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miércoles, 29 de octubre de 2014

TALLER DE REPARACIÓN

Hay que poner el vehículo a punto antes de salir de viaje. Ciento veinte palabras.



Imagen tomada de moddb.com



AVERÍA  

—Y, al final, ¿qué es lo que tiene? —preguntó la dama de largo abrigo entallado y sombrero picudo.
—Pues el compañero lleva toda la mañana con ella y parece ser que se le ha escoriolado el manillón del aceleramiento —contestó el mecánico rascándose el cabello hirsuto y ralo por debajo de la gorra.
—¿Y tardarán mucho en repararla?
Parecía impaciente. El mecánico entornó los ojos y miró a la mujer con el gesto resignado de quien soporta el mismo contratiempo todos los días.
—No sabría decirle… dos días, tres… Todo depende del estado de la pieza.
La escoba descansaba sobre el banco, rodeada de herramientas.

—¿La podrían tener lista el viernes, que tengo Aquelarre en los bosques del Norte?


lunes, 27 de octubre de 2014

AMIGOS

Otro mueble de Manseon.



Foto tomada de entrebarrancos.blogspot.com


LA CENA


—¿Qué hace, señorita Robles?
Marion, el ama de llaves, me dedica una mirada de ligero reproche cuando se asoma al comedor y me ve  aplicada a la tarea de poner los cubiertos en la mesa.
—¿Carne o pescado? —pregunto como si no la hubiera oído. Pero le sonrío y ella comprende.
—Carne, querida—me contesta en tono profesional. Y sonríe también mientras se acerca a mí—, el famoso roast-beef de Arthur, con varias salsas de mostaza y verduras asadas en pudding de Yorkshire.
—Eso suena delicioso, Marion —digo mientras le paso la bandeja con los cubiertos—. Disculpe la intromisión pero me hacía ilusión preparar una mesa para tanta gente.
Me mira confundida.
—¿Ilusión?
—Sí. ¿Le extraña? —Marion asiente y entonces le explico—. Mi padre murió cuando mi hermano y yo éramos pequeños, nuestros parientes vivían lejos y en mi casa solo recuerdo mesas con tres servicios. Me habría gustado tener más hermanos, tíos o primos que nos visitaran, amigos de los que vienen a verte y se quedan a dormir. Me habría gustado ver la mesa del comedor de mi casa extendida, cubierta con un bonito mantel de hilo blanco y dispuesta con la vajilla de mi madre, con las copas de cristal tallado de mi abuela, con los cubiertos de plata, esperando a que llegaran amigos o parientes y la casa se llenara de risas y olor a asado.
—Ya comprendo.
—Por eso me gusta esta casa, Marion, es lo más parecido que he encontrado a ese deseo que nunca se cumplió.
—Le confesaré una cosa: a mí también me gusta verles a todos ustedes alrededor de la mesa. De alguna manera, somos como una gran familia, ¿no cree?
Lo creo, sí. Una familia, con todo lo que eso implica.
—¿Sabe si Héctor está en el salón? Me apetece un martini y él los prepara como nadie.
—No sabría decirle, miss Robles, vi al señor Latorre a la hora del desayuno, dijo algo sobre un paquete que tenía que enviar así que es probable que haya ido al pueblo, a la oficina de correos. Quien sí está en el salón es el señor Cooper.
—Gracias, Marion.
Encuentro a Benjamin sentado frente al ventanal que da al jardín, mira a lo lejos, hacia el invernadero,  y acaricia a Kant que ronronea en su regazo. Sigo su mirada y descubro a Louise en el exterior, inclinada sobre un macizo de hortensias. Cambio de opinión y, en lugar de acercarme a Benjamin, doy la vuelta, cruzo el salón y salgo al tibio sol de la tarde. Louise me ve llegar pero se mantiene en silencio, ni siquiera hace un intento de sonreír, pero sé que se alegra de verme, que espera mi mano en su hombro y el beso con el que la saludo. No decimos nada. Desde los tiempos de Londres hay entre nosotras una complicidad, una especie de empatía que, en muchas ocasiones, hace innecesarias las palabras. Le aparto el pelo de la cara y le acaricio ligeramente la mejilla. Entonces le brota un brillo casi alegre en los ojos.
