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jueves, 31 de enero de 2013

EL EFEBO DEL ÁTICA

Tal vez sería conveniente que el lector, antes de meterse en el relato, conociera la historia del príncipe Hukon... O mejor no, mejor se la contamos al final.





ESTATUA

Lo conoció a los dieciséis años cuando su imagen, desnuda y clásica, apareció de repente en la página veinticuatro del libro de Historia del Arte. Era joven y turbadoramente hermoso. En su quietud petrificada, el peso del cuerpo descansaba sobre la pierna derecha mientras el brazo, ligeramente adelantado, parecía rodear una cintura invisible. Era imposible definir la mirada que, blanca y vacía, podía dirigirse por igual al infinito que a un rostro cercano pero el movimiento que, a pesar de la piedra, sugería el cuerpo, era el que precede a un abrazo.
No tenía nombre propio, solo el común: Efebo, y la indicación de su lugar de origen: el Ática. El pie de foto decía que su belleza estaba al alcance de todos en el Museo de la Acrópolis.

Le pidió a su padre la cámara de fotos y lo fotografió veinticuatro veces variando la abertura del diafragma, la velocidad, la luz... Seleccionó la mejor de las veinticuatro fotos, la amplió a 37 x 57 y la pegó en la pared que quedaba frente a la cabecera de su cama. Todas las noches, al acostarse, miraba largamente su cabeza de rizos blancos, sus brazos fuertes, sus piernas firmes, su torso de atleta y su vientre cuadriculado del que pendía discretamente un hermoso fruto. Adivinaba una espalda recta y unas nalgas tensas. Y antes de apagar la luz le decía: “Algún día iré a verte”


Atenas era blanca, húmeda, cálida y soleada como cualquier ciudad abierta al Mare Nostrum. Llegó a media tarde, cuando el sol se dejaba caer hacia El Pireo y bañaba de luz anaranjada las piedras de la Acrópolis, la cima del monte Likabytos, las fachadas de Plaka. Se bañó lentamente en el agua calda de la piscina de la terraza del hotel y luego se tumbó a la sombra, feliz y acalorada. Paladeó el zumo de naranja helado sin dejar de mirar las columnas de Partenón mientras fantaseaba que su Efebo se consumía de impaciencia en el interior de su disfraz de mármol. “Mañana iré a verte”, pensaba.

Era aún más hermoso de lo que había imaginado. Sobre un pequeño pedestal, blanco como él, su figura desprendía una luz inexplicable y el aire que lo rodeaba  parecía estar a punto de agitarse por un movimiento inesperado.

Recorrió todo el Museo y, cuando faltaba poco para la hora de cierre, se escondió en los baños y esperó casi dos horas, hasta que se apagaron las luces y los ruidos y supuso a los guardas entretenidos con la cena, después de la primera ronda.
Salió sigilosamente y se dirigió a la sala. El Efebo seguía allí, envuelto en la penumbra de las luces de emergencia, inmóvil y blanco, con el brazo ligeramente levantado y la mirada perdida. Se puso frente a él, buscó sus ojos y, sin dejar de mirarle, se desnudó con movimientos ligeros y pausados, como quien cumple devotamente un rito o celebra una ceremonia. Luego, con pasos silenciosos, llegó hasta el pedestal y se detuvo un instante antes de ascender el peldaño que la colocaba a su altura. Notó el frío del mármol en los pechos y en el vientre cuando se apretó contra él buscando acomodo en el hueco de su brazo y luego en las yemas de los dedos cuando empezó a acariciarle el torso y el cuello. Después, lentamente,  se alzó sobre las puntas de los pies, le rodeó el cuello con los brazos y acercó los labios a los suyos. En aquel momento, un relámpago de calor le rodeó la cintura.

Cuando, en la ronda de las tres, los guardas llegaron a la sala del Efebo, vieron con horror que habían robado la estatua delante de sus narices. Para mayor desconcierto, en un rincón de la sala había un montón de ropa de mujer.  

Los periódicos dieron a toda plana la noticia del inexplicable robo de la estatua del Efebo del Ática (atribuida a Praxíteles) en el Museo de la Acrópolis y, en páginas interiores, confirmaban la misteriosa desaparición de una joven turista.


(Y ahora, la historia del príncipe Hukon: cuenta una vieja leyenda del reino de Usil-Hem que el rey Grop, segundo monarca de los Tiempos Primitivos, tuvo un hijo llamado Hukon. El príncipe era apuesto y hermoso pero de carácter arisco y soberbio. Fue su soberbia la que le llevó a profanar las Ruinas Veneradas, restos sagrados de los primeros pobladores entre los que se encontraba la tumba de Isha, la madre del pueblo hemita. Furiosos, los dioses le castigaron a vivir encerrado en mármol hasta que una mujer le besara por amor y solo cuando recibiera ese beso podría regresar a su reino y a su vida)

lunes, 28 de enero de 2013

EL EXTRAÑO VIAJE

Otra dosis de ciencia-ficción mezclada con su pizquita de justicia poética.



