nada más llegar, a las ocho de la mañana. En ese aspecto Brian y yo somos muy parecidos: no podemos ponernos en marcha si antes no les hemos dado a nuestras neuronas una dosis de su droga favorita, cafeína, administrada en cantidad suficiente para que empiecen a coordinar nuestros movimientos y activen las áreas cerebrales que rigen la comprensión verbal. Sin dos tazas de café, tanto ella como yo no somos sino dos bultos de carne vestidos de verde, con un fonendo colgado al cuello, incapaces de pronunciar una palabra y, menos aún, de entender cualquier cosa que se nos diga.
Doy un sorbo y compruebo que, después de doce horas de recalentamiento, el café se ha convertido en un bebedizo repugnante. Ah, Brian, la enfermera Brian... qué buena está y qué poco caso me hace.
—No todos —le contesto a Perkins. Pero antes de que se haga ilusiones añado: —los hay peores. No lo digo por animar.
La cuestión es que cuando llegué al hospital la jornada se prometía tranquila. Había nueve boxes libres y los ocho ocupados estaban bajo control: una apendicitis a punto de pasar a Cirugía, un cólico nefrítico, una fibrilación auricular... cosas sencillas. Pero las jornadas que se prometen tranquilas son muy traicioneras. De hecho, a veces cruzamos apuestas sobre la hora a la que las cosas empezarán a complicarse. Hoy ha sido antes de lo habitual, a las nueve y media. Accidente en el puente de Charleston, dos coches y una furgoneta: un muerto, cinco heridos graves, dos heridos leves... más las urgencias habituales... más el señor Brown...
Brian abre la puerta, asoma discretamente la cabeza y me busca con la mirada.
—Bradley  —empieza a decir—…, la señora Ferguson —Pero se detiene al ver mi cara de desconcierto: no me acuerdo de quién es la señora Ferguson—... la paciente de la reacción alérgica —Ah, sí, ya sé quién es—... dice que tenemos que darle algo más fuerte, que mañana tiene una subasta benéfica, que no puede faltar porque va a estar el Senador O´Malley y que ella, desde luego —Ahora Brian imita el acento del Oeste y la voz aguda de la señora Ferguson—, no puede ir a la subasta con la cara llena de manchas.
Reacción a la amoxicilina. La cara hinchada y enrojecida, habones y picores por todo el cuerpo. La señora Ferguson notó un poco de irritación en la garganta por la mañana y empezó a tomar amoxicilina sin consultar con nadie. La ha tomado toda la vida, claro, es lo que le receta su médico cuando tiene faringitis. Mala suerte.
—El Senador O´Malley —musita Perkins sin disimular un cierto asombro—... ¿Qué hace en un hospital público una señora que se trata con el Senador O´Malley?
Brian despliega su mejor sonrisa para el residente.
—Su médico está de vacaciones y nosotros le quedamos muy cerca —explica con su voz más dulce, sin que apenas se le note la ironía.
Si no fuera porque no tengo fuerzas para moverme me levantaría y la besaría. A veces esta enfermera descarada de ojos de gato y energía inagotable es lo único que me ayuda a soportar esta locura. A veces pienso que, si no fuera por ella, me habría rendido hace tiempo.
—Ahora voy —le digo—, déjame terminar el café.
 —Después de tantas horas debe de estar asqueroso —dice con seria convicción. Y vuelve a sonreír.
Esa sonrisa es solo para mí, lo sé. No sabe cuánto se la agradezco y cómo deseo, en el fondo de mi alma, que no sea solo el caritativo consuelo para el compañero fatigado. A pesar de los años que llevamos trabajando juntos, sigo sin saber de dónde saca humor para sonreír después de un día como el que hemos tenido. Debe de ser por eso que la adoro. Debe de ser por eso que, ahora que se ha divorciado, me permito reconocer lo que siento por ella y tener alguna esperanza.
—Lo está —sonrío yo también.
Doy otro sorbo y cierro los ojos de nuevo. Sólo un minuto, no más, no quiero quedarme dormido otra vez. Para evitarlo hago un repaso mental de la sala que, a pesar de todo, ha quedado despejada: cuatro de los heridos graves del puente están en la UVI, el quinto aún no ha salido del quirófano, los otros dos han ingresado en Traumatología; la mayor parte de las urgencias se han resuelto en menos de tres horas —incluido el señor Brown— de acuerdo con los objetivos del hospital. Pobre señor Brown. No pasará mucho tiempo sin que necesite oxígeno permanente. De pronto, me imagino a la señora Ferguson acudiendo a la subasta benéfica y saludando al Senador O´Malley arrastrando el carrito de su botella de oxígeno portátil, con la cánula insertada en las fosas nasales, asegurada detrás de las orejas y ajustada bajo la barbilla como una corbata. Realmente, no sabe la suerte que tiene por padecer solo una reacción alérgica. Supongo que el señor Brown cambiaría gustosamente su EPOC por el exantema de la señora Ferguson.
Es en días como hoy cuando me pregunto si no cometí un error al dedicarme a esto, con lo cómodo que es trabajar en una oficina bancaria o en un despacho de abogados. De lunes a viernes, de nueve a cinco, y todo el fin de semana libre para disfrutar un poco de la vida: dormir hasta las tantas, ir al cine con los hijos, jugar al golf... Tal vez hacer una excursión o un pequeño viaje. Nada de trabajar en domingo, ni de noche, ni en Navidad ni en el Día de Acción de Gracias. Y, sobre todo, nada de llevarse a casa el trabajo metido en la cabeza. Porque no es lo mismo un de cheque sin fondos o una demanda por acoso psicológico que una muchacha de quince años en muerte cerebral por sobredosis. No es lo mismo. En días como hoy, en los que no vemos más que dolor, desesperación y vidas rotas, me pregunto cuánto tiempo más podré resistir con tanto peso a mis espaldas. Porque, si bien es cierto que con el tiempo aprendes a mantener la cabeza fría, a no hacer tuyo todo el sufrimiento que ves, también lo es que todo eso acaba haciendo mella, como la lenta gota que, al cabo de los años, consigue formar una estalactita, y de pronto, un día, ante el cadáver de un niño atropellado o el de un joven muerto en una pelea callejera, te parece que llevas toda la vida soportando tú solo todo el dolor del mundo. Y es demasiado peso.
Miro al joven Perkins que casi ha terminado su café y, asombrosamente, no presenta síntomas de perforación gástrica. Noto que me estoy haciendo viejo porque cada día me sorprende más la resistencia de la gente joven.
—¿Por qué ha escogido esta profesión, Perkins? —pregunto a bocajarro.
El residente me mira y medita unos segundos. Me parece bien, pensar antes de hablar es una actitud prudente. Siempre hay que sopesar la respuesta que se le da al Jefe de la Guardia.
—Bueno, doctor Bradley —empieza cautamente, como si nunca hubiera pensado en ello y estuviera improvisando—... supongo que decidí ser médico porque al final... al final —Parecería que no sabe qué contestar pero yo sé que lo hará—… al final siempre compensa.
Premio para el muchacho. Llegará lejos. Ha dicho justo lo que yo quería oír. Ha dicho precisamente lo que contesta a mi pregunta. No a la pregunta que le acabo de hacer a él sino a la que me hago a mí mismo en días como hoy: que al final siempre compensa. Al final siempre hay un señor Brown y una señora Brown que te miran agradecidos porque has aliviado su dolor o su preocupación. Al final, a veces, has conseguido solucionar, curar, consolar, sanar. Al final puedes irte a la cama, sea cual sea la hora a la que lo hagas, pensando que has ayudado un poco a alguien; que, a pesar de que eres un miserable peón en este juego miserable, has podido hacer algo por mejorar el mundo.
Y, con un poco de suerte, al final... hasta logras que la enfermera Brian pierda la cabeza y te bese a escondidas en el cuarto de la medicación.

