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domingo, 30 de diciembre de 2012

ALIENÍGENAS

Ya he dicho que mi ignorancia de temas científicos es, valga la comparación, sideral. Pero también es cierto que soy muy atrevida, muy insensata, y me tiro a la piscina a sabiendas de que, haciéndolo, corro el riesgo de escribir un relato plagado de errores que me ponga en evidencia. Pero yo insisto. Además de ignorante, soy contumaz.


naves espaciales




UN PEQUEÑO PASO PARA UN HOMBRE

Nunca había estado tan nervioso, ni siquiera cuando ingresé en la Academia Espacial, allá por el año 2250, y pasé dos días esperando la novatada de los compañeros más antiguos. La misión era muy importante y, cuando el Comandante me dijo que acompañaría al Capitán en la primera exploración, temí no ser capaz de afrontar una responsabilidad tan grande. Me había preparado para eso, era cierto. De hecho, se podría decir que toda mi vida no había sido más que un largo entrenamiento para un momento como aquél y si el Comandante hubiera elegido a otro yo me habría sentido decepcionado pero, cuando me dijo que aquélla había sido la decisión del Mando Conjunto, me ganó el temor de no dar la talla, de no ser capaz de hacer lo que se esperaba de mí.
Nuestros Centros Espaciales llevaban decenios siguiéndole la pista al planeta, una pequeña esfera de atmósfera gaseosa que giraba, junto con otros, alrededor de un Sol muy parecido al nuestro, en una Galaxia relativamente próxima. Cuando, por fin, conseguimos acercar lo suficiente las naves exploradoras, las noticias fueron asombrosas: no sólo había vida en el planeta sino que... ¡estaba habitado por seres que parecían inteligentes! Después de tantísimo tiempo, se confirmaba la hipótesis por la que, solo trescientos años antes, muchos habían sido calificados de visionarios cuando no, directamente, de perturbados: no estábamos solos en el Universo.
El equipo de científicos de la Agencia Espacial había tardado veinte años en diseñar y fabricar los equipos necesarios para alcanzar la superficie del planeta y otros veinte en encontrar una fórmula que nos permitiera adoptar un aspecto parecido al de sus habitantes. Al final consiguieron una neodermis ligerísima reforzada en piernas, brazos y abdomen, zonas en las que nuestros vecinos cósmicos eran más voluminosos que nosotros.
Cuando llegó el momento de iniciar la aproximación al planeta, mi sistema nervioso estuvo a punto de colapsarse. Por un lado, el miedo al fracaso me paralizaba pero, por otro, mi pundonor de profesional de currículo extraordinario no me permitía amilanarme. Al final, la emoción de estar pasando a la Historia  acrecentó mi valor y mis energías y cuando, por fin, nuestra nave se posó sobre el suelo del planeta, yo ya me sentía el ser más feliz de Universo, orgulloso de mi trabajo y satisfecho por estar cumpliendo uno de los sueños de mis congéneres: entrar en contacto con otros seres inteligentes. El Capitán me sonrió con satisfacción, comunicamos a la nave nodriza que habíamos llegado sin contratiempos y nos dispusimos a pisar, por primera vez, el suelo de aquel cuerpo sideral que, hasta entonces, sólo conocíamos en imágenes.
No habíamos salido aún de la nave, y aún no había pronunciado el Capitán la frase lapidaria que había preparado para la ocasión, cuando una vibración tremenda sacudió la superficie bajo nuestros pies al tiempo que veíamos acercarse hacia nosotros un engendro mecánico de grandes ruedas negras que avanzaba lenta y torpemente. Lo conducía un habitante del planeta que, en aquel momento, agitaba un brazo amenazante y nos increpaba con grandes voces.
—¡Traducción, traducción! —pidió el Capitán por el intercomunicador, olvidando la frase por la que habría de ser recordado en la posteridad.
Los equipos traductores tardaron dos segundos en darnos una respuesta aunque, si he de ser sincero, no sirvieron de gran cosa, porque lo que oímos a través de los auriculares de la neodermis fue, más o menos:
"Serás desgraciao...! Pos no más metío el tóterreno en medio´l majuelo... ¡Anda pallá y sácalo ya mismo o te paso el tractor por encima, mamón!"


sábado, 29 de diciembre de 2012

CON LA MUERTE EN LOS TALONES






Hemos hablado en varias ocasiones de los "relatos cómplice". Son esa clase de relatos que, para ser entendidos y apreciados en su totalidad, necesitan que el lector conozca el tema de antemano, sepa de qué está hablando el autor. Cuando este conocimiento se da, el gozo lector se multiplica por razones obvias. Cuando no se da... bueno, el autor ya sabía a lo que se arriesgaba.

(Si alguien quiere saber de qué va este relato antes de leerlo, bastará con que busque "Premio de San Marino, 1994")