DESAPARECIDO

A las 20,30 horas de aquel jueves, Mónica llegó a la parada y solo tuvo que esperar dos minutos la llegada del flybus 457, Centro-Paradiso SW, que, afortunadamente, iba un poco retrasado. La profesora de “Aprovechamiento mental” había alargado su clase unos minutos, los suficientes para hacerle pensar que lo perdería y le tocaría esperar media hora a que pasara el siguiente. El flybus de las 21 solía ir lleno hasta los topes de empleados de las oficinas del Centro que regresaban a sus hogares cargados con sus portafolios y con las compras hechas en la hora del almuerzo y la perspectiva de pasar de pie los setenta minutos de trayecto no la atraía en absoluto.
El flybus aterrizó suavemente, Mónica pasó su tarjeta por el escáner y buscó con la mirada los asientos reservados para discapacitados físicos de grado I. El que quedaba junto a la ventana de emergencia estaba libre y Mónica se acomodó en él y encajó las muletas en las abrazaderas.
Miró la pantalla que colgaba del techo y trató de adivinar el canal en que estaba sintonizada pero se aburrió al poco: hacía ya muchos años que la programación era tan parecida en todas las cadenas que era imposible distinguirlas por el contenido. Cerró los ojos y su pensamiento volvió al aula que acababa de abandonar, a la voz dulce y cadenciosa de Karen que, durante una hora, les había hablado del poder del cerebro humano, de su aún desconocida capacidad para intervenir en el mundo físico. Los mecanismos de la telepatía empezaban a ser conocidos y estudiados pero los poderes telekinésicos de la mente aún eran un ovillo enmarañado para los científicos. Karen, aun a riesgo de parecer visionaria, insinuaba la existencia poderes mucho mayores, poderes fantásticos, extraordinarios, capaces de producir fenómenos cuya simple mención causaría asombro.
“Usad vuestra mente”, les decía una y otra vez, “usad vuestra mente. No os hacéis idea del poder del arma que tenéis dentro del cráneo”
Mónica miró su pierna derecha, amputada por encima de la rodilla, y pensó que por mucho que intentara usar su mente, nunca conseguiría sentirse como antes de que le faltara aquel pedazo de su cuerpo. Era cierto que, debido a su minusvalía, había visto reducida su jornada obligatoria de once a diez horas y que los asientos reservados en el transporte público solían estar libres pero, por más que intentaba pensar en positivo, no conseguía que el hecho de tener que vivir pegada a una prótesis dejara de parecerle una desgracia. Tampoco había conseguido, a pesar de llevar muchos años intentándolo, olvidar la ilusión de su vida: viajar a Nueva York antes de que, según las predicciones, Manhattan quedara anegada por las aguas del deshielo global. Por el contrario, cuanto más intentaba hacerse a la idea de que con su sueldo nunca conseguiría ahorrar lo suficiente para el viaje, más fuerte se hacía el deseo de llevarlo a cabo.

A las 20,50 horas de aquel jueves, Gonsalves, el supervisor de turno, abandonó el puesto de observación y se acercó a Mendes, controlador del puesto 18, que acababa de atronar la Sala de Control de Tráfico Urbano con un potente “¡Joder!”
—¿Qué pasa, Mendes? —preguntó poniéndose a su espalda y mirando la pantalla de la que Gonsalves no apartaba la vista.
—¡Joder! —repitió el empleado—, ¡Joder y joder!
—¿Quiere dejarse de maldiciones y decirme qué coño pasa, Gonsalves?
—¡Joder, jefe!, ¡que ha desaparecido! —dijo Gonsalves con las manos extendidas hacia la pantalla.
—¿Qué es lo que ha desaparecido?
—¡El 457, jefe! ¡El 457! Estaba ahí, siguiendo su ruta y, de repente… ¡ya no está!
—No diga tonterías, Gonsalves —afirmó el supervisor escrutando el rectángulo luminoso lleno de coordenadas, de pequeñas luces móviles—, ¿cómo va a desaparecer? Un flybus no desaparece así como así. ¿Ha buscado la señal de emergencia? ¿Ha llamado al conductor?
—Nnnnooo —reconoció, titubeando, el controlador—… aún no…
—Pues vamos, ¿a qué espera? Busque la señal de emergencia, llame a… ¿es Moreno el que hace esa línea esta semana?... llame a Moreno, dígale lo que pasa. Y avíseme cuando haya solucionado el problema.
Mendes, el controlador del puesto 18, buscó la señal de emergencia del 457 pero no la encontró en ningún satélite; intentó comunicarse con Moreno, el conductor, pero no lo consiguió. Lo único que pudo averiguar fue que el 457 había sido visto por última vez por Rubio, el conductor de la 284, Nuevo Paradiso SE-Distrito 15, a la altura del cruce de la Avenida del Futuro con la Transversal Universo, a eso de las 21,45 y que a Rubio le había parecido que el 457 iba demasiado alto.