jueves, 27 de noviembre de 2014

PÁJARO EN MANO

Lo he encontrado en el tercer cajón del armario.





Imagen tomada de 4librosyuncafé.blogspot.com



SUEÑOS VOLANDO


Carmina dormía profundamente, tendida de lado, de espaldas a la puerta. Las cobijas apenas la cubrían hasta la cintura y, en la penumbra del cuarto, distinguió el brillo del tirante del camisón, el contorno de su espalda marcado por un leve reflejo de luz.

Respiraba tranquila, sin mover apenas los hombros, relajada, abandonada a un sueño que Lucas imaginó lleno de imágenes placenteras, sosegadas, las únicas que pueden corresponder a una vida diurna que podría calificarse, con poco margen de error, de feliz.

Así era ella, reposada y dulce, serena hasta rozar el límite de la frialdad; así era su convivencia, plácida y sin sobresaltos, como un río que se deslizara, calmo y sin prisas, hacia la culminación de su curso.

Cogió las gafas, que esperaban sobre la mesilla la lectura nocturna, y salió sin hacer ruido. Después de la cena, Lucas había iniciado unas caricias que ella no había dejado prosperar. “Hoy no, cariño, me duele un poco la cabeza y me quiero acostar pronto”, había dicho con una sonrisa, “pero mañana…” Nadie como ella para conseguir que una negativa tuviera la apariencia de una promesa, para envolver las asperezas en papel de regalo. 

Fue a la cocina, se sirvió un vaso de zumo y volvió al salón. Desde la comodidad del sofá paseó la mirada por la librería y supo (quizás ya lo sabía desde antes, desde que había abierto la puerta del frigorífico) que iba a caer en la tentación.

El álbum de pastas verdes descansaba en el último estante, disimulado entre los tomos oscuros de una enciclopedia temática. Lo cogió con aire furtivo, como si estuviera sustrayendo un valioso ejemplar de una biblioteca pública, y lo abrió despacio, con la cautela con que habría abierto una maleta sospechosa de contener explosivos.

El álbum de Cecilia. Cecilia riéndose, la cabeza ligeramente echada hacia atrás para dejar al descubierto un cuello largo y tenso que desembocaba en el desfiladero de su escote; Cecilia sentada en las escaleras de una catedral con una irreverente minifalda, las largas piernas cruzadas con descaro y una camiseta ceñida que no hacía sino hacer patente lo que pretendía ocultar; Cecilia tumbada sobre la toalla en alguna playa escondida, de lado, como Carmina en el dormitorio, el breve biquini blanco destacando su piel dorada, la montaña rusa de sus curvas recortándose sobre fondo azul.

Con Cecilia nada era como había sido hasta entonces. Los días amanecían con el interrogante de lo impredecible; las noches llegaban con la expectación de ver cómo todos sus sueños, uno a uno, se veían realizados en una espiral creciente que nunca hubiera podido siquiera imaginar; las semanas y los meses transcurrían con la velocidad agotadora de una felicidad inquietante.
Fueron dos años de locura, de desazón, de desconcierto, de angustia por no saber en qué iba a terminar todo aquello o, quizá, de angustia por saber, por tener la certeza, de que todo aquello que le tenía loco y exaltado y desnortado y feliz hasta el agotamiento, terminaría irremediablemente, más pronto o más tarde pero terminaría, porque en este mundo ningún paraíso es eterno. 