QUÉ CERCA ESTÁ LA META

—Et bien —dijo el doctor guardándose el martillo de reflejos en el bolsillo de la bata y dándole una palmada en el muslo—... parece que no hay nada serio. Pero  —continuó— si crees que lo necesitas, puedo darte algo suave para que esta noche duermas bien.
No, no quería nada que le ayudara a dormir. No lo necesitaba. Lo importante era que no había nada aparte del dolor de la torcedura, que ya estaba desapareciendo arrastrado por el analgésico que le había inyectado el enfermero. De haber dependido de él ni siquiera se habría acercado a la Unidad Médica pero el Jefe de Equipo había perdido los nervios al ver su gesto de dolor y poco había faltado para que lo llevaran en volandas hasta el consultorio. Ya se sabe lo que son estas cosas, sobre todo el día antes. Que el piloto se tuerza un tobillo es un drama sólo comparable a que los ingenieros descubran en el paddock que la válvula de admisión de la gasolina falla al pasar de diez mil vueltas.
—Gracias, doctor.
El tobillo apenas se resintió cuando puso el pie en el suelo. El doctor le pasó un brazo por encima del hombro amigablemente.
—Te acompaño.
Salieron al aire libre. El rugido de los motores a lo lejos actuó como un potente estimulante. Allí estaba el enemigo al que había que vencer, el rival al que había que demostrar quién era más fuerte. Rectas y curvas eran las únicas armas de aquel anillo de asfalto retorcido mientras las suyas, las de él y las de todos los que se sentaban en aquellos cubículos imposibles y cogían el volante, eran, ante todo, la resistencia al vértigo de la velocidad casi imposible y la sensación segura de que carrocería, motor, volante..., todas las piezas de la máquina, eran una prolongación precisa y bien entrenada de la potencia de sus músculos, los siervos obedientes de las órdenes de su cerebro. Los demás conductores no importaban o importaban menos. Adelantar a un contrincante era relativamente sencillo: sólo había que conocer sus gustos, sus manías, su forma de competir, saber el alcance de su máquina, y, conociendo el circuito,  buscar el momento oportuno. Lo realmente difícil era conseguir salir con éxito, vuelta tras vuelta, de una curva como la de Tamburello.
—¿De verdad no quieres nada? —insistió el doctor.
No, no quería nada. Cuando uno toma una decisión asume todas las consecuencias. Él había decidido ser piloto de Fórmula 1 y en la Fórmula 1 los pilotos, a veces, se mataban. Pero también se caen los albañiles de los andamios y se asfixian los mineros con las emanaciones de grisú. Cada profesión tiene sus riesgos.
—No, doctor, gracias.
—La verdad es que te veo muy tranquilo... y me extraña un poco. Desde que nacemos todos llevamos la muerte en los talones pero algunos os empeñáis en facilitarle el trabajo.
Levantó la cabeza y sonrió al cielo nublado y lluvioso de finales de abril.
—Es que...  ¿sabe una cosa, doctor? Estoy seguro de que lo que le ha pasado a Ratzenberger jamás va a pasarme a mí.
El doctor miró a lo lejos, a las gradas de la tribuna.
—No sabes cuánto me alegra oírte decir eso, Ayrton.
 

(In memoriam Ayrton Senna)

viernes, 28 de diciembre de 2012

ATRACCIÓN FATAL

Hablando del virus L y de sus devastadores efectos, lo que sigue es una muestra, en ciento veinte palabras, de cómo lo consigue.

(Para ampliar información sobre el virus puede consultarse el blog "Un blog para Priden", "Los discursos del autor". En este caso, de la autora. En la página principal, ya saben, a la derecha)










                        ATRACCIÓN FATAL

No me agarró del cuello de la blusa pero no le hizo falta. “Te quedarás conmigo hasta que yo te permita dejarme”, dijo. Sin violencia, sin tensión, pero con una fuerza que yo no había visto nunca. Pronto comprendí que tenía razón. Lo comprobé en cuanto intenté alejarme de él y no pude. Su atracción era tan poderosa que no podía olvidar que le había conocido, que me esperaba, paciente, seguro de su poder sobre mí. Una y otra vez regresé a él, a su encanto, a su misterio. Me fascinó, me sedujo y, tal como había vaticinado, solo pude dejarle cuando él puso fin a lo nuestro.
Yo tenía siete años y él se llamaba Tom Sawyer.

jueves, 27 de diciembre de 2012

EL VUELO 505

¿Os acordais de aquel fantástico programa radiofónico que presentaba el genial y (lamentablemente) desaparecido Ángel Álvarez? Fue por ese motivo, porque Ángel acababa de dejarnos, por el que se puso este tema en el Tintero Virtual. Y mi musa que, por aquel entonces, solo cogía las vacaciones reglamentarias, me dio esta idea que me encantó escribir.




muchas aves que vuelan en el cielo, serie de la naturaleza Foto de archivo - 15086077





Handle with care

La Terminal de Salida estaba inmersa en una actividad frenética. Decenas de empleados iban de un lado a otro llevando órdenes o pedidos, empujando los carros de transporte, consultando documentación mientras caminaban a zancadas…
A través de los cristales de su oficina, desde la que se dominaba el amplio vestíbulo de la Terminal, el gerente Harry “Pataslargas” contemplaba el constante ir y venir de los trabajadores y maldecía en varios idiomas.
—¡No había otro día en el año, maldita sea mi estampa! ¡No había otro día en el año para que Jack Fly se rompiera la maldita pata!
—Tranquilízate, Harry —intentó calmarle el Supervisor, Charlie Bluesky, también llamado “el gordo” por las malas lenguas—, seguro que encontramos a alguien que pueda sustituirle.
Si hacer caso de los gruñidos de su jefe, Charlie desplegó sobre la mesa la planilla del mes. De un rápido vistazo a las filas y columnas, se hizo idea de la situación.
—Vamos a ver —musitó Charlie, que no esperaba que Harry le oyera y, mucho menos, que prestara atención a sus palabras—… Tom Black salió esta mañana hacia Camberra y aún no ha regresado… Bill “el Rápido” está volviendo de Anchorage… “Flecha” Orson acaba de aterrizar y no puede volver a salir antes de diez horas… Hum… Lo tenemos difícil…
—¿Difícil? —aulló el gerente secándose el sudor del cuello con un pañuelo de dudosa blancura— ¿Difícil? ¡Lo tenemos imposible!
—Déjame pensar, Harry, por el amor de Dios. Te aseguro que tu actitud no me ayuda a encontrar una solución.
El supervisor volvió a consultar la planilla de vuelos del personal. Afiló la mirada sobre la mesa y sus ojos quedaron reducidos a dos hendiduras por las que parecía imposible que pudiera entrar la luz. Repasó de nuevo la lista de personal mientras hacía ligeros movimientos afirmativos o negativos con la cabeza, como si contestara a inaudibles preguntas.
—¡Ya lo tengo! —exclamó gozoso al cabo de un par de minutos— ¡el joven Gordon!
—¿El joven Gordon? —preguntó el gerente con gesto de asombro— ¿El joven Gordon?
—Sí, eso he dicho. El joven Gordon.
—¿Me estás diciendo, insensato, que ese gurripato va a ser capaz de volar hasta Londres en plena noche, con una carga que es el doble de lo normal, y de hacer la entrega sin que los antiaéreos lo detecten, lo confundan con un bombardero alemán y lo hagan fosfatina?
—Exacto, Harry, eso es lo que te estoy diciendo. Ese gurripato, como tú le llamas, tiene ya más de mil quinientas horas de vuelo y la semana pasada fue capaz de entregar un pedido a una tribu de yaguras, en plena amazonía. Y ya sabes cómo maneja esa gente el curare…
El gerente se dejó caer sobre el sillón de su escritorio y suspiró profundamente.
—De acuerdo, llámale —dijo con resignación—. Rezaremos para que todo salga bien. Además… seguro que no tenemos otra opción…