—Algún día tendrás que explicarme cómo consigues ese maravilloso color azul, Louise —le digo, admirando las hortensias, y regreso a la casa.
Benjamin nos ha visto desde su puesto de vigilancia y, cuando vuelvo a entrar en el salón, me señala el sillón que está a su derecha y me invita a sentarme.
—Algún día conseguiremos que sonría, Vic —dice mirando hacia Louise.
—Estoy segura de ello, Ben.
En ese momento llega Akane. Ha debido de entrar por la puerta de atrás porque no me he cruzado con ella. Lleva una cesta llena de flores y hojas verdes. Nos saluda con gesto alegre y anuncia:
—Voy a preparar unos bouquets para la mesa.
Y sale en dirección al comedor. Benjamin me mira.
—Akane ya empieza a hacerlo —dice, y yo caigo en la cuenta de que se refiere a la sonrisa que nos ha dedicado nuestra amiga japonesa.
—Le sentó muy bien la fiesta de su cumpleaños. Qué bonita estaba con aquel vestido de color perla…
—Respecto a esa fiesta hay una cosa que me tiene muy intrigado, querida.
—¿Qué cosa es?
Benjamin me mira a los ojos y luego rodea mi rostro con la mirada.
—Me pregunto cómo conseguiste reducir esa maraña de pelo a la disciplina de un moño estirado.
Mi carcajada es explosiva, incontenible.
—Trucos de mujer —le digo cuando consigo dejar de reír.
Kant despierta en ese momento, se despereza y salta al suelo sin fijarse en mí. Le llamo pero no me hace caso, no sé si no me oye o si ha decidido ignorarme porque va derecho hacia la cocina. Tal vez va a suplicarle a Marion una pequeña porción de roast-beef, tal vez va en busca de Schrödinger, su alma gemela.
—¿Dónde has dejado tus cuadernos? —pregunta de pronto Benjamin.
—En la biblioteca, estuve leyendo y escribiendo un rato antes de…
—¿Sobre qué escribías? —me interrumpe.
—Estaba escribiendo un relato sobre… —empiezo a decir.
Pero me detengo. No sé cómo explicarle a Ben que anoche, mientras daba vueltas en la cama buscando un sueño que se resistía a llegar, recordé la fiesta de Akane, cuando pasamos al salón después de cenar y, entre murmullo de voces y crujidos de seda,  comenzamos a situarnos, a escenificar una lenta coreografía  que poco a poco, al ritmo de “As time goes by”,  fue distribuyendo personas y ubicaciones —bailando en el centro de la habitación, saboreando una copa junto al fuego, charlando en voz baja— hasta componer un cuadro que parecía la mise en scène de un exquisito escenógrafo. El aire del salón se posaba liviano sobre las figuras que se movían lentamente o se detenían junto al sofá o la chimenea, la luz envolvía algunos cuerpos y parecía aislarlos del resto mientras a otros los esquivaba como si quisiera ocultarlos y la música llenaba el espacio de notas evocadoras. Y entonces pensé, una vez más,  como tantas otras veces he pensado, que quizás la vida de todos y cada uno de nosotros, todas las circunstancias que nos habían conducido hasta allí y todo lo que había ocurrido y podía ocurrir en el futuro, podría no ser otra cosa que el sueño de una mente lejana; que nuestra realidad, tan real a nuestros ojos, podría no ser más que un mundo que alguien imagina y en el que nos movemos a su antojo, como los personajes de las novelas que llenan los anaqueles de la biblioteca, y no hay nada que garantice que nuestra existencia sea más cierta o consistente que la suya.
En cualquier caso, seamos reales o irreales, estemos hechos de carne y hueso o del material con el que se fabrican los sueños, lo cierto es que cada día que pasa estamos más cerca unos de otros, cada día añade una gota de aproximación, de comprensión, de afecto, como si alguien se hubiera empeñado en convertir a un grupo de perfectos desconocidos en una pandilla de viejos amigos.

Oímos la voz de Liam que se acerca por el pasillo explicándole a Arthur las maravillas de su nuevo auto y, a través del ventanal, vemos a Héctor que camina hacia la casa.

—¡Mira, es Héctor! —exclamo. Me alegra la llegada de nuestro amigo porque me permite cambiar de conversación —Voy a pedirle que me prepare un martini.

domingo, 26 de octubre de 2014

FANTASÍA

Este es uno de los fragmentos con los que contribuí a amueblar Manseon, una preciosa casa de la campiña inglesa.






Imagen tomada de avernolandia. wordpress.com




EL DESVÁN

La casa de mis padres no tenía buhardilla, tenía desván. Al menos así llamábamos mi hermano y yo a aquel espacio inmenso lleno de sombras al que se accedía desde una estrecha escalera que arrancaba del primer piso y al que nos escapábamos a jugar en cuanto teníamos ocasión. Había baúles con ropajes antiguos, un montón de trastos viejos, estanterías con libros enmohecidos por la humedad, muebles desvencijados y un enorme armario de sacristía en el que colgaban varias casullas. Nuestros favoritos eran, sin duda, los baúles, en los que encontrábamos ropas suficientes para disfrazarnos casi de cualquier cosa. El preferido de Jorge era un sombrero de ala ancha con el que se convertía, ayudado por su espada de madera, en un mosquetero dispuesto a rescatar a la princesa del barco donde los piratas la mantenían prisionera. Cuando le ganaba aquel afán aventurero, que era casi siempre, me obligaba a ponerme un viejo vestido de aya, me escondía en un rincón, detrás de un antiguo espejo de pie, y me ordenaba permanecer quieta y en silencio hasta que él, después de recorrer el desván varias veces, de acá para allá, blandiendo su espada contra fieros piratas imaginarios, esquivando ataques y votando a bríos constantemente, llegaba a salvarme.

Yo protestaba porque aquel papel pasivo me aburría sobremanera. Yo quería ponerme un sombrero, ceñirme una espada y pelear contra los piratas, pero Jorge no transigía.

—Si tú también eres mosquetero, entonces… ¿a quién rescatamos?

Entonces le propuse invertir los papeles: él se quedaría detrás del espejo, esperándome, mientras yo me deshacía de mis adversarios.

—Eso no puede ser —dijo con absoluta convicción.

—¿Por qué?

—Porque tú eres chica y yo soy chico.

Aquel argumento no me convenció, no llegaba a ver la relación entre mi condición de chica y la posibilidad de disfrazarme de lo que me viniera en gana. ¿Si yo quería ser mosquetero por qué no podía serlo? Pero desistí de plantearle a Jorge semejante discusión. Algo me decía que mi hermano no iba a aceptar mis razones. Pero no me di por vencida.

—Podríamos esconder a Nora detrás del espejo y rescatarla los dos.

—¿A Nora? Pero si es una muñeca…

—¿Y eso qué más da? Nos imaginamos que es la princesa, lo mismo que te imaginas tú que la princesa soy yo.

Y la misma fantasía que convirtió a  Nora era una princesa cautiva nos convirtió a nosotros, a lo largo de varios años, en magos, guerreros, reyes, soldados, dragones, brujos…

—¿Sabes una cosa, Vicky? —me preguntó Jorge una tarde después de que, convenientemente disfrazados de exploradores, hubiéramos rescatado un fastuoso tesoro de una mina abandonada en las montañas congoleñas.

Yo no sabía.

—Cuando sea mayor seré explorador de verdad. Viajaré a países desconocidos, conoceré gente distinta y veré paisajes y animales diferentes a los que tenemos aquí.

Me pareció buena idea y pensé decirle que le acompañaría, como le había acompañado en las aventuras del desván, pero enseguida le vi un inconveniente al proyecto: ser explorador es algo que lleva demasiado tiempo, hay que viajar constantemente, por no hablar de las distancias que hay que recorrer para encontrar un tesoro. No nos quedaría tiempo para ser nada más, ni príncipes ni hadas ni médicos ni capitanes de barco…

 De pronto, se me ocurrió la solución a ese problema.

—Vale, tú puedes ser explorador. Yo me quedaré en casa y seré todo lo demás.

Jorge no me entendió a la primera.

—¿Todo lo demás?

Tuve que explicárselo.

—Sí, todo lo que tú no podrás ser porque estarás explorando y no tendrás tiempo para otras cosas.
Me miró desde la superioridad intelectual y moral que le otorgaba el hecho de haber nacido dos años antes que yo.

—¿Qué tontería es esa? Nadie puede ser “todo lo demás”, solo se puede ser una cosa, dos a lo sumo.

—Yo puedo.

Sonrió, incrédulo y burlón.

—Ah, ¿sí? Y… ¿me puedes decir cómo piensas hacerlo?

Yo también sonreí pero en mi sonrisa estaba la certeza del que ha encontrado un argumento definitivo, irrebatible.


—Escribiendo. 


viernes, 24 de octubre de 2014

ECLIPSE DE SOL

Sacado del fondo del armario.
Bueno, del fondo no, del segundo cajón.



Foto tomada de www.tripadvisor.com.ar



SUPERVIVIENTE


Miyoko nació el seis de agosto de mil novecientos treinta. El parto se había adelantado una luna y Miyoko nació pequeña, delgada y tan débil que apenas tuvo fuerzas para respirar. Su abuela Mariko la tomó en brazos, le limpió la cara con un lienzo de lino y la puso sobre el vientre de su madre.

—Dale tu calor, Kimiko, o no llegará a ver el sol de mañana.

Miyoko no sabía mamar. Durante sus primeras semanas de vida se alimentó de la leche que su madre, apretándose el pecho, dejaba caer sobre su boca. A pesar de la fatiga, la pequeña se afanaba en tragar cada gota y cuando su madre rozaba la palma de su mano con un dedo, los de la niña se cerraban en torno a él. La abuela Mariko, al ver el empeño de la criatura en seguir viviendo, la miraba con orgullo y decía  en voz baja: "Es luchadora, sobrevivirá".


Cuando Miyoko tenía siete años, la mula de su vecino, el señor Nakamura, la coceó cuando pasaba junto a la cerca y le rompió una pierna. Tuvo una infección tan grande que llegaron a temer por su vida, incluso pensaron que, de salvarse, quedaría coja para siempre. Pero Miyoko, con la misma tenacidad con que había bebido la leche de su madre, luchó contra la fiebre y contra el dolor y, a los pocos meses, caminaba como si nada hubiera sucedido.
El día de su decimoquinto cumpleaños, Miyoko se levantó temprano, puso guisantes y arroz cocido en la caja para el almuerzo y se despidió de su madre.

—Itekimas, okásan.

—Iterasai, Miyoko san.

Cogió su bicicleta y empezó a pedalear fuerte hacia la ciudad. Eran ya las ocho de la mañana y no quería llegar tarde a la escuela. Todos los alumnos habían sido movilizados por una Orden de Gobierno para realizar trabajos de prevención de incendios y el maestro les había insistido en la importancia de la tarea. Si se daba prisa, llegaría antes de las ocho y media.

Eran las ocho y cuarto cuando empezó a cruzar el puente Kyobashi. Miyoko levantó la cabeza hacia el cielo y agradeció el calor del sol y el aire limpio de la mañana. Sonrió al pensar en Yoshio, su compañero de clase, que la víspera la había obsequiado con una sonrisa y con un cisne de papel doblado, y en el regalo de cumpleaños que la esperaba cuando volviera a casa. Fue su último pensamiento antes de que la nube de viento abrasador la engullera e incendiara sus ropas.



Durante semanas, Kimiko curó las quemaduras del cuerpo de su hija. Al caer de la bicicleta, envuelta en llamas, Miyoko había rodado sobre el suelo y, finalmente, había saltado al río. Eso había salvado su vida.


Era una superviviente y había sobrevivido pero hasta que murió, el doce de octubre de mil novecientos noventa y cinco, no dejó de recordar ni un solo día la mañana de agosto en la que el sol había desaparecido ante sus ojos, eclipsado por una nube de uranio preñada de muerte.


lunes, 13 de octubre de 2014

¡SORPRESA!

Los amigos de Facebook, que son unos liantes, y han organizado una cadena para escribir micros. Menos mal que he pillado a la musa de buen humor.



Imagen tomada de cloudmp3.mobi



UN DÍA DIFERENTE

La primera sorpresa se la llevó nada más despertar cuando vio que, contra su costumbre, estaba de un humor excelente.
La segunda tuvo lugar en el pasillo, mientras caminaba hacia el cuarto de baño. Su espalda no había protestado al enderezarse y sus rodillas no habían crujido con los primeros pasos.
La tercera le esperaba en el espejo. Cuando se asomó para comprobar que tenía el mismo mal aspecto de todos los días, el cristal no le devolvió ninguna imagen.

La cuarta y última estaba apoyada en el marco de la puerta. Sus facciones le recordaron a las viejas fotos en sepia de su bisabuelo. Tenía alas en la espalda, le sonreía y le hacía señas indicando que le siguiera.


viernes, 10 de octubre de 2014

LA FERIA



Y parecen atracciones para niños...




Imagen tomada de eltrendelabruja.com



EL TREN DE LA BRUJA


—Vamos a entrar, venga…

—Pero si todo eso son tonterías, niña…

Estaban parados frente al anuncio de “Barok, mago babilónico”. Desde un vistoso cartel en negro y plata, el rostro enigmático de Barok, enmarcado por un turbante de color turquesa e iluminado por la luz que desprendía una bola de cristal, prometía adivinar el futuro con diversas artes.

—Venga, sí…

La niña era testaruda. Cuando algo se le metía en la cabeza era imposible sacárselo. La noche anterior, sin ir más lejos, había vuelto a despertarle de su siesta frente al ordenador a pesar de que le había prohibido que lo hiciera. Tenía veinticinco años pero seguía siendo tan cabezota como cuando tenía cuatro.

—… si es solo por curiosidad, a ver qué dice…

—Qué va a decir… nada.

Barok, en efecto, no dijo nada acerca de su futuro. Pero, cuando entraron en su gabinete, pasó por alto la presencia de la niña y fijó la mirada en él, como si le hubiera esperado durante mucho tiempo y se sorprendiera de verle.

—Has tardado en venir, tienes que hacer un largo viaje —anunció sin apenas levantar la voz.

Antes de que pudieran hacer o decir nada, el mago agachó la cabeza e hizo un gesto con la mano invitándoles a salir. La niña quiso protestar pero el gesto se repitió, acompañado de una mirada que no admitía réplicas.

—Qué grosero —se quejó la niña cuando estuvieron fuera de la carpa—, qué maleducado… Si no me ha dejado hablar…

—Son todos unos charlatanes, hija.

—… y encima no nos ha adivinado el futuro…

“Conmigo habría tenido poco trabajo”, pensó. Porque, desde la muerte de Celia, su futuro se había convertido en un pasaje sin esperanza que parecía no tener final y que solo se iluminaba, de vez en cuando, con las visitas de la niña. Se había ido a vivir fuera pero no olvidaba a su padre.

—¿Subimos al tren de la bruja?

El  tren de la bruja era la atracción preferida de la niña cuando era pequeña. Todos los años tenía que subir una o dos veces, a pesar de que se sabía de memoria el recorrido y los lugares donde aparecían la bruja y los demás sustos. Recordaba a Celia abrazando a la niña, protegiéndola de los escobazos, como si ninguna de las dos supiera que eran de mentira. En realidad, lo que las divertía era fingir que los ataques las pillaban por sorpresa. Lo que sí los había pillado por sorpresa a la niña y a él había sido el camión que tomó la curva a demasiada velocidad y se echó encima de los peatones que esperaban en la acera. Celia salió disparada contra un árbol, murió casi en el acto y él no había tenido tiempo de despedirse de ella, de darle el último beso y decirle el último te quiero.

La niña se acomodó en el asiento, tiró de la barra de seguridad y se apretujó junto a él. “La echas de menos, ¿verdad?”, pensó, pero no dijo nada. El coche empezó a moverse lentamente hacia la primera cortina negra.

Cuando la cortina se abrió, no apareció el túnel que simulaba una cueva tenebrosa ni les cayeron del techo varios murciélagos. En lugar de oscuridad y ratones voladores, una intensa luz le deslumbró. Cegado, apretó los ojos y, cuando empezó a abrirlos lentamente, vio que, frente a él, Barok, el mago babilónico, le tendía la mano.

“Ven conmigo”, dijo.

No se detuvo a pensar. Se levantó y fue tras el mago, caminando sobre un suelo de aire. A los pocos pasos, Barok se hizo a un lado y él pudo ver a la mujer. “¡Celia!”. Estaba tan hermosa como él la recordaba, tan dulce. Seguía teniendo la misma sonrisa. Se acercó a ella, la abrazó como la había abrazado la primera vez y volvió a sentir que la eternidad cabe en un segundo. “¿No querías darme el último beso?”. La besó como la había besado la primera vez y volvió a sentir que el centro del Universo estaba en sus labios. “¿No querías decirme te quiero?”. “Te quiero”.

Sin dejar de sonreír, Celia se apartó un poco. “Quiero que le des esto a la niña”, dijo mientras se quitaba la alianza, “me gustaría que la llevara”. Le puso el anillo en la palma de la mano derecha y luego la cerró con las suyas. Le miró a los ojos y él volvió a sentir que el tiempo y el espacio estaban en aquella mirada. “No importa el tiempo que tardes en venir”, dijo ella, “te estaré esperando”.



Le dolió el codazo en el costado.

—¡Padre! ¡Te has vuelto a quedar dormido!

El coche salía ya del túnel hacia la claridad de la tarde. Dos payasos apostados en la curva intentaron los últimos escobazos.

—¡Eres un lirón! —rió la niña.

Se puso en pie y alargó el brazo con la mano abierta para ayudarle a salir del coche.
Él pensó que la niña tenía razón, que desde hacía algún tiempo se quedaba dormido en cualquier parte, a cualquier hora. Sería cosa de la edad. O, tal vez, de que no tenía nada mejor que hacer. Dormir y esperar, esperar el el día en que le tocara viajar.

—¿Dónde vamos ahora? —preguntó la niña, y fue a cogerle de la mano, como cuando era pequeña, pero encontró su puño cerrado —¿Qué tienes ahí?

Se detuvo sin pensar y la niña le miró sorprendida. Él la miró también y luego bajó la vista hacia su mano. No estaba seguro de que estuviera apretada porque guardara algo en su interior. Tal vez la había cerrado durante el breve sueño en el tren y aún estaba bajo los efectos de la ensoñación. Sí, seguro que era eso.

Abrió los dedos lentamente. La niña buscó sus ojos, interrogante. Él disimuló como pudo su asombro pero no pudo evitar una sonrisa. 

—Es la alianza de madre —dijo, y pensó que, a partir del largo viaje de Barok, la espera se le haría más corta—, quiere que la uses.