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domingo, 2 de diciembre de 2012

EL VIAJE SOÑADO

Hoy, por ser día de reapertura, ración doble:





EL VIAJE SOÑADO


Con el amanecer, la silueta de los edificios del puerto de Singapur apareció en el horizonte. Impaciente, terminó de cerrar las maletas y se aseguró de que no dejaba nada olvidado en el camarote. Afortunadamente, se había dado cuenta a tiempo de que el camisón que le había hecho la tía Enriqueta estaba colgado en una de las perchas del baño, debajo de la toalla grande. Si hubiera perdido ese camisón la tía Enriqueta no se lo habría perdonado nunca. Hizo la última comprobación y subió a cubierta.
Se acodó en la borda con la vista fija en la lejanía de la ciudad. Ni el calor ni la humedad conseguían distraerla de su obsesión. Singapur… por fin estaba llegando, por fin ese nombre había abandonado el saco de los nombres extraños y desconocidos, Samoa, Ceilán, Bali, Katmandú… Todos ellos sonaban lejanos y misteriosos, no habría sabido decir qué clase de lugares eran ni habría sabido localizarlos en un mapa pero los imaginaba llenos de edificios de arquitectura insólita, de gentes de razas exóticas que comían guisos y alimentos más exóticos aún y tenían costumbres sorprendentes, de animales que nunca había visto.
Un miembro de la tripulación se acercó a ella. Lo reconoció a pesar del sombrero rojo, era uno de los camareros de su cubierta. Le hizo una ligera reverencia y le dijo algo en aquella lengua desconocida que hablaba pero que ella entendía sin problemas: “Tardaremos una hora en llegar a puerto, señorita”. Ya imaginaba algo así, aunque pareciera que podría tocarse con solo alargar la mano, el horizonte solía estar bastante lejos.
Sonrió agradeciendo la información y volvió a mirar a la ciudad. Por fin, una de las grandes incógnitas geográficas de su vida iba a dejar de serlo. Y no solo eso. En Singapur la estaría esperando Miguel. Miguel… Después de tantos meses, de tantos problemas, por fin Miguel.
El ruido de un pequeño alboroto la hizo girarse. Tras ella, dos niños de unos siete años peleaban por un juguete, parecía un muñeco de peluche. “Vaya horas de estar aquí unos niños”, pensó, “¿dónde están sus padres que no están aquí para llevárselos a desayunar?”. Uno de ellos era de un pelirrojo escandaloso, le recordó a su primo Tinín cuando era pequeño. Entonces se fijó en que el otro niño tenía la misma cara que su hermano Alberto en la foto de la Primera Comunión.  “¡Tinín, Alberto!”, gritó, “¿qué haceis aquí”? Su voz sorprendió a los niños que dejaron de pelear y salieron corriendo. En la huida, abandonaron el muñeco de peluche. Se acercó y lo recogió del suelo. Lo abrazó sin darse cuenta y decidió tumbarse en una de las hamacas que se alineaban en cubierta. Estar tumbado es más cómodo que estar de pie y, probablemente, eso haría la espera más corta.
No habían pasado ni cinco minutos cuando apareció de nuevo el camarero. Se había quitado el sombrero rojo y empujaba un carrito con un servicio de desayuno. Lo aparcó junto a ella y se secó nerviosamente las manos en el delantal. “”Lo siento, señorita, se me han olvidado las lentejas”, dijo en su idioma extraño, “las traigo inmediatamente”. Bueno, estaba claro que las lentejas eran típicas en el desayuno de Singapur y que el camarero, amablemente, quería que se fuera haciendo a las costumbres locales.
Imaginó que, a partir de entonces, desayunaría lentejas, té y cualquier clase de bollo típico todos los días, en compañía de Miguel y ese pensamiento la llenó de una felicidad indefinible. Miguel y Singapur…
Se incorporó para alcanzar el zumo de naranja. Qué extraño, el color del cielo no había cambiado apenas, como si el amanecer se hubiera detenido. Tampoco la silueta de la ciudad parecía más cercana… ¿acaso el barco no avanzaba? Tal vez los amaneceres eran distintos en el hemisferio Sur (porque Singapur está en el hemisferio Sur, ¿verdad?) y tal vez el barco se había detenido momentáneamente por algún contratiempo sin importancia.
A lo lejos apareció el capitán fumando un enorme puro y agitando vigorosamente una campanilla. El sonido era cada vez más fuerte, más cercano, y muy raro, porque la campanilla no hacía “tilín-tilín” como todas las campanillas del mundo, sino más bien “pi-pi-pi-píiiii, pi-pi-pi-píiiii!...
Abrió apenas los ojos, alargó la mano y apagó la alarma del despertador de un manotazo. Aún era pronto, podía remolonear un poco y dormir un ratito más. Solo un poco más, aunque solo fueran diez minutos. Con un poco de suerte, podría volver al sueño, llegar a puerto y, por fin, encontrarse con Miguel y conocer Singapur.

4 comentarios:

  1. Esa indescriptible sensación de que sabes que todo es un sueño pero que te quieres quedar en él, por absurdo que sea: el camisón que te hizo la tía Enriqueta, las lentejas del desayuno, tu primo Tinín ¡¡¿allí??.. Pero es igual, todo es lógico y no lo quieres perder.

    Por otra parte espero que no tenga muchos errores de ese tipo "orto" que me traen a mal traer (mi comentario, no tu relato, que es... es.)

    Besos,Maga.

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    1. "Orto-" no tiene ninguno, quizás algún "tipo-" pero nada grave.
      :-)
      Gracias por todo, preciosa, qué ilu me hace que me digas "Maga". Ya sabes, mi Julio.

      Besos, muchos.

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  2. ¡Humm! Real como la vida misma. ¿Cuándo un sueño deja de serlo? Difícil predecir qué personajes se incluyen en él.
    ¡Feliz amanecer! ¡Dulces sueños!

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    1. Dulces sueños, Rosa preciosa, aunque con un poco de retraso.
      Y un abrazo enorme.

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