Media hora más tarde, el joven Gordon sacaba pecho con legítimo orgullo en el muelle del que había de partir el vuelo 505 con destino a Londres y disponía la delicada carga que debía transportar. No iba a defraudar la confianza que Charlie había puesto en él, entregaría el pedido en el lugar preciso en el momento exacto.
Mientras, en su pequeña casa de Stanmore, al Norte de Londres, el matrimonio formado por William y Rose Marple esperaba con ansiedad la llegada de sus gemelos.

miércoles, 26 de diciembre de 2012

ANIMALES DE COMPAÑÍA

Hoy hemos disfrutado una larga y agradable sobremesa bilingüe en la que, entre otras muchas cosas, hemos hablado de animales de compañía. Haciendo repaso, entre unos y otros tenemos o hemos tenido: una gata que bebe agua en el bidé, otra que trasladó a sus cachorros uno a uno hasta el cuarto de las chicas porque no quería dormir en la cocina, un gorrión que se enfadaba cuando lo dejaban solo en casa varios días, una tortuga con depresión, una perra grande como un pony y tranquila como una oveja, un perro al que le gustaban el pepino, la zanahoria, la cebolla y otras hortalizas... 
Pues eso: animales de compañía.

(Edito unos días más tarde: mi amiga Africa me cuenta que su perro Chester es el encargado de abrir los regalos en su casa. Lo hace con todo el cuidado, rasgando el papel sin dañar el contenido)










SCATTERGORIES

Qué simpática la doctora Robles, qué amable siempre con ella. “No me llames doctora, Encarna, todavía no lo soy”, le había dicho, y ella había contestado “Pero pronto lo será”. Tal vez por eso, porque era la más joven de todo el equipo, porque aún no era doctora, todos la trataban como si fuera una estudiante, pero ella no parecía darles importancia a los aires de superioridad de sus colegas. “Yo estoy aquí para aprender y para trabajar, Encarna, estoy haciendo mi tesis”. Ella no sabía muy bien qué era eso de la tesis pero no se atrevía a preguntar, no quería que la gente supiera lo ignorante que era, que por eso no podía ser más que limpiadora, porque no había estudiado y había muchas cosas que no sabía, por ejemplo esa: en qué consiste exactamente la tesis y por qué hay que estudiar y trabajar tanto para hacerla.
Ella ya se había fijado en el bicho. Siempre lo hacía cuando fregaba el suelo del laboratorio, se fijaba en todos los animales que había en los acuarios, que los había muy raros, como aquellos gusanos de rayas amarillas o como los peces gordos de color rojo, pero aquél le había llamado la atención más que ninguno. Era grande, de color tierra con manchas pardas, y se movía ondulándose como una bandera al aire, le recordaba a una bailarina de la danza del vientre que había visto una vez en un espectáculo, y a veces se quedaba pegado al cristal y parecía que estaba mirando lo que pasaba fuera, eso lo hacía sobre todo cuando ella andaba cerca y por eso se fijaba más en él que en ningún otro, porque parecía que el animal la espiaba.
“Es curioso el bicho éste”, le había a la doctora Robles. “Y muy listo. Se llama Octo”, le había contestado la doctora. “¿Muy listo?”, se extrañó ella. Entonces la doctora le explicó que estaban haciendo pruebas con él para demostrar que era capaz de hacer cosas que nadie se esperaba en un animal acuático como, por ejemplo, abrir la tapa de un frasco de cristal para alcanzar el cangrejo que habían metido allí. “¿Abrir un frasco?”
La doctora había sonreído al ver su sorpresa y se había ofrecido a enseñarle los vídeos que tenían grabados con los experimentos que habían hecho. Quedaron a última hora de la tarde, cuando ya todo el mundo había terminado su trabajo y laboratorios y despachos quedaban vacíos. Cuando Encarna vio las cosas que el pulpo era capaz de hacer, se quedó maravillada. No solo abría la tapa de un frasco de cristal para conseguir su comida, también sabía encontrar la salida de un laberinto y escapar por un tubo estrechísimo.
“¿Y qué harán con él cuando hayan terminado los experimentos?”, quiso saber. La doctora Robles tardó un poco en contestar. “No sé”, dijo al fin, “supongo que… se desharán de él”.
No quiso preguntar más porque de repente había pensado que deshacerse del bicho era tirarlo a la basura y solo de imaginarse la agonía del animal en el fondo de un contenedor había notado un peso en el estómago, como una congoja muy grande.
Los días siguientes se entretuvo más en la zona de los acuarios, hacía como que tenía que quitar una mancha del suelo y se acercaba al cristal del pulpo contorsionista y se quedaba mirándolo. Octo parecía que se daba cuenta porque, al poco, se acercaba también al cristal, pegaba los tentáculos, se quedaba quieto y parecía que la miraba con sus ojos saltones. Una mañana le dio como un pronto, un impulso; una locura, desde luego, pero no pudo evitarlo: metió la mano dentro del acuario. Casi enseguida, Octo se acercó y empezó a mover los tentáculos alrededor de su brazo, muy despacito, con suavidad, rozándola apenas, y se sintió como si la estuviera acariciando.
Le preguntó a la doctora Robles si tenían previstos más experimentos con el pulpo y la doctora le dijo que ya estaban terminando. Aquella noche apenas pudo dormir pero por la mañana ya había decidido lo que iba a hacer.

Como el día que la doctora le había puesto los vídeos, esperó a que todo el mundo se hubiera ido y entonces cogió un cubo y entró en el laboratorio. Lo sumergió en uno de los tanques más grandes para llenarlo de agua salada y se acercó al acuario del pulpo. Parecía que el animal estaba esperándola porque, en cuanto Encarna metió el brazo, se acercó lentamente y enroscó los tentáculos alrededor. No se movió cuando lo sacó al aire pero se soltó de inmediato en cuanto estuvo sumergido en el agua del cubo.