A las 15,05 (hora de la Costa Este) de aquel jueves, el flybus 457, Centro-Nuevo Paradiso SW, aterrizó suavemente en la esquina de la 5ª Avenida con la calle 54 para asombro de Mónica, del resto de los pasajeros y de varios transeúntes que en aquel momento se disponían a cruzar hacia Central Park.

sábado, 26 de enero de 2013

RECUPERANDO A DRUNKA

A petición de Sole... un sueño recuperado.


 


 
SUEÑO

¿Cómo recuperar a Druncan (o Duncan, o Drunca)? ¿Cómo recuperar a Druncan Slívovitz (o Jolovitz, o Sajovitz)?
Era una tumultuosa reunión familiar a la que habían sido convocados todos los tíos, primos, sobrinos y abuelos posibles hasta, probablemente, el tercer grado de parentesco. Además, cada rama de la familia había invitado a, por lo menos, tres o cuatro amigos, con lo cual la casa era un hervidero de gente de todas las edades y de la más variada condición.
Ella ya le había visto antes (a Druncan), confundido entre la muchedumbre que pululaba por toda la casa. Se había fijado en su pelo profundamente negro y lacio, en sus ojos oscuros y algo rasgados, en su mandíbula cuadrada, en su nariz recta, en su boca sabiamente dibujada y en su estatura, que sobrepasaba en varios centímetros al más alto de sus parientes. Le recordó de inmediato al doctor croata de la serie “Urgencias”, el que había sustituido a George Clooney y estaba enamorado de la enfermera Hathaway. Pero cuando se lo presentó su tía (o su prima, no estaba segura), su nombre y su apellido se fundieron en un revoltijo indescifrable e irrepetible de vocales y consonantes.
—Es rumano —dijo su tía a modo de explicación.
Ella había abierto los ojos un tanto sorprendida: tenía la idea de que todos los rumanos se llamaban Romescu, Ionescu o incluso Ceaucescu. Es más, dedujo de inmediato, seguro que “ escu” significa “hijo de”.
—Ah, de allí era Nadia Comaneci —dijo, y pensó que Nadia tendría que haberse apellidado  Comanescu.
Él dijo algo entonces y su tía siguió la conversación y ella les escuchaba a los dos aunque no de debió prestar de demasiada atención a lo que decían porque no conseguía recordar de qué estaban hablando pero, en cambio, recordaba perfectamente que Drunca (o Druncan o Dunca) hablaba un español pausado y perfecto que sólo podía delatar su origen extranjero por la impecable pronunciación y por la corrección absoluta de la sintaxis. Llevaba diez años en España, eso lo explicaba todo. Tampoco recordaba si Drunca (¿o sería mejor Drunka?) la había visto a ella antes de que su tía los presentara, si él también la había mirado descubriendo sus ojos o su pelo como ella le había descubierto a él, alto, erguido, el perfil de su rostro de piel un tanto pálida recortándose sobre el fondo de las cortinas de color granate. Pero sí, tenía que haberla visto, tenía que haberla descubierto también y tenía que haber sentido algo súbito y muy intenso y totalmente ineludible e inaplazable, porque sólo así se explicaba que, unos minutos más tarde, estuvieran subiendo las escaleras hacia el desván, cogidos de la mano.
En los pocos segundos que duró la subida (él iba delante y tiraba suavemente de ella) tuvo tiempo de saber todo eso: que él también la había visto a ella y que había sentido algo parecido a lo que ella había sentido al verle, algo tan hermoso, tan escondido en un rincón de la memoria, que su súbita aparición había despertado sensaciones y sentimientos que creía desaparecidos y, por eso, no había podido resistir el impulso de cogerla de la mano y arrancarla de aquel barullo familiar y que lo había hecho porque quería tenerla para él solo, aunque fuera nada más que unos instantes; que subían hacia el desván y que ella conocía lo que iba a ocurrir a continuación como si hubiera ocurrido ya. En cuanto estuvieran a solas, en lo alto de la escalera, en el último rellano, iban a abrazarse y a besarse con tanta fuerza y con tanta pasión como si llevaran toda la vida esperando aquel momento; iban a buscarse la piel por debajo de la ropa y a acariciarse con el afán apresurado del que sabe que sólo dispone de unos minutos y, tal vez, iban a buscar un hueco escondido y ajeno al tumulto de la planta baja para satisfacer el deseo que no había hecho más que crecer desde que se habían visto.
Pero no lo consiguieron. Buscaron primero en la habitación que daba al último rellano, pero estaba ocupada por un matrimonio y sus dos hijos pequeños (ella no los conocía de nada, seguro que formaban parte del séquito de amigos que había traído alguno de sus parientes). Después intentaron entrar en el desván, pero la puerta resistió todos sus intentos de abrirla discretamente.
La imagen siguiente era la desolación de ver la figura de Drunka desaparecer entre un mar de cuerpos, tragada por la marea de varios tíos y primos que lo arrastraban hacia la biblioteca (seguramente querían enseñarle los tesoros bibliográficos de la familia) y la certeza de que no iba a volver a verle, de que, durara lo que durara la reunión familiar, Drunka no volvería a aparecer para cogerla de la mano y tirar de ella escaleras arriba, hacia el desván, a la búsqueda de un lugar oculto donde concluir lo que habían empezado.