Cecilia era el sueño de los sueños, demasiado perfecta para ser real, demasiado completa para permanecer, para quedarse. Los sueños son etéreos y nadie puede impedir que salgan volando, que nos dejen en el suelo con el deseo y la ilusión hechos pedazos a nuestros pies.


Cerró al álbum y los ojos al mismo tiempo y la imagen de Carmina dormida llenó la pantalla en negro de su cerebro. Fue al dormitorio y, sin hacer ruido, se acercó a la cama, se inclinó y, con una mezcla de tristeza y alivio, besó el hombro de aquel pájaro dormido, sensato y sereno, que nunca volaría de su mano.



lunes, 24 de noviembre de 2014

LENTAMENTE

Otra vez los amigos de "Seamos breves" son los culpables. Les doy las gracias por sacarme de mi estado de vagancia absoluta.



Foto tomada de objetivovalladolid.elnortedecastilla.es


SALVAMENTO

Se detuvo en la mitad del puente y miró hacia el río. Allá abajo, el agua verdosa discurría lentamente, salpicada por las manchas amarillentas de las hojas caídas. Pensó que no era mala idea dejarse caer sobre la barandilla. Bastarían un pequeño impulso con las puntas de los pies y un par de segundos para aterrizar en aquel falso prado vestido de otoño. La angustia apenas duraría unos segundos y luego vendría el fin, la calma total, el dejarse llevar por la corriente perezosa hasta que su cuerpo quedara enganchado en alguna rama caída junto a la orilla. Nadie lo echaría en falta, nadie se alarmaría por su ausencia, nadie preguntaría por él.
—¿Se encuentra bien, amigo?
La pregunta iba acompañada de la leve presión de una mano sobre su hombro. Volvió la cara y encontró un rostro amable, una mirada limpia.
—Está bonito el río en esta época del año, ¿verdad?
No dijo nada pero dejó de notar el peso en el estómago, la rigidez de las piernas.
—Vamos, le invito a un café.

La voz era agradable y sonó convincente. Tal vez un café no era mala idea. Lentamente, se dejó conducir hacia la cafetería de la esquina.

domingo, 16 de noviembre de 2014

EL ENEMIGO EN CASA

Show must go on y eso.




Imagen tomada de pinterest.com


FUNCIÓN DE NOCHE


Lilian Duval se miró al espejo una vez más para comprobar cómo su cutis resplandecía terso bajo las luces, sin una imperfección, sin una arruga; cómo sus ojos, agrandados por las sombras, el eye liner y el rímel, brillaban con chispas verdes de felicidad y de triunfo.
—¡Señorita Lilian, dos minutos! —dijo Felipe, el ayudante de escena, al otro lado de la puerta.
Las ondas caoba de su pelo cubrían apenas sus hombros, la diadema, que servía de soporte al espectacular tocado de plumas y pedrería, las apartaba de su rostro y las empujaba a caer por la espalda en roja cascada.
Sonrió satisfecha. Dos semanas antes, ella seguía siendo la mejor voz del coro, la bailarina más ágil y el rostro más perfecto, pero continuaba relegada a un vergonzoso segundo puesto detrás de Mary de Lys, la primera vedette, la estrella, la feúcha que tenía menos voz que ella, que bailaba bastante peor y que se movía en el escenario con la torpeza de un oso borracho, pero que contaba con una gracia y con una chispa que levantaba a los espectadores de sus asientos, que conseguía que aplaudieran entusiasmados al final de cada número aunque hubiera fallado una nota, aunque hubiera olvidado unos pasos de la coreografía.
—Cómo te comprendo, Lilian —había dicho Penélope de Utrera, la corista desparpajada a la que un día, reventando de impotencia, había confiado sus sentimientos—, realmente es injusto.
Era difícil saber en qué momento exacto tuvieron la idea, qué día concreto empezaron a urdir el plan, pero, después de varias semanas de no tener otro tema de conversación, lo lógico era que llegaran a ese punto en que se impone tomar una decisión.
—Cuenta conmigo —dijo Penélope, con las pupilas dilatadas por la excitación—, para lo que sea…
No hubo problema. El ansiolítico, que Lilian tomaba todas las noches para conseguir alejar de su mente la imagen de Mary de Lys triunfando una vez más, fue su herramienta; Penélope, la encargada de sacar a la vedette del camerino con la excusa de una prueba de vestuario y la propia Lilian la que dejó caer tres comprimidos, previamente reducidos a polvo, en el café bien cargado que Mary se tomaba antes de cada función.
Al día siguiente, todos los periódicos hablaban de la aparatosa caída de la vedette, cuando descendía por la escalera, al final del número que cerraba es espectáculo. La consecuencia fue una fractura de tibia y peroné que la tendría apartada del escenario varias semanas.
—¡Señorita Lilian, un minuto!
Había llegado su hora, el momento por el que había luchado toda su vida. El teatro estaba semivacío, muchas localidades habían sido devueltas por la ausencia de la Mary de Lys, pero ella estaba dispuesta a demostrarles a todos lo equivocados que estaban. Ella, Lilian, iba a cantar hasta que temblaran los palcos; ella, Lilian, iba a bailar con tanto arte que los espectadores iban a llorar de emoción; ella, Lilian, le iba a demostrar al mundo, aquella misma noche, quién era realmente la primera vedette.

El sueño duró lo mismo que la función porque, exactamente en el último número, cuando se disponía a descender majestuosa por la escalinata en la apoteosis final, algo le trabó el tobillo e impidió que su pie alcanzara el primer peldaño. En una de las volteretas de la caída, antes de notar el crujido de su cadera, llegó a ver la sonrisa triunfal de Penélope en lo alto de la escalera, su mano empuñando el bastón de majorette.


lunes, 10 de noviembre de 2014

CONSULTORIO FILOSÓFICOGRAMATICAL

Algunos ya conocen a mi amiga MariFé de Alejandría. A los que no la conocen les diré que es filósofo y amante de la Lengua Española. Hace unos años, se decidió a abrir un gabinete ofreciendo sus servicios en estas materias. Hace mucho que no hablo con ella así que no sé qué tal le ha ido.






© forges


CONSULTORIO FILOSÓFICOGRAMATICAL

¿Le inquieta la posibilidad de que la tríada tesis/ antítesis/ síntesis no lleve implícita en su esencia la necesidad de su cumplimiento en el devenir histórico?
¿Duda entre usar el pluscumperfecto de subjuntivo o el potencial compuesto (como quiera que se llame ahora) en una oración condicional en pasado?
¿No tiene claro el concepto de "imperativo categórico"?
¿Es usted laísta/leísta/loísta y quiere poner remedio a su situación?
¿Quiere aprender a formular un silogismo en modo tollendo tollens?
¿Necesita saber si el verbo "estancar" admite el uso transitivo?
¿Oye usted voces?

¡No se preocupe! Estamos aquí para ayudarle a superar el escollo de esos interrogantes y de cualesquiera otros que la vida pueda depararle.
Estamos a su servicio, de lunes a viernes, de 4 a 8 de la tarde.
(Sábados, domingos y festivos consulte disponibilidad)

Admitimos tarjetas de crédito y gestionamos financiación aplazada en caso de tratamientos de larga duración.
Puede ponerse en contacto con nosotros llamando al teléfono 696 969 696 o escribiendo a MariFédA@gmail.com

¡No dude en consultarnos!


jueves, 6 de noviembre de 2014

ESPERANDO A LAS PUERTAS DEL CIELO


Un divertimento en una tarde de casi invierno.



Imagen tomada de noticiasnelinea.com


GRAVE PROBLEMA POST MORTEM


Aquí estoy, haciendo cola, esperando que llegue mi turno para hablar con San Pedro y tratando de digerir una mala noticia: alguien ha dicho por ahí que en el cielo la temperatura nunca sube de quince grados. Maldita sea. A esa temperatura me quedaré tiesa de frío en cuanto deje de moverme. Pero tampoco soporto el calor, me deja sin energías. Y como han cerrado el Purgatorio y no puedo volver al Limbo de los justos… No sé qué hacer.
¿Quedará alguna plaza libre de ángel de la guarda o de fantasma de castillo o de escolta de la Santa Compaña?

O de cara de Bélmez, cualquier cosa antes que pasarme la eternidad echando de menos una bata de boatiné.


lunes, 3 de noviembre de 2014

ELECTRODOMÉSTICOS


O de cómo no les sacamos todo el partido posible a ciertas piezas de la casa.



Foto tomada de www.arqhys.com


FANTASÍA

Es sencillo de imaginar. Basta apoyar la espalda en el frío borde de la encimera y cerrar los ojos y, a partir de ese momento, todo sucede, como en una antigua película vista cien veces. El ruido de las llaves en la puerta y, a los pocos segundos, unos pasos que se acercan; o tal vez no, tal vez no llegue en ese momento, tal vez ya estaba en casa y lo único que hace es levantarse del sillón donde hojeaba el periódico y venir hasta la cocina. Llega y me ve, me descubre apoyada en la encimera, se da cuenta de que le espero hace mucho tiempo y entonces sonríe apenas y me mira, se queda mirándome de esa forma que me desarma y me deja indefensa ante él, porque no tengo nada que oponerle, nada con lo que hacer frente a esos ojos que ya han empezado a desnudarme.  Y se acerca lentamente y con cada uno de sus pasos mi piel anticipa lo que vendrá después, inmediatamente, en cuanto llegue a mí y me pase los brazos alrededor de la cintura. En ese instante, el mundo se fundirá en negro, dejará de existir, y solo quedará el escalofrío que baja por la espalda, la creciente marea del deseo en las venas. Y cuando, al cabo de tres eternos segundos, por fin me bese, por fin me apriete contra él; cuando su mano encendida dibuje un camino de fuego hasta el rincón más escondido, entonces, cuando su mano me alcance y su boca me robe el aire y mi cuerpo se funda en su calor, entonces se acabará el tiempo, se disolverá el espacio y solo quedará la burbuja de energía que nos contiene y nos protege y, dentro de ella, nosotros, amándonos.


Voy a poner la lavadora.


miércoles, 29 de octubre de 2014

TALLER DE REPARACIÓN

Hay que poner el vehículo a punto antes de salir de viaje. Ciento veinte palabras.



Imagen tomada de moddb.com



AVERÍA  

—Y, al final, ¿qué es lo que tiene? —preguntó la dama de largo abrigo entallado y sombrero picudo.
—Pues el compañero lleva toda la mañana con ella y parece ser que se le ha escoriolado el manillón del aceleramiento —contestó el mecánico rascándose el cabello hirsuto y ralo por debajo de la gorra.
—¿Y tardarán mucho en repararla?
Parecía impaciente. El mecánico entornó los ojos y miró a la mujer con el gesto resignado de quien soporta el mismo contratiempo todos los días.
—No sabría decirle… dos días, tres… Todo depende del estado de la pieza.
La escoba descansaba sobre el banco, rodeada de herramientas.

—¿La podrían tener lista el viernes, que tengo Aquelarre en los bosques del Norte?


lunes, 27 de octubre de 2014

AMIGOS

Otro mueble de Manseon.



Foto tomada de entrebarrancos.blogspot.com


LA CENA


—¿Qué hace, señorita Robles?
Marion, el ama de llaves, me dedica una mirada de ligero reproche cuando se asoma al comedor y me ve  aplicada a la tarea de poner los cubiertos en la mesa.
—¿Carne o pescado? —pregunto como si no la hubiera oído. Pero le sonrío y ella comprende.
—Carne, querida—me contesta en tono profesional. Y sonríe también mientras se acerca a mí—, el famoso roast-beef de Arthur, con varias salsas de mostaza y verduras asadas en pudding de Yorkshire.
—Eso suena delicioso, Marion —digo mientras le paso la bandeja con los cubiertos—. Disculpe la intromisión pero me hacía ilusión preparar una mesa para tanta gente.
Me mira confundida.
—¿Ilusión?
—Sí. ¿Le extraña? —Marion asiente y entonces le explico—. Mi padre murió cuando mi hermano y yo éramos pequeños, nuestros parientes vivían lejos y en mi casa solo recuerdo mesas con tres servicios. Me habría gustado tener más hermanos, tíos o primos que nos visitaran, amigos de los que vienen a verte y se quedan a dormir. Me habría gustado ver la mesa del comedor de mi casa extendida, cubierta con un bonito mantel de hilo blanco y dispuesta con la vajilla de mi madre, con las copas de cristal tallado de mi abuela, con los cubiertos de plata, esperando a que llegaran amigos o parientes y la casa se llenara de risas y olor a asado.
—Ya comprendo.
—Por eso me gusta esta casa, Marion, es lo más parecido que he encontrado a ese deseo que nunca se cumplió.
—Le confesaré una cosa: a mí también me gusta verles a todos ustedes alrededor de la mesa. De alguna manera, somos como una gran familia, ¿no cree?
Lo creo, sí. Una familia, con todo lo que eso implica.
—¿Sabe si Héctor está en el salón? Me apetece un martini y él los prepara como nadie.
—No sabría decirle, miss Robles, vi al señor Latorre a la hora del desayuno, dijo algo sobre un paquete que tenía que enviar así que es probable que haya ido al pueblo, a la oficina de correos. Quien sí está en el salón es el señor Cooper.
—Gracias, Marion.
Encuentro a Benjamin sentado frente al ventanal que da al jardín, mira a lo lejos, hacia el invernadero,  y acaricia a Kant que ronronea en su regazo. Sigo su mirada y descubro a Louise en el exterior, inclinada sobre un macizo de hortensias. Cambio de opinión y, en lugar de acercarme a Benjamin, doy la vuelta, cruzo el salón y salgo al tibio sol de la tarde. Louise me ve llegar pero se mantiene en silencio, ni siquiera hace un intento de sonreír, pero sé que se alegra de verme, que espera mi mano en su hombro y el beso con el que la saludo. No decimos nada. Desde los tiempos de Londres hay entre nosotras una complicidad, una especie de empatía que, en muchas ocasiones, hace innecesarias las palabras. Le aparto el pelo de la cara y le acaricio ligeramente la mejilla. Entonces le brota un brillo casi alegre en los ojos.
—Algún día tendrás que explicarme cómo consigues ese maravilloso color azul, Louise —le digo, admirando las hortensias, y regreso a la casa.
Benjamin nos ha visto desde su puesto de vigilancia y, cuando vuelvo a entrar en el salón, me señala el sillón que está a su derecha y me invita a sentarme.
—Algún día conseguiremos que sonría, Vic —dice mirando hacia Louise.
—Estoy segura de ello, Ben.
En ese momento llega Akane. Ha debido de entrar por la puerta de atrás porque no me he cruzado con ella. Lleva una cesta llena de flores y hojas verdes. Nos saluda con gesto alegre y anuncia:
—Voy a preparar unos bouquets para la mesa.
Y sale en dirección al comedor. Benjamin me mira.
—Akane ya empieza a hacerlo —dice, y yo caigo en la cuenta de que se refiere a la sonrisa que nos ha dedicado nuestra amiga japonesa.
—Le sentó muy bien la fiesta de su cumpleaños. Qué bonita estaba con aquel vestido de color perla…
—Respecto a esa fiesta hay una cosa que me tiene muy intrigado, querida.
—¿Qué cosa es?
Benjamin me mira a los ojos y luego rodea mi rostro con la mirada.
—Me pregunto cómo conseguiste reducir esa maraña de pelo a la disciplina de un moño estirado.
Mi carcajada es explosiva, incontenible.
—Trucos de mujer —le digo cuando consigo dejar de reír.
Kant despierta en ese momento, se despereza y salta al suelo sin fijarse en mí. Le llamo pero no me hace caso, no sé si no me oye o si ha decidido ignorarme porque va derecho hacia la cocina. Tal vez va a suplicarle a Marion una pequeña porción de roast-beef, tal vez va en busca de Schrödinger, su alma gemela.
—¿Dónde has dejado tus cuadernos? —pregunta de pronto Benjamin.
—En la biblioteca, estuve leyendo y escribiendo un rato antes de…
—¿Sobre qué escribías? —me interrumpe.
—Estaba escribiendo un relato sobre… —empiezo a decir.
Pero me detengo. No sé cómo explicarle a Ben que anoche, mientras daba vueltas en la cama buscando un sueño que se resistía a llegar, recordé la fiesta de Akane, cuando pasamos al salón después de cenar y, entre murmullo de voces y crujidos de seda,  comenzamos a situarnos, a escenificar una lenta coreografía  que poco a poco, al ritmo de “As time goes by”,  fue distribuyendo personas y ubicaciones —bailando en el centro de la habitación, saboreando una copa junto al fuego, charlando en voz baja— hasta componer un cuadro que parecía la mise en scène de un exquisito escenógrafo. El aire del salón se posaba liviano sobre las figuras que se movían lentamente o se detenían junto al sofá o la chimenea, la luz envolvía algunos cuerpos y parecía aislarlos del resto mientras a otros los esquivaba como si quisiera ocultarlos y la música llenaba el espacio de notas evocadoras. Y entonces pensé, una vez más,  como tantas otras veces he pensado, que quizás la vida de todos y cada uno de nosotros, todas las circunstancias que nos habían conducido hasta allí y todo lo que había ocurrido y podía ocurrir en el futuro, podría no ser otra cosa que el sueño de una mente lejana; que nuestra realidad, tan real a nuestros ojos, podría no ser más que un mundo que alguien imagina y en el que nos movemos a su antojo, como los personajes de las novelas que llenan los anaqueles de la biblioteca, y no hay nada que garantice que nuestra existencia sea más cierta o consistente que la suya.
En cualquier caso, seamos reales o irreales, estemos hechos de carne y hueso o del material con el que se fabrican los sueños, lo cierto es que cada día que pasa estamos más cerca unos de otros, cada día añade una gota de aproximación, de comprensión, de afecto, como si alguien se hubiera empeñado en convertir a un grupo de perfectos desconocidos en una pandilla de viejos amigos.

Oímos la voz de Liam que se acerca por el pasillo explicándole a Arthur las maravillas de su nuevo auto y, a través del ventanal, vemos a Héctor que camina hacia la casa.

—¡Mira, es Héctor! —exclamo. Me alegra la llegada de nuestro amigo porque me permite cambiar de conversación —Voy a pedirle que me prepare un martini.

domingo, 26 de octubre de 2014

FANTASÍA

Este es uno de los fragmentos con los que contribuí a amueblar Manseon, una preciosa casa de la campiña inglesa.






Imagen tomada de avernolandia. wordpress.com




EL DESVÁN

La casa de mis padres no tenía buhardilla, tenía desván. Al menos así llamábamos mi hermano y yo a aquel espacio inmenso lleno de sombras al que se accedía desde una estrecha escalera que arrancaba del primer piso y al que nos escapábamos a jugar en cuanto teníamos ocasión. Había baúles con ropajes antiguos, un montón de trastos viejos, estanterías con libros enmohecidos por la humedad, muebles desvencijados y un enorme armario de sacristía en el que colgaban varias casullas. Nuestros favoritos eran, sin duda, los baúles, en los que encontrábamos ropas suficientes para disfrazarnos casi de cualquier cosa. El preferido de Jorge era un sombrero de ala ancha con el que se convertía, ayudado por su espada de madera, en un mosquetero dispuesto a rescatar a la princesa del barco donde los piratas la mantenían prisionera. Cuando le ganaba aquel afán aventurero, que era casi siempre, me obligaba a ponerme un viejo vestido de aya, me escondía en un rincón, detrás de un antiguo espejo de pie, y me ordenaba permanecer quieta y en silencio hasta que él, después de recorrer el desván varias veces, de acá para allá, blandiendo su espada contra fieros piratas imaginarios, esquivando ataques y votando a bríos constantemente, llegaba a salvarme.

Yo protestaba porque aquel papel pasivo me aburría sobremanera. Yo quería ponerme un sombrero, ceñirme una espada y pelear contra los piratas, pero Jorge no transigía.

—Si tú también eres mosquetero, entonces… ¿a quién rescatamos?

Entonces le propuse invertir los papeles: él se quedaría detrás del espejo, esperándome, mientras yo me deshacía de mis adversarios.

—Eso no puede ser —dijo con absoluta convicción.

—¿Por qué?

—Porque tú eres chica y yo soy chico.

Aquel argumento no me convenció, no llegaba a ver la relación entre mi condición de chica y la posibilidad de disfrazarme de lo que me viniera en gana. ¿Si yo quería ser mosquetero por qué no podía serlo? Pero desistí de plantearle a Jorge semejante discusión. Algo me decía que mi hermano no iba a aceptar mis razones. Pero no me di por vencida.

—Podríamos esconder a Nora detrás del espejo y rescatarla los dos.

—¿A Nora? Pero si es una muñeca…

—¿Y eso qué más da? Nos imaginamos que es la princesa, lo mismo que te imaginas tú que la princesa soy yo.

Y la misma fantasía que convirtió a  Nora era una princesa cautiva nos convirtió a nosotros, a lo largo de varios años, en magos, guerreros, reyes, soldados, dragones, brujos…

—¿Sabes una cosa, Vicky? —me preguntó Jorge una tarde después de que, convenientemente disfrazados de exploradores, hubiéramos rescatado un fastuoso tesoro de una mina abandonada en las montañas congoleñas.

Yo no sabía.

—Cuando sea mayor seré explorador de verdad. Viajaré a países desconocidos, conoceré gente distinta y veré paisajes y animales diferentes a los que tenemos aquí.

Me pareció buena idea y pensé decirle que le acompañaría, como le había acompañado en las aventuras del desván, pero enseguida le vi un inconveniente al proyecto: ser explorador es algo que lleva demasiado tiempo, hay que viajar constantemente, por no hablar de las distancias que hay que recorrer para encontrar un tesoro. No nos quedaría tiempo para ser nada más, ni príncipes ni hadas ni médicos ni capitanes de barco…

 De pronto, se me ocurrió la solución a ese problema.

—Vale, tú puedes ser explorador. Yo me quedaré en casa y seré todo lo demás.

Jorge no me entendió a la primera.

—¿Todo lo demás?

Tuve que explicárselo.

—Sí, todo lo que tú no podrás ser porque estarás explorando y no tendrás tiempo para otras cosas.
Me miró desde la superioridad intelectual y moral que le otorgaba el hecho de haber nacido dos años antes que yo.

—¿Qué tontería es esa? Nadie puede ser “todo lo demás”, solo se puede ser una cosa, dos a lo sumo.

—Yo puedo.

Sonrió, incrédulo y burlón.

—Ah, ¿sí? Y… ¿me puedes decir cómo piensas hacerlo?

Yo también sonreí pero en mi sonrisa estaba la certeza del que ha encontrado un argumento definitivo, irrebatible.


—Escribiendo. 


viernes, 24 de octubre de 2014

ECLIPSE DE SOL

Sacado del fondo del armario.
Bueno, del fondo no, del segundo cajón.



Foto tomada de www.tripadvisor.com.ar



SUPERVIVIENTE


Miyoko nació el seis de agosto de mil novecientos treinta. El parto se había adelantado una luna y Miyoko nació pequeña, delgada y tan débil que apenas tuvo fuerzas para respirar. Su abuela Mariko la tomó en brazos, le limpió la cara con un lienzo de lino y la puso sobre el vientre de su madre.

—Dale tu calor, Kimiko, o no llegará a ver el sol de mañana.

Miyoko no sabía mamar. Durante sus primeras semanas de vida se alimentó de la leche que su madre, apretándose el pecho, dejaba caer sobre su boca. A pesar de la fatiga, la pequeña se afanaba en tragar cada gota y cuando su madre rozaba la palma de su mano con un dedo, los de la niña se cerraban en torno a él. La abuela Mariko, al ver el empeño de la criatura en seguir viviendo, la miraba con orgullo y decía  en voz baja: "Es luchadora, sobrevivirá".


Cuando Miyoko tenía siete años, la mula de su vecino, el señor Nakamura, la coceó cuando pasaba junto a la cerca y le rompió una pierna. Tuvo una infección tan grande que llegaron a temer por su vida, incluso pensaron que, de salvarse, quedaría coja para siempre. Pero Miyoko, con la misma tenacidad con que había bebido la leche de su madre, luchó contra la fiebre y contra el dolor y, a los pocos meses, caminaba como si nada hubiera sucedido.
El día de su decimoquinto cumpleaños, Miyoko se levantó temprano, puso guisantes y arroz cocido en la caja para el almuerzo y se despidió de su madre.

—Itekimas, okásan.

—Iterasai, Miyoko san.

Cogió su bicicleta y empezó a pedalear fuerte hacia la ciudad. Eran ya las ocho de la mañana y no quería llegar tarde a la escuela. Todos los alumnos habían sido movilizados por una Orden de Gobierno para realizar trabajos de prevención de incendios y el maestro les había insistido en la importancia de la tarea. Si se daba prisa, llegaría antes de las ocho y media.

Eran las ocho y cuarto cuando empezó a cruzar el puente Kyobashi. Miyoko levantó la cabeza hacia el cielo y agradeció el calor del sol y el aire limpio de la mañana. Sonrió al pensar en Yoshio, su compañero de clase, que la víspera la había obsequiado con una sonrisa y con un cisne de papel doblado, y en el regalo de cumpleaños que la esperaba cuando volviera a casa. Fue su último pensamiento antes de que la nube de viento abrasador la engullera e incendiara sus ropas.



Durante semanas, Kimiko curó las quemaduras del cuerpo de su hija. Al caer de la bicicleta, envuelta en llamas, Miyoko había rodado sobre el suelo y, finalmente, había saltado al río. Eso había salvado su vida.


Era una superviviente y había sobrevivido pero hasta que murió, el doce de octubre de mil novecientos noventa y cinco, no dejó de recordar ni un solo día la mañana de agosto en la que el sol había desaparecido ante sus ojos, eclipsado por una nube de uranio preñada de muerte.


lunes, 13 de octubre de 2014

¡SORPRESA!

Los amigos de Facebook, que son unos liantes, y han organizado una cadena para escribir micros. Menos mal que he pillado a la musa de buen humor.



Imagen tomada de cloudmp3.mobi



UN DÍA DIFERENTE

La primera sorpresa se la llevó nada más despertar cuando vio que, contra su costumbre, estaba de un humor excelente.
La segunda tuvo lugar en el pasillo, mientras caminaba hacia el cuarto de baño. Su espalda no había protestado al enderezarse y sus rodillas no habían crujido con los primeros pasos.
La tercera le esperaba en el espejo. Cuando se asomó para comprobar que tenía el mismo mal aspecto de todos los días, el cristal no le devolvió ninguna imagen.

La cuarta y última estaba apoyada en el marco de la puerta. Sus facciones le recordaron a las viejas fotos en sepia de su bisabuelo. Tenía alas en la espalda, le sonreía y le hacía señas indicando que le siguiera.


viernes, 10 de octubre de 2014

LA FERIA



Y parecen atracciones para niños...




Imagen tomada de eltrendelabruja.com



EL TREN DE LA BRUJA


—Vamos a entrar, venga…

—Pero si todo eso son tonterías, niña…

Estaban parados frente al anuncio de “Barok, mago babilónico”. Desde un vistoso cartel en negro y plata, el rostro enigmático de Barok, enmarcado por un turbante de color turquesa e iluminado por la luz que desprendía una bola de cristal, prometía adivinar el futuro con diversas artes.

—Venga, sí…

La niña era testaruda. Cuando algo se le metía en la cabeza era imposible sacárselo. La noche anterior, sin ir más lejos, había vuelto a despertarle de su siesta frente al ordenador a pesar de que le había prohibido que lo hiciera. Tenía veinticinco años pero seguía siendo tan cabezota como cuando tenía cuatro.

—… si es solo por curiosidad, a ver qué dice…

—Qué va a decir… nada.

Barok, en efecto, no dijo nada acerca de su futuro. Pero, cuando entraron en su gabinete, pasó por alto la presencia de la niña y fijó la mirada en él, como si le hubiera esperado durante mucho tiempo y se sorprendiera de verle.

—Has tardado en venir, tienes que hacer un largo viaje —anunció sin apenas levantar la voz.

Antes de que pudieran hacer o decir nada, el mago agachó la cabeza e hizo un gesto con la mano invitándoles a salir. La niña quiso protestar pero el gesto se repitió, acompañado de una mirada que no admitía réplicas.

—Qué grosero —se quejó la niña cuando estuvieron fuera de la carpa—, qué maleducado… Si no me ha dejado hablar…

—Son todos unos charlatanes, hija.

—… y encima no nos ha adivinado el futuro…

“Conmigo habría tenido poco trabajo”, pensó. Porque, desde la muerte de Celia, su futuro se había convertido en un pasaje sin esperanza que parecía no tener final y que solo se iluminaba, de vez en cuando, con las visitas de la niña. Se había ido a vivir fuera pero no olvidaba a su padre.

—¿Subimos al tren de la bruja?

El  tren de la bruja era la atracción preferida de la niña cuando era pequeña. Todos los años tenía que subir una o dos veces, a pesar de que se sabía de memoria el recorrido y los lugares donde aparecían la bruja y los demás sustos. Recordaba a Celia abrazando a la niña, protegiéndola de los escobazos, como si ninguna de las dos supiera que eran de mentira. En realidad, lo que las divertía era fingir que los ataques las pillaban por sorpresa. Lo que sí los había pillado por sorpresa a la niña y a él había sido el camión que tomó la curva a demasiada velocidad y se echó encima de los peatones que esperaban en la acera. Celia salió disparada contra un árbol, murió casi en el acto y él no había tenido tiempo de despedirse de ella, de darle el último beso y decirle el último te quiero.

La niña se acomodó en el asiento, tiró de la barra de seguridad y se apretujó junto a él. “La echas de menos, ¿verdad?”, pensó, pero no dijo nada. El coche empezó a moverse lentamente hacia la primera cortina negra.

Cuando la cortina se abrió, no apareció el túnel que simulaba una cueva tenebrosa ni les cayeron del techo varios murciélagos. En lugar de oscuridad y ratones voladores, una intensa luz le deslumbró. Cegado, apretó los ojos y, cuando empezó a abrirlos lentamente, vio que, frente a él, Barok, el mago babilónico, le tendía la mano.

“Ven conmigo”, dijo.

No se detuvo a pensar. Se levantó y fue tras el mago, caminando sobre un suelo de aire. A los pocos pasos, Barok se hizo a un lado y él pudo ver a la mujer. “¡Celia!”. Estaba tan hermosa como él la recordaba, tan dulce. Seguía teniendo la misma sonrisa. Se acercó a ella, la abrazó como la había abrazado la primera vez y volvió a sentir que la eternidad cabe en un segundo. “¿No querías darme el último beso?”. La besó como la había besado la primera vez y volvió a sentir que el centro del Universo estaba en sus labios. “¿No querías decirme te quiero?”. “Te quiero”.

Sin dejar de sonreír, Celia se apartó un poco. “Quiero que le des esto a la niña”, dijo mientras se quitaba la alianza, “me gustaría que la llevara”. Le puso el anillo en la palma de la mano derecha y luego la cerró con las suyas. Le miró a los ojos y él volvió a sentir que el tiempo y el espacio estaban en aquella mirada. “No importa el tiempo que tardes en venir”, dijo ella, “te estaré esperando”.



Le dolió el codazo en el costado.

—¡Padre! ¡Te has vuelto a quedar dormido!

El coche salía ya del túnel hacia la claridad de la tarde. Dos payasos apostados en la curva intentaron los últimos escobazos.

—¡Eres un lirón! —rió la niña.

Se puso en pie y alargó el brazo con la mano abierta para ayudarle a salir del coche.
Él pensó que la niña tenía razón, que desde hacía algún tiempo se quedaba dormido en cualquier parte, a cualquier hora. Sería cosa de la edad. O, tal vez, de que no tenía nada mejor que hacer. Dormir y esperar, esperar el el día en que le tocara viajar.

—¿Dónde vamos ahora? —preguntó la niña, y fue a cogerle de la mano, como cuando era pequeña, pero encontró su puño cerrado —¿Qué tienes ahí?

Se detuvo sin pensar y la niña le miró sorprendida. Él la miró también y luego bajó la vista hacia su mano. No estaba seguro de que estuviera apretada porque guardara algo en su interior. Tal vez la había cerrado durante el breve sueño en el tren y aún estaba bajo los efectos de la ensoñación. Sí, seguro que era eso.

Abrió los dedos lentamente. La niña buscó sus ojos, interrogante. Él disimuló como pudo su asombro pero no pudo evitar una sonrisa. 

—Es la alianza de madre —dijo, y pensó que, a partir del largo viaje de Barok, la espera se le haría más corta—, quiere que la uses.