Se gastó todos sus ahorros en un acuario de muchísimo litros, con rocas de verdad, fondo de grava y plantas acuáticas, pero es que quería que Octo estuviera cómodo y no echara de menos el océano. Con el tiempo le enseñó algunos trucos nuevos, como esconderse debajo de un bol de plástico o lanzar los tentáculos como si fueran un látigo para capturar los cangrejos que le mostraba por encima del agua, y, cuando sus sobrinos jugaban con ella al “Scattergories”, no tenían más remedio que aceptar “pulpo” como “animal de compañía”.


domingo, 23 de diciembre de 2012

AGUAS DE MARZO

De nuevo "Gigantes de Liliput". Si no recuerdo mal, el tema sobre el que había que escribir aquella semana (recuerden, ciento veinte palabras) era "Lluvia". Bien, de nuevo me salió el lado jocoso-festivo, que dijo Forges.


Diluvio


AGUAS DE MARZO

Durante mucho tiempo he soportado las burlas de todos, su desprecio, sus bromas crueles sobre mi trabajo. "¿Y dónde dices que van los remos?", se mofaban. En el mejor de los casos, me han llamado agorero y visionario. En el peor, han proclamado sus dudas acerca de mi cordura. "Vecino, a tu edad... ¿no sería más adecuado coleccionar mariposas?"
Pero el tiempo pone a cada cual en su sitio y hoy por fin, un momento antes de que yo mismo empezara a dudar de la utilidad de mi proyecto, he tenido la confirmación de que estaba en el camino adecuado. A la bodega ha llegado, desde cubierta, la voz aguda de mi esposa:

—¡Noé, no veas la que está cayendo!

viernes, 21 de diciembre de 2012

IN PRINCIPIO ERAT VERBUM

Hablando de libros en "Gigantes de Liliput" se me ocurrió esta pequeña irreverencia. Cum animo iocandi, siempre.








IN PRINCIPIO ERAT VERBUM
—Podías haber utilizado papiro, tío, que lo tienes bien cerca…
—No protestes.
—… o pergamino…
—Aún no lo han inventado.
—Entonces del papel ni hablamos…
—Ni hablamos. Venga, deja de rezongar y baja, que te están esperando.
—Es que cuando te pones estupendo no hay quien te aguante, de verdad. Esto de la piedra no se lleva ya ni en Mesopotamia. Antiguo, que eres un antiguo.
—Soy eterno, que no es lo mismo.
—Eterno y tocapelotas. Anda que… para diez miserables mensajes tengo que cargar con veinte kilos de piedra, ya te vale.
—Tú sigue quejándote y verás cómo os dejo sin maná el resto del Éxodo.

jueves, 20 de diciembre de 2012

SOLIDARIDAD

Ese fue el tema del Tintero Virtual y aquella semana mi musa decidió darse un descanso en sus interminables vacaciones y me sopló una idea. Idea que, tal día como hoy, viene que ni pintada.






SOLSTICIO DE INVIERNO (I)


Raziel dejó la lámpara de aceite en la hornacina y, con lo ojos semicerrados, se acercó al camastro en el que Dina ya dormía. Por la mañana, después de ordeñar las ovejas, echarles el maíz a las gallinas y trabajar un buen rato en el huerto, había llevado la mula al herrero y acarreado diez fardos de hierba seca desde el prado hasta la cuadra. Por la tarde había aprovechado las pocas horas de luz que quedaban para arreglar varias tablas de la cerca que el viento casi había arrancado de cuajo. Hacía ya tiempo que, al final del día, notaba el mordisco del dolor en las articulaciones y la noche le encontraba con un único deseo: tumbarse y arroparse, buscar el calor de las cobijas, que aliviaba el cansancio de sus piernas, y dormir tranquilo hasta la mañana siguiente.
Apenas había cerrado los ojos cuando le sobresaltó el ruido de dos fuertes golpes en la puerta de la casa. Pensó de inmediato en Ishak, su vecino, que llevaba varios meses enfermo. Tal vez había empeorado y era su esposa la que llamaba porque necesitaba ayuda. El cuerpo de Dina se movió sobre el jergón.
—¿Qué ocurre? —preguntó con el tono trabajoso de quien acaba de despertarse.
—No sé —contestó—, no son horas de recibir visitas.
Se echó sobre los hombros un manto de lana, tomó el candil y se llegó hasta la puerta.
—¿Quién llama? —preguntó alzando la voz.
Al otro lado, la respuesta sonó suplicante.
—Abrid, en nombre de Yahvé, somos peregrinos.
No reconoció al que hablaba y, con recelo, abrió despacio hasta dejar un resquicio por el que adelantar la lámpara. A su luz, pudo distinguir a un hombre joven de poblada barba. Se apoyaba en un largo báculo y sujetaba el ronzal de un borriquillo sobre el que una mujer tiritaba de frío.
—¿Qué buscáis a estas horas de la noche llamando a la puerta de desconocidos?
—Perdonad nuestro atrevimiento pero hemos hecho un largo viaje, mi esposa está muy fatigada y no encontramos lugar en el que alojarnos. He visto que tenéis una cuadra y he pensado que tal vez vuestra bondad nos permitiría pasar la noche en ella…
La voz de Dina sonó desde el fondo de la casa.
—¿Qué ocurre, Raziel? ¿Se trata de Ishak?
—Calla, mujer —dijo Raziel hablándole a la oscuridad. Luego se volvió hacia el hombre—. Esperad aquí.
Entornó la puerta y fue hasta Dina.
—Son peregrinos —explicó—, me piden dormir en la cuadra porque no han encontrado posada.
Dina se incorporó, ya completamente despierta.
—¿Cuántos son?
—Dos, un hombre y una mujer. O mejor diría tres, me ha parecido que la mujer tiene una preñez muy avanzada…
—¿Y qué piensas hacer, esposo?
Raziel miró a su mujer buscando su aprobación.
—He sentido lástima por ellos, parecen muy cansados. Sería cruel dejarlos a la intemperie, la noche está fría…
—Y ahora me dirás que Salomón dijo que a sí mismo beneficia quien es compasivo, ¿no es así, esposo?
Raziel bajó los ojos.
—Algo así iba a decirte…
Dina sonrió.
—Está bien —dijo—, deja que pasen la noche en la cuadra.
Raziel sonrió también. No esperaba una respuesta diferente. Iba hacia la puerta cuando la voz de Dina sonó a su espalda.
—¡Pero dile a la mujer que no se le ocurra ponerse de parto!

miércoles, 19 de diciembre de 2012

BOOK TRAILER...

...literario, de momento, porque el otro, el visual, está en fase de proyecto. Un capítulo de cada autor. A modo de cata.