Sería casualidad pero, unos días antes había leído (o escuchado en la radio o en la tele) que los sueños se desvanecen con más facilidad cuanto más pronto se abren los ojos y que permanecen mejor en la memoria si son revisados y reconstruidos en todos sus detalles antes de regresar definitivamente a la vigilia. Lo recordó en el momento preciso, en el instante en que comprendió que el sueño había terminado y que estaba despertando, y así tuvo tiempo de frenar el reflejo de abrir los ojos y de comprender que la única forma de retener a Drunka, de recuperar su pelo negro y su mirada y sus besos apresurados en lo alto de la escalera, de hacer perdurar en la memoria de su piel los escalofríos que las caricias de Drunka habían provocado, era hacer el esfuerzo de recordar el sueño desde el principio, desde que llegaba a la casa y sabía que se trataba de una reunión que había congregado a casi toda la familia, hasta el instante en que veía desaparecer a Drunka detrás de uno de sus primos mayores y, con él, la esperanza de satisfacer un deseo que creía muerto hacía mucho tiempo.


Llamó a casa para decir que no la esperaran a comer.
—Lo siento, no puedo decir que no. Es el delegado para toda España, acaba de llegar y ... En fin, hay que ir.     
No le apetecía en absoluto. En realidad, estaba deseando acabar cuanto antes, marcharse a casa y darse un baño caliente
El delegado regional, su jefe inmediato, estaba de pie junto a la barra. Frente a él, de espaldas a ella, un abrigo gris envolvía una  figura masculina.
—¡Hola, querida! —dijo el delegado regional abriendo los brazos y recibiéndola con un beso en la mejilla.
La figura alargada se volvió y entonces ella se encontró de pronto con un pelo negro y brillante, con una mandíbula cuadrada y con unos ojos negros que la miraron con una mezcla de curiosidad y de repentina simpatía.
—Te presento a Emil Petrescu, delegado nacional —se interrumpió  al ver que ella ponía cara de asombro y se apresuró a explicar: —  ...es rumano.

EXTRATERRESTRES

Otro ejercicio en ciento veinte palabras.


Imagen tomada de www.grandesimagenes.com



IMAGINACIÓN

El niño se acercó a su madre que, distraída preparando la cena, no le había oído llegar.
—Mamá —dijo tímidamente—… mamá… los extraterrestres…
La madre levantó los ojos del puré de verduras y miró al hijo con gesto interrogante.
—… los extraterrestres… ¿existen?
—¡Claro que no, cariño!
El niño asintió y salió corriendo hacia su cuarto. Revolvió en el cajón de los juguetes hasta encontrar una preciosa nave espacial llena de luces. La metió en una bolsa de plástico y salió al jardín. Fue derecho al rincón más oscuro, detrás del garaje, sacó la nave de la bolsa y abrió la rampa de acceso.
—Tienes que irte —le dijo al hombrecillo verde—, mamá ha dicho que no existes.

jueves, 24 de enero de 2013

SERIE NEGRA (I)

Marchando otra policíaca, especialmente para Carmen Fabre.
(Sus deseos son órdenes para nosotros, mylady)