UN TAXI PARA PRIDEN


 
1. LA MONEDA

Tan fácil como echar a rodar una moneda encima de un mapa.
Cuando lo tienes todo perdido, cuando las ilusiones ya forman parte de un inventario, cuando descubres que tu vida ha sido la anodina crónica de un fracaso anunciado, y lo descubres en los ojos de alguien a quien amas...
...cuando en esos ojos adviertes que ya no eres amado y que ella ahora es la esposa de nadie; cuando a partir de eso se te revela que tú, sí, tú, eres don nadie, porque nada te queda para creer en la vida, porque ya nada tienes por lo que creer en la vida...
...y cuando eres tan cobarde como para no poder prescindir de esa vida, la solución es sencilla y tan fácil como echar a rodar una moneda por encima de un mapa. Y empezar a hacer la maleta antes de que se detenga. Empacar lo imprescindible, llevar contigo lo elementalmente necesario para empezar de nuevo y abandonar todo lo que huela a recuerdo.
Claro que todo huele a recuerdo cuando los ejércitos del olvido aún ni han tomado posiciones. Pero es posible que aún, escondido tras ese olor, todavía nuevo, aún virgen, sobreviva el fantasma de algún proyecto, el fantasma del fantasma de algo que siempre quisiste hacer y que tal vez todavía, si lo intentas y quieres intentarlo, puedes probar. Tal vez lo consigas antes de morir, si es que ya no has muerto.
Cuando el amor se acaba en una de las dos orillas, cuando esa goma elástica que sujetan dos infelices te acaba golpeando en la nariz, morirse no es lo común. Por mucho que te lamentes sólo es un golpe. Y la vida sigue rodando, como la moneda, dando vueltas sobre el mapa. Al final se detendrá sobre un punto y allí es a donde irás. Porque la vida sí que no deja de dar vueltas, porque la vida no es una moneda de cambio, pero la tuya necesita de un cambio. Radical. Has eludido controlar tu destino, ya no crees que nada esté escrito ni piensas que tú lo debas escribir. De acuerdo, amigo, la vida y el amor te han golpeado, pero no vas a llorar, no vas a pensarlo dos veces sino que, de ahora en adelante, vas a ser un juguete del azar y tu destino va a depender del movimiento de una moneda. No tanto de si sale cara o cruz como del lugar donde cae sobre el mapa. Esa será la ciudad a donde irás a cumplir tu último sueño, y eso lo decides ahora, precisamente el día en que tú mismo, doctor nada cualificado, andas firmando el certificado de defunción de todos tus sueños  con la abatida intención de inscribirlo en el registro de últimas voluntades. Borrón y cuenta nueva.

Cuando la viste venir con aquella gabardina en el hombro y la flor en el pelo lo supiste. Su sonrisa parecía la de siempre, pero esta vez estaba llena de cualquier cosa menos de ti, de cualquiera menos de ti. No tuviste que preguntar ni ella tuvo que decirte nada. Apenas se te escapó un nombre de los labios:
—Alberto.
Ella simplemente asintió. Y en aquel gesto de su cabeza, con el pelo mojado y los ojos tan brillantes, te convenciste de que nunca más podrías disponer de aquella belleza. Inmediatamente pensaste en irte, en no reclamar nada, en huir. Como un fugaz destello pasó por tu mente el convencimiento de que, a lo largo de tu vida, no habías hecho otra cosa más que huir de las cosas, de las responsabilidades y de los sitios, pero no era el momento de acusaciones ni lamentos. Demasiado tarde para cambiar. Seguirías huyendo. Harías la maleta y después tú también le dedicarías tu sonrisa de siempre, esa sonrisa que, sí, todavía la contenía a ella. ¿Por cuánto tiempo? ¿Importaba eso acaso? No te ibas a quedar junto a alguien que no te amara, y no te ibas a quedar ni un minuto más.
Siempre defendiste que cuando el amor termina poco importa quién vence y quién pierde, quién es y quién no es perjudicado. El hecho es que la unidad se rompe, el edificio se desmorona y todo el tiempo que uno se quede a contemplar eso o a tratar de recoger o recomponer los cascotes es tiempo perdido. Lo que hay que hacer es irse. Irse en busca de lo que aún quede de uno, personal e intransferible, a la busca de la identidad anterior, pero en absoluto en busca del tiempo perdido. El tiempo no vale para ninguna otra cosa más: nunca lo recuperas, siempre se pierde.
Y tú no ibas a perder allí más tiempo que el imprescindible en hacer la maleta. Te irías lejos y, tal vez, sólo tal vez, cuando pasaran unos días, empezarías a escribir la novela. Una vez dijiste que eras un tipo con una novela dentro y ella de la sonrisa pasó a la carcajada.
—Si no una novela, lo que sí tienes es mucho cuento.
Mucho cuento... Pues ahora te ibas a ir y no le ibas a contar dónde. Porque ni tú lo sabías. Escapaste con tu habitual y enervante parsimonia escaleras arriba y viste el mapa abierto sobre el escritorio. Al vaciar los bolsillos se te quedó en la mano aquella moneda de un céntimo. ¿Habría todavía en los ojos de ella al menos un céntimo de amor? No te ibas a parar a comprobarlo. Ni a comprarlo. Tú por un céntimo no te arrodillabas. Ni tampoco ibas a tirar un euro al lado como excusa. Casa, hijos, propiedades... No, tampoco te ibas a arrodillar por eso.
 Y ahora gira la moneda sobre el mapa mientras un hombre hace la maleta intentando dejar fuera de ella todo lo que huela a pasado. Pero todo huele a pasado cuando el futuro planea sobre uno como un buitre. En cualquier caso, vete si te tienes que ir, vete cuanto antes. Si tienes que morir que sea lejos y si el futuro solo aparece para picotear con avaricia la carne y la piel que aún queda sobre los huesos de tu alma, alíviale el espectáculo a todos los que aún te aprecian. Cierra la maleta, ponte el abrigo negro y luego acércate a la mesa para ver a adónde irás, para comprobar en qué maldito lugar del mapa se ha detenido la moneda.

 

2. LA MALETA

Al volver del cementerio he tenido que encender la chimenea porque el frío me rondaba los huesos. Lo normal, a estas alturas del calendario, es que la calefacción lleve funcionando un mes pero este otoño ha sido diferente, extrañamente templado y poco lluvioso. No se ha cumplido el habitual “Por los Santos, nieve en los altos”, aún no hemos visto la nieve. En el cementerio, a falta de otras noticias, todo el mundo hablaba de lo mismo. El último Uno de Noviembre sin nieve que se recuerda en la zona fue el de hace veinticinco años.
A pesar de todo, a pesar del aire quieto y de un sol que asomaba a ratos, me he quedado fría. Las botas de suela de goma no han bastado para aislarme de la humedad de la tierra, que ha escalado poco a poco, a lo largo de mis piernas, hasta alcanzarme la cintura. Cuando he notado el estremecimiento del frío en el estómago me he despedido de Antonio.
Le he llevado unas flores. También llevé un frasco con agua y jabón para limpiar la losa y limpiametales para las letras doradas. Cuando acabé de sacarles brillo parecían de oro. Puse las flores sobre la lápida, saqué el rosario que me regaló y recé un Padrenuestro, diez Avemarías, un Gloria. Todo un Misterio. No rezaba un Rosario desde que dejé el colegio pero en aquel momento, rodeada de vecinos que visitaban a sus difuntos, me pareció lo más adecuado. No me fui entonces. Con la mirada fija en el mármol negro, seguí pasando las cuentas aunque ya no rezara. Solo repetía en mi cabeza, como si fuera la Letanía de Nuestra Señora, “Antonio, te echo de menos; Antonio, te echo de menos”, una especie de jaculatoria agnóstica. Me acordé de Agar, la profesora de yoga del Centro Cívico, que decía que, en el fondo, un Avemaría y un mantra vienen a ser la misma cosa.


R.I.P.
ANTONIO RODRÍGUEZ MORALES
*19- IV-1934 +24-VI-2006

Setenta y dos años. No es mala edad para morirse. Si Antonio hubiera nacido veinte años más tarde lo nuestro no habría sido lo que fue sino algo completamente diferente. Pero parece que mi sino es no estar nunca en el lugar ni en el tiempo adecuados. Porque Antonio ha sido el último de una serie que comenzó, en los tiempos del colegio, con Andrés; que continuó, ya en la Universidad, con Ramón y luego con Chema y que culminó, hace dos años, con Él. Después de tantos desencuentros empiezo a preguntarme si no seré yo la pieza defectuosa de este rompecabezas, si no será que me tocó el dibujante torpe y mis perfiles están tan mal diseñados que no encajan con nada ni con nadie.

El médico, con la delicadeza habitual en los de su profesión, me lo dijo sin anestesia ni nada (y eso a pesar de que era compañero de carrera de mi hermano y yo, por tanto, una paciente a la que se trata con otra consideración):
—Hay que quitarlo, puede ser maligno.
Cuando un médico dice “puede ser maligno” el paciente no piensa en el “puede ser” sino en el “maligno”. A continuación, como un río desbordado, incontenible en su ímpetu, todas las probabilidades (sobre todo las menos optimistas) derivadas de la malignidad se expanden por la llanura seca e indefensa del futuro: quirófano, postoperatorio, quimioterapia (seguro), radioterapia (con un poco de mala suerte), revisiones, pruebas molestas cuando no dolorosas (pero siempre inquietantes), unos años de tregua (tal vez) pero (lo más seguro) la Muerte, afilando su guadaña y sonriendo macabra, a la vuelta de pocos años. Parecía tan alejada, tan ajena a nuestra vida, que se diría que nunca nos iba a rozar. Sin embargo, ahí estaba, acechando en una esquina, en cualquier esquina, justo cuando menos se la esperaba.
¿Hace falta decir que, en momentos así, cuando todo se viene abajo, lo que un paciente necesita es algo a lo que agarrarse, algo que le sirva de apoyo para hacer frente a todo lo que se le avecina y que, al mismo tiempo, no le deje borrar de sus expectativas la probabilidad de que todo vaya bien? ¿Hace falta decirlo?
Al parecer sí. Al parecer, hay gente que no lo sabe. Él, por supuesto, no lo sabía. Él se derrumbó con la noticia. Empezó desmayándose (casi) en la consulta de ginecólogo de modo que el médico y la enfermera tuvieron que abandonarme, con mi cara de puñetazo recién encajado, y precipitarse a socorrerle; continuó con una actitud hostil hacia mí, como si aquel incidente, aquel diagnóstico, aquel obstáculo, fueran algo que yo hubiera tramado con el único fin de fastidiarle, de romper su perfecta vida organizada, y terminó con un magistral ejercicio de autocompasión gracias al cual consiguió que todo el mundo estuviera pendiente de lo espantosamente mal que estaba Él por “lo de Eva”, que todo el mundo corriera a interesarse por su estado de ánimo, le consolara y le animara, y que nadie (con excepción de mi hermano) cayera en la cuenta de que era yo la principal afectada, yo la que tenía la vida pendiente del resultado de una biopsia.
Era, desde luego, el peor momento para sentirse sola pero Él lo consiguió. Consiguió que me sintiera más sola que nunca. No me hundí entonces. Aguanté la espera y las pruebas preoperatorias con la mente en blanco, dispuesta a no pensar en nada, ni para bien ni para mal, hasta que la biopsia me dijera qué iba a pasar, cómo iba a ser mi vida a partir de entonces. Él pasó todo ese tiempo parapetado tras un silencio que parecía rencoroso, esquivando constantemente mi presencia y evitando cualquier situación en la que pudiera surgir una conversación sobre el tema; al verle así, yo me preguntaba qué clase de persona era aquel hombre con el que llevaba diez años viviendo, qué clase de fluido inmaduro y egoísta le corría por las venas y qué clase de idiota era yo, que no me había dado cuenta antes. Aguanté casi un mes, día tras día, no solo la angustia de la incertidumbre sino la tristeza de la mayor de las decepciones. No sólo mi futuro era incierto y, probablemente, breve: además, el hombre del que estaba enamorada, el amor de mi vida, la nave en la que pensaba navegar hasta llegar al último puerto, había resultado un perfecto timo, un completo imbécil.
“Tranquila, es benigno”, fue lo primero que oí al despertar de la anestesia. El médico tenía la voz alegre, le vi sonreír entre las nieblas de la semiinconsciencia y noté sus palmadas animosas en el hombro, en el brazo. “No ha hecho falta quitar nada pero, eso sí, te quedará una pequeña cicatriz”
“¿Qué te pasa?”, me decían amigos y familiares, “parece que no te alegra la noticia” y, a continuación, se iban a felicitarle a Él, a alegrarse con Él, pobre, que tanto había sufrido y tan mal lo había pasado con “lo mío”.
No volví a hablarle. No, al menos, de algo que no fuera estrictamente necesario. No dejé de decir las cuatro o cinco frases imprescindibles para lubricar el engranaje de una convivencia pero no volví a decir nada que pudiera indicar que esa convivencia fuera algo más que compartir una vivienda. Nunca fui brusca ni descortés, nunca dije nada que pudiera indicar enfado. No estaba enfadada. Simplemente, estaba sola con mi decepción, con la desilusión de haber pasado diez años junto a un perfecto desconocido que me había abandonado justo cuando más le necesitaba. ¿Qué podía esperar de Él a partir de aquel momento?
El tiempo cerró la incisión de mi pecho y empezó a difuminar la cicatriz mientras el silencio y la soledad me ayudaban a poner apósitos en las heridas de mi alma que (ésas no) no acababan de cerrarse.
Así llegó el día, después de varios meses, en que envié mi curriculum y mi solicitud, y la noche, semanas más tarde, en que le esperé con las maletas hechas y una despedida que no admitía réplica. Lo más gracioso del asunto es que Él, (¡Él!), no entendía nada, no se explicaba qué había pasado.
—Si no eres capaz de comprender por qué me voy... está claro que no mereces que me quede.
Tampoco me hundí al marcharme de casa, al cerrar aquella puerta tras la que quedaba lo que hasta entonces había sido mi vida. Aquella misma noche tomé un tren que llevaba a Genuina y, al día siguiente, un taxi me trajo a Priden.

Fue este lugar pero podía haber sido cualquier otro. Cuando lo que se pretende es olvidar, el único requisito que ha de cumplir el punto de destino es que esté lo bastante lejos como para que las probabilidades de encontrar a alguien conocido tiendan a cero. Cuando el recuerdo se comporta como un tirano implacable, empeñado en mostrar cada minuto su cara más amarga, lo único importante es encontrar un sitio donde nada, o casi nada, pueda convocarlo. Entonces todo resulta más sencillo.
O no pero, al menos, hay que intentarlo.
Porque no es nada fácil desnudarse, despojarse de todo aquello que significa pasado. La ciudad, la casa, las sábanas, las fotos de la mesilla de noche pueden abandonarse, dejarse atrás al cerrar una puerta que nunca volverás a abrir; el colgante de jade, el fular de seda, el llavero de plata pueden no tener sitio en la maleta y acabar en un paquete postal que enviarás a tu sobrina pero... ¿cómo puedes deshacerte de ti misma? ¿Cómo desembarazarse de la carga más pesada, la que no puede dejarse en la casa abandonada ni regalar a la sobrina favorita? ¿Cómo borrar todo lo que una mente ha sido capaz de guardar durante tantos años? Mi mente es el perfecto baúl de los recuerdos, tan amplia que le cabe todo, desde la crónica del viaje a Grecia, pasando por el bar en el que nos tomamos el primer café, hasta el trazo más fino de las arrugas de sus ojos, de los ojos de todos ellos pero, sobre todo, de los ojos de Él. He decidido llamarlo así, Él, con una rotunda mayúscula que significa que, si bien no fue el único, sí pensé que sería el último.
Un buen día, en uno de los muchos puertos que se abren al mar de la vida, encuentras la nave perfecta. Es grande, sólida, de altos mástiles y extensas velas. Parece que lleva esperándote toda la vida y que solo le hacías falta tú para zarpar. Es tan hermosa, la ves tan resistente, que decides realizar en ella la travesía más importante, esa travesía que conduce, a través de tormentas, huracanes, averías y corrientes, a la última parada, al último amarre. Estás tan segura de tu elección que te embarcas sin dudar un instante, sin confirmar que, realmente, su armazón es tan sólido como parece. Y todo va bien durante algún tiempo, bastante tiempo. Alguna vía de agua, algún desperfecto en las velas, algún cabo mal sujetado... nada que no pueda solucionarse sobre la marcha. Y también de pronto, al cabo de ese tiempo, te das cuenta de que el barco no es tan fuerte como creíste. Su fragilidad se pone de manifiesto en el momento más duro, cuando se supone que tenía que soportar sin daños los más fuertes golpes de mar, la peor galerna. Y entonces, antes de que se venga a pique (o, tal vez, porque se está yendo a pique) hay que desembarcar a toda prisa en el primer puerto, hacer la maleta con las pocas cosas que son realmente imprescindibles y partir de nuevo, sola una vez más, ahora con rumbo desconocido, porque no hay punto de destino en este billete, no sabes a ciencia cierta a dónde te diriges, no tienes ni idea de a dónde vas porque te limitaste a solicitar una interinidad en un lugar cuyo nombre no has oído nunca, tan pequeño y tan escondido entre las montañas que has tenido que buscarlo con lupa en el mapa.

 

 

 

 

 


 


cubierta de nombre del libro

martes, 18 de diciembre de 2012

MENTIRAS

Otro micro, para no cansar el personal. Además, el tema cuadra con las fechas (entrañables y señaladas, como todo el mundo sabe).






MENTIRAS

Se fue a la cama temprano y sin rechistar y fingió dormir cuando mamá entró a arroparle. Estaba tan impaciente que no le costó ningún trabajo mantenerse despierto. Era muy de noche cuando se escabulló como un gato y bajó al salón. Se escondió detrás del sofá y esperó. No tardaron mucho en llegar. Caminaban de puntillas y llevaban un montón de paquetes que depositaron junto a la chimenea. Luego se comieron las pastas, se bebieron la copa de anís y les dieron el pan duro a los camellos.
Entonces supo que mentían todos los que le habían dicho que los Reyes son los padres.

lunes, 17 de diciembre de 2012

AMOR A PRIMERA VISTA

En el post anterior hablé de "Gigantes de Liliput" pero no dije que es un libro lleno de auténticas joyas de ciento veinte palabras. Es evidente que con "Cinta de Moebius" los encargados de la antología hicieron una excepción que agradezco en el alma.
Me costó un poco pero finalmente yo también aprendí a encajar una historia en esa medida exacta.


 

AMOR A PRIMERA VISTA

Desde el otro extremo de la barra, el barman le clavó los ojos y se acercó sin dejar de mirarla.
—¿Qué va a tomar?
Se azoró un poco. Era guapo, le gustó su mirada. Y su boca.
—Ponme lo que quieras.
Preparó la mezcla, adornó la copa con un cerco de azúcar y media rodaja de naranja. Le sirvió la bebida y esperó a que diera el primer sorbo.
Era fuerte y tenía un regusto amargo, pero el dulzor del azúcar suavizaba su dureza. Levantó la cabeza y, cuando su mirada se encontró con la del barman, un calor intenso le creció en el vientre y un agobio en el pecho le cortó la respiración.
—Está... muy bueno —dijo después de unos segundos— ¿Cómo se llama?
—"Amor a primera vista"

sábado, 15 de diciembre de 2012

CINTA DE MOEBIUS

Valga lo que sigue (*) como pequeño homenaje a Marcus Cornelius Escher, a quien admiré durante mucho tiempo sin saber quién era.






CINTA DE MOEBIUS

Al llegar al portal se dio cuenta de que se había dejado las llaves del coche en la mesilla.
Regresó a casa, abrió la puerta y de dirigió al dormitorio pero, antes de llegar, sonó el teléfono. Era su madre, que quería ir de compras por la tarde y que si podría acompañarla y, de paso, llevarle la receta del protector gástrico. Fue a buscar la receta para dejarla a mano y, al pasar frente a la puerta de la habitación de su hijo,  vio un envase de yogur con la correspondiente cucharilla encima de la mesa de estudio. Llevó ambos a la cocina, metió la cuchara en el lavaplatos y tiró el envase a la basura. Le pareció que la bolsa estaba bastante llena, la sacó del cubo, la cerró y puso una bolsa nueva. Se fijó en que el bebedero del perro estaba casi vacío y lo rellenó con agua fresca. Dejó la bolsa junto a la puerta, para que no se le olvidara al salir y vio que la ventana del salón había quedado abierta de par en par. Entró en el salón y cerró la ventana y, de paso, se llevó un cenicero sucio. Lo dejó en el fregadero, apagó la luz, buscó en el ropero un paraguas, porque le había parecido que el día estaba de llover, cogió la bolsa de la basura y salió.
Al llegar al portal se dio cuenta de que se había dejado las llaves del coche en la mesilla.



(*) Este microrrelato está incluido en la antología de microrrelatos de varios autores "Gigantes de Liliput", editada por Atlantis bajo el sello de Netwriters. Los míos son de los peores.

viernes, 14 de diciembre de 2012

CAMINO DEL FARO

De ayer mismo, para el Tintero de Netwriters, sobre una idea de Nucky. Ella tiene ideas, yo tengo tiempo. No es exactamente lo que ella quería, claro, pero, como le dijo San Isidro a su patrón, "Aré lo que pude".



CAMINO DEL FARO

La noche es oscura y sin estrellas pero el reflejo intermitente de la luz del faro permite ver el camino sin asfaltar que asciende por el borde del acantilado. Es empinado y pedregoso y en algunos tramos se estrecha tanto que tenemos que caminar en fila. Peter delante y Desmond detrás o Desmond delante y Peter detrás pero siempre yo en medio de los dos.
No hay truenos ni relámpagos, sólo la lluvia que cae sobre nosotros sin misericordia, como si quisiera hacernos purgar un antiguo pecado. Son gotas gruesas, rápidas, piedras líquidas que al caer en los charcos estallan en pequeñas tempestades circulares. Nos golpean oblicuamente mojando nuestra ropa, metiéndose en nuestros zapatos. Después de varios minutos de ascenso, tenemos el pelo empapado. Peter camina ahora a mi derecha y veo el agua resbalar por su cara, alcanzar la punta de su nariz. Saca un pañuelo para enjugarla y lo hace con aire furtivo, temeroso.
De los tres, yo soy el más desprotegido, llevo solo una cazadora de cuero, insuficiente a todas luces para protegerme del temporal. Desmond y Peter llevan amplios abrigos de paño grueso. Después de lo que se ha visto hasta ahora, no es difícil adivinar que bajo la holgura de las prendas se ocultan sus armas. Yo, también está claro, no llevo ninguna.
El ruido de las olas al romper es tan fuerte que apenas podemos oírnos y el mismo viento que inclina la lluvia se mete en nuestros oídos y los llena de un zumbido ensordecedor. Por eso Desmond levanta la voz.
—¡Vamos, muévete! —me grita con voz áspera—, ¡no tenemos toda la noche!
A Desmond se le nota la frialdad del que sólo sirve para cumplir órdenes, para hacer su trabajo con eficacia. Por eso es el favorito del jefe, por eso el jefe le ha hecho este encargo. Tengo que desaparecer y, a ser posible, sin dejar rastro. Desmond camina firmemente, sin dejar que las piedras del sendero desequilibren sus pasos, y de vez en cuando se palpa la sobaquera para asegurarse de que su pistola sigue allí. No cabe duda de que no tendrá ningún reparo en usarla. Peter, en cambio, ha dado ya de muestras de inseguridad. Su gesto al sacar el pañuelo, por ejemplo, o la forma en que hunde las manos en los bolsillos del abrigo o la mirada furtiva que me lanzado hace un segundo. Llegado el momento, Peter podría arrepentirse.
Ya hemos llegado a lo más alto de la roca y estamos junto a la barandilla, al pie del faro. Ahora Desmond me empujará hacia ella para dejarme al borde del vacío mientras busca la pistola que espera bajo su sobaco, la sacará y me pondrá el cañón debajo de la mandíbula.
“No perdamos más tiempo”, dirá mirando a Peter, esperando que saque su arma y me encañone también, y yo tendré que lograr una expresión a medio camino entre el pánico que produce sentir la muerte respirándote en el cogote y la frágil esperanza del héroe que no da nada por perdido aunque todo esté en contra. Mi rostro tendrá que ser el reflejo del miedo más profundo pero en mis ojos tendrá que adivinarse la posibilidad de que, en el último segundo, Peter reaccione, se vuelva contra Desmond y entre los dos lo empujemos y lo tiremos al mar.

—¡Coooooooooooooooooooorten!
La lluvia cesa de repente, se encienden varios focos y Ladzslo, el director, emerge desde detrás de la cámara y viene hacia mí haciendo aspavientos.
—¡Fantástico, Liam! —dice, con la cara congestionada por la satisfacción—, ¡Has estado fantástico!