COMO LA VIDA MISMA

El chasquido de la puerta del garaje sonó como el portazo que remata una discusión, como el último cohete de un castillo de fuegos artificiales, como el punto final de una sentencia. Respiró hondo. Por fin estaba en casa. Echó a andar hacia el porche.
La reunión del Consejo de Administración había concluido de la mejor manera posible, con menos incidencias de las que esperaba y con la felicitación casi unánime a su gestión. Prueba superada.
Le extrañó que Trasgo no acudiera a recibirle como todos los días pero recordó que la perra del vecino acababa de entrar en celo. Seguro que el golfo de su perro se había pasado el día pegado a la valla de la parte de atrás esperando una oportunidad. Suspiró con alivio al entrar en casa.
El impertinente de Vidal había estado a punto de hacerle perder los nervios cuando se empeñó en repasar la cuenta de “Asesoría financiera S. L.” pero, afortunadamente, había conseguido desviar el tema hacia el reparto de dividendos y las magníficas expectativas que apuntaba el mercado iberoamericano.
Siguiendo la rutina de todos los días, dejó el portafolios sobre el diván del recibidor y se giró hacia la puerta para desconectar la alarma. Casi no le sorprendió encontrarla tal como la había dejado. Dorinda, la chica fija, tenía una especie de temor atávico a la electrónica y no era la primera vez que olvidaba conectar la alarma cuando salía de casa en su día libre. Esperaba que, al menos, no hubiera olvidado dejarle algo de cena.
También Fernández-Souto había conseguido inquietarle con su insistencia en comprobar los resultados de la Auditoría. Le había resultado más difícil distraer su atención que la de Vidal pero al final lo había logrado enredándole con la explicación de los problemas de consolidación que estaban teniendo con la migración al nuevo sistema informático.
La cena estaba en la cocina, dispuesta con esmero en una bandeja. La calentó en el microondas y, mientras cenaba, puso la televisión para enterarse de que el paquete más importante de sus acciones había subido medio punto. Satisfecho con la cena y consigo mismo, decidió que nada mejor para hacer la digestión que una copa de brandy y un poco de música. Continuaría también la lectura de la última novela que había comprado. Estaba por la mitad y, teniendo en cuenta que faltaban pocos días para que tomara el avión que le llevaría George Town y que no pensaba llevarla consigo, tenía que darse prisa en terminarla.
No le costaría mucho esfuerzo. Era una de esas novelas escritas para ser un éxito de ventas: intrigas económicas y políticas, sexo, drogas, una Mafia del Este de Europa y un héroe, antiguo miembro del Servicio Secreto británico, dispuesto a descubrir una trama criminal de magnitudes cósmicas. Nada que no pudiera leerse en tres noches.
Se sirvió la copa, conectó el equipo de música, encendió la lámpara de lectura y se acomodó en el sillón dispuesto a enterarse de lo que el destino le deparaba a Johann aunque tampoco era difícil de prever. El tal Johann era un personaje secundario que había trabajado para la Mafia desde el primer capítulo y, ya en el tercero, se habían descubierto sus planes. Llevaba varios meses desviando fondos de la Organización a una cuenta en un paraíso fiscal y pensaba huir en cuanto la cantidad estafada fuera suficiente para garantizarle el retiro. No parecía tener muchas luces el tal Johann. Cualquiera que haya leído “El Padrino” sabe lo que les espera a ese tipo de personajes.
Tal como había supuesto, el jefe de la Organización (un tipo que el autor, en el colmo de la originalidad, había llamado Vladimir) se había enterado de las maniobras de Johann y, con la delicadeza que caracteriza a este tipo de negociantes, había encargado a un matón de confianza que se deshiciera de él.
Algo sonó más allá de la puerta, en el recibidor, algo leve y fugaz, un golpe apagado. Miró hacia la entrada esperando ver aparecer a Trasgo pero pensó que el perro habría hecho varios ruidos, no uno solo. Concluyó que el ruido había sido imaginación suya y siguió leyendo.
El matón había espiado a Johann unos días, los suficientes para averiguar sus costumbres y el día que libraba el servicio. El resto había sido fácil: llamar a la puerta de la casa con la excusa de la entrega de un envío urgente, reducir a la sirvienta, matarla de un tiro y esconder el cadáver en la bodega; envenenar al perro con un trozo de carne inyectada de estricnina y esperar a que Johann regresara.
Sonrió a solas ante la obviedad de la trama. El autor no se había esforzado lo más mínimo. Era todo tan esperable, tan evidente, que pensó en abandonar la novela y buscar una lectura que fuera capaz de sorprenderle.
De nuevo le pareció oír un ruido, tal vez un pequeño crujido de la madera del suelo. Podría ser Trasgo, que regresaba cabizbajo de su escapada amatoria, o Dorinda, que volvía más temprano que de costumbre.
Levantó la vista del libro. Frente a él, a la entrada del salón, no estaban ni su perro ni su asistenta pero, casi invisible en la penumbra, un tipo de gabardina oscura y anchos hombros le miraba a los ojos y empezaba a caminar hacia él mientras apuntaba a su cabeza el cañón de una pistola con silenciador.

martes, 22 de enero de 2013

BAILE DE MÁSCARAS

Se diría que haber leído la obra (casi) completa de Agatha Chistie, amén de seguir con entusiasmo algunas series policíacas, desde "Perry Mason" hasta "Bones", es algo que imprime carácter y, a veces, a la hora de escribir, me salen cosas con su puntito de intriga.

(Lo de la varita mágica está basado en hechos reales)


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Los invitados, casi ciento veinte, fueron llegando entre las ocho cincuenta y las nueve quince. La única retrasada fue una Odalisca que dijo no haber encontrado taxi y que llegó a las nueve cuarenta, cuando ya había empezado la cena.
Los anfitriones, Sol y Luna respectivamente, recibieron a sus invitados a la puerta del Casino, presidieron el banquete y no abandonaron la pista de baile en ningún momento de modo que todos pudieron verlos desde el principio de la fiesta hasta el momento en que la camarera salió gritando de los servicios, donde había ido a reponer toallas secamanos.
El hijo de Sol y Luna, el Conde Drácula, llegó solo, alrededor de las nueve, y durante unos minutos estuvo en la puerta junto a sus padres. Luego pasó al interior y se le volvió a ver sentado a la mesa, poco antes de que comenzaran a servir la cena, entre la Princesa India y el Hada. Según los comensales próximos, Drácula estaba ligeramente más animado que de costumbre, pero no tanto que les hiciera sospechar el consumo previo de estimulantes. Durante toda la cena charló con su habitual desenvoltura, sobre todo con el Hada, a quien dirigió miradas cariñosas y palabras de elogio referidas, sobre todo, a las bufandas que ella le tejía cuando estaban juntos. Esto no dejó de sorprender a los testigos pues todos sabían que Drácula y el Hada estuvieron saliendo durante bastante tiempo (aunque, eso sí, nunca llegaron a comprometerse) y, después de algunos años, Drácula rompió la relación y empezó a salir con la que para entonces ya era su novia, la hija del rico industrial Villagrande, que no acudió a la fiesta por encontrarse indispuesta. Cuando se produjo la ruptura, todo el mundo pensó que el Hada le guardaría eterno rencor a Drácula por haberla abandonado después de tanto tiempo pero el testimonio de los vecinos de mesa contradecía este extremo.
El Diablo y la Muerte fueron de los últimos en llegar y estaban colocados en otra mesa. Este extremo también sorprendió a los asistentes dado que el Diablo, la Muerte y Drácula habían sido compañeros de estudios y amigos hasta que terminaron en la Universidad. Pero la investigación reveló que Drácula, en una operación financiera nada clara, había sido el causante de la ruina de la empresa que habían montado la Muerte y el Diablo.
Barbarroja, por otra parte, se sentaba en la mesa de los anfitriones. Sus negocios con el Sol eran conocidos por todos y aunque siempre se rumoreó que el padre de su nieto era Drácula, parece ser que se llegó a un acuerdo económico que eximía al hijo de Sol y Luna de toda responsabilidad paternal respecto a la hija de Barbarroja.
El cuerpo fue descubierto por una camarera a las doce y cuarto. En aquel momento todo el mundo estaba en el salón de baile y no había nadie en los lavabos. Dada el número de invitados y el constante ir y venir de gente de un lugar a otro, fue prácticamente imposible determinar en qué momento unos u otros habían ido al servicio de modo que, aunque la investigación se centró en aquellos que pudieran tener motivos para ver muerto a Drácula, no hubo forma de determinar cuál de los sospechosos estaba en el baño a la hora del crimen.
Además, hubo otra cuestión que dificultó sobremanera el esclarecimiento de los hechos: el arma. El cadáver presentaba, a la altura del epigastrio, una herida pequeña y profunda, circular, producida por un objeto cilíndrico, punzante, de no menos de veinte centímetros de longitud. Lo primero que se revisó fueron todos los pinchos para brochetas existentes en el restaurante del Casino pero ninguno de ellos coincidía en calibre con el orificio de la herida. En otro orden de cosas, hay que decir que Drácula tuvo mala suerte: el objeto llegó hasta la aorta, lo que le produjo la muerte casi de forma instantánea.
Sin arma homicida, sin pruebas concluyentes en contra de nadie, el caso se cerró a los pocos meses.

—Comisario —dijo la subinspectora Fernández—… aparte de los pinchos… ¿no investigaron nada más?
—Creo que no, Fernández, tenga en cuenta que era poco probable que uno de los asistentes llevara un objeto así y pasara desapercibido. ¿Por qué lo dice?
—No, por nada, pero…
—Pero… ¿qué?
—Que me acabo de acordar de que, hace unos años, tuve que disfrazar de hada a mi hija para una fiesta del colegio y como se me olvidó comprarle la varita mágica… le hice una…
—¿Y eso qué tiene que ver con lo que acabo de contarle, Fernández?
—Nada, comisario, solo que… le hice la varita forrando con papel de aluminio una aguja de hacer punto…




domingo, 20 de enero de 2013

PONTÍFICE (Teoría de la literatura)

¿Cuál es la esencia de la creación literaria? ¿A qué profundas necesidades responde, qué miedos ahuyenta, a qué fantasmas sirve de exorcismo? ¿Por qué razón o razones un buen día un sujeto arranca a escribir?
(¿Qué es educar?)

Pues eso.

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PONTÍFICE 

La Musa se coló por debajo de la puerta y apareció delante del Escritor, que se afanaba en el teclado.
—¿Qué haces? —preguntó.
—Estoy tendiendo un puente —contestó el Escritor.
—Pero... si estás escribiendo...
—Pues eso. 

viernes, 18 de enero de 2013

SALA DE EMBARQUE

El día 6 de mayo de 1961 nacieron en el mundo muchas personas, entre ellas un chico muy guapo que fue un atractivo pediatra en la serie "Urgencias" y acabó dedicándose a hacer películas y otro chico no menos guapo (aunque quizás no tan alto como el primero) al que tenemos la suerte de conocer y querer.
Va por ti, Javi, Ojáncano.


Sala De Embarque




EN TRÁNSITO


El S.E. (Ser Etéreo) número 38 se incorporó a la cola detrás del que llevaba el dorsal 325. Sobre el mostrador en el que terminaba la fila, un cartel de extraña luminiscencia componía la palabra “Tierra” y, debajo de ella, un grupo de guarismos: “04 05 1961”. En paralelo, varias colas más  terminaban en idénticos mostradores que mostraban letreros parecidos también con números y nombres como “Mu Arae”, “55 Cancri”, “Gliese 876”, “Gi 436”…
—Llegas un poco tarde, ¿no? —preguntó de pronto el S. E. 325, que se había girado y había visto con cierta sorpresa el número tan bajo que llevaba el dorsal del S.E. recién incorporado.
—Bueno —contestó éste—… en realidad, llegué a tiempo pero me enganchó San Miguel y me ha tenido más de una hora colocando cajas.
—Ah, las famosas cajas de San Miguel… Dicen que todo el mundo las ha colocado alguna vez pero nadie sabe lo que contienen.
—Sea lo que sea, te aseguro que pesan como una condena a Vagar Eternamente.
El S.E. 325 se estiró un poco para ver el final de la cola.
—Qué lentitud, por Dios —exclamó mostrando una cierta contrariedad—. Lo larga y aburrida que es esta espera y no lo recuerdo nunca.
—Afortunadamente—dijo el S.E. 38—. ¿Te imaginas lo que sería recordar todas estas colas, todas las Vidas Anteriores?
—¿A ti no te gustaría?
—Francamente, creo que no podría soportarlo. Incidentes, sufrimientos, desdichas, enfermedades, alegrías, arrebatos, sentimientos, amores… Multiplicados por diez, por veinte… No, no podría.
—Yo a veces he estado tentado de pedir el Recuerdo Eterno pero no me he decidido nunca. Quizás tengas razón y veinte vidas sean demasiada carga para una sola Memoria. Por no hablar de los trámites, que tengo entendido que duran como media Eternidad. Mejor empezar de nuevo cada vez, sí, sin recuerdos que pesen.
Los SS.EE. que los precedían avanzaron unos pasos y ellos se apresuraron a imitarlos.
—¿Sabes algo de la Tierra? —preguntó el S.E. 38.
—Algo sé —contestó el S.E. 325 enigmáticamente.
—Vaya —se asombró su compañero—… Y… ¿quién te lo ha contado?... si es que puede saberse, claro.
—Pues un Liberado, claro está.
—¿Y qué te contó?
—Básicamente, que la Tierra puede ser como el Paraíso o como el Infierno indistintamente y que todo depende de dónde te toque.
—Pues estamos apañados. La verdad, empieza a cansarme un poco esta incertidumbre previa a cada reencarnación, ya tengo ganas de terminar el Ciclo.
—¿En serio? ¿En serio prefieres acabar de una vez a tener la oportunidad de vivir una vida distinta cada cierto tiempo? No sé qué decirte, 38, a mí se me antoja que la vida de Liberado tiene que ser aburridísima.
—Qué va. Imagínate que te toca trabajar en el equipo del Espíritu Rojo, todo el tiempo recorriendo el Universo en busca de Vida, o bien organizándola y repartiéndola por todo el orbe desde el Distribuidor Central… Ése tiene que ser un trabajo muy interesante, ¿no crees?
—No sé… Casi prefiero esto de una nueva Vida cada vez, la sorpresa de no saber qué me espera.
Mientras charlaban la cola había avanzado y, mucho antes de lo que esperaban, se encontraron junto al mostrador. El Liberado que lo atendía miró el número de sus dorsales, tecleó en el ordenador y esperó a que la impresora hiciera su trabajo. Luego les entregó sendos documentos.
—Aquí tenéis vuestra identificación y vuestro destino, conservadlos hasta el final del trayecto. La salida por la puerta del fondo. ¡Y suerte!
—Eso esperamos —murmuró el S. E. 38 mientras daba un rápido vistazo a su cartulina.
—¿Qué? —preguntó el S.E. 325 asomándose para mirar— ¿Qué pone?
—“George Cluny, Lexington, Kentucky, USA” ¿Y en el tuyo?
—“Javier Navarro, Santander, Cantabria, España”.
—Se acabó la incógnita, ya está decidido. Esperemos que nos vaya bien.
—Nos irá bien, estoy seguro.
Detrás de la puerta del fondo otro Liberado los esperaba para indicarles que debían separarse. El S.E 38 debía seguir por el pasillo señalado como "América" mientras el S.E. 325 continuaría por el de "Europa". Por un momento, S.E. 325 deseó volver a ver a su compañero de espera, deseó que "Santander, Cantabria" y "Lexington, Kentucky" fueran lugares cercanos en aquel extraño planeta llamado Tierra. Y pensó que, si hubiera tenido un cuerpo material, le habría dado un abrazo de despedida.
—Buena suerte, George.
—Buena suerte, Javier.








Por si alguien quiere saber de qué trata exactamente este relato, pego una noticia. La vi hace unos días y creo que es una buena explicación para lo que escribí hace unos años.



¿Existe la muerte? Una teoría científica asegura que no

El profesor estadounidense Robert Lanza explica, basándose en el 'biocentrismo', que la muerte existe sólo en nuestra conciencia

PÚBLICO Madrid 16/04/2014 10:16 Actualizado: 16/04/2014 14:47

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El científico Robert Lanza cree que la muerte es una 'ilusión'.

El científico Robert Lanza cree que la muerte es una "ilusión".

Es un interrogante que ha planeado siempre sobre las cabezas de filósofos, médicos, teólogos, pensadores e investigadores. ¿Existe vida después de la muerte? ¿Qué pasa con nosotros cuando el cuerpo ya no responde?
Ahora, un científico estadounidense afirma que la muerte "es una ilusión" y que las evidencias científicas sugieren que "la muerte no es el final".
En un artículo publicado en su sitio web y recogido en el diario británico The Independentel profesor adjunto de la Escuela de Medicina de la Universidad Wake Forest de Carolina del Norte, Robert Lanza, cree haber hallado la respuesta en la Física Cuántica, más concretamente en la nueva teoría del biocentrismo, basada en que prácticamente todo lo que asumimos como un hecho, existe porque nosotros creemos que es así.
"Nuestra manera clásica de pensar está basada en la creencia de que el mundo tiene una existencia objetiva de observador independiente. Pero una larga lista de experimentos muestran justo lo contrario. Creemos en la muerte porque nos han enseñado que morimos. También, por supuesto, porque nos asociamos a nosotros mismos con un cuerpo y sabemos que los cuerpos mueren", señala Lanza en su artículo.
De este modo, el científico señala que conceptos como el universo, el espacio o el tiempo existen sólo en nuestra conciencia, como instrumentos construidos para la propia vida. "Todo lo que ves y experimentas en este momento -incluso tu cuerpo- es un remolino de información que ocurre en la mente", escribe.
Sostiene, por tanto, que si el espacio y el tiempo no existen, "la muerte no existe en un mundo intemporal y sin espacio". "La muerte no existe en ningún sentido real en estos escenarios", afirma Lanza.
¿Significa eso que vivimos eternamente? El profesor explica que la inmortalidad "no significa una existencia perpetua en el tiempo, sino que reside fuera del tiempo completo". Y explica así lo que podría quedar tras la muerte del cuerpo: "La vida es una aventura que trasciende nuestra manera lineal y ordinaria de pensar. Cuando morimos, no lo hacemos en el modo de una matriz aleatoria, sino según la matriz ineludible de la vida. La vida tiene una dimensión no lineal, es como un flor perenne que vuelve a florecer en el multiverso", concluye.
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miércoles, 16 de enero de 2013

OBJETOS PERDIDOS


Si los pantalones vaqueros hablaran...







Imagen tomada de eflecturer.blogspot.com







SOLUBLE EN AGUA

Maldita sea. Maldita sea. ¿Dónde la había puesto? ¿Dónde cojones había puesto la jodida papelina? La había metido en el bolsillo derecho del pantalón, de eso estaba seguro. El amigo de Borja (lo de “amigo” era un decir, saltaba a la vista que Borja no podía tener nada en común con aquel tipo mal vestido, sucio y con cara de colgado) se la había dado en el baño del pub y él le había pasado el puñado de billetes, bien estirados para que no abultaran en la cartera, sus ahorros de tres meses más cien euros que le había birlado a su madre, y a continuación había metido el puño cerrado en el bolsillo y no lo había sacado hasta que se cercioró de que la papelina quedaba bien encajada en las costuras del fondo, o sea que tenía que estar allí, vamos, fijo.
A no ser que… A ver, un momento, hay que pensar, hay que repasar, no sea que algo se haya pasado por alto y… Hay que retroceder hasta… hasta el momento en que entró en casa, eso es, hasta entonces la papelina estaba en su sitio, recuerda haberla palpado mientras apretaba el botón del ascensor, el tacto áspero del papel, el pequeño bulto que formaba el  polvo. Luego había sacado las llaves… Tal vez entonces… Pero no, no se le podía haber caído al sacar las llaves, las llevaba en el bolsillo de atrás. Entró en casa y fue derecho a la cocina sin encender la luz, notaba la lengua pegada al paladar y tenía el estómago revuelto, y no era para tanto, joder, total, solo había tomado seis o siete cubatas, bueno, y la mitad de otro que se le cayó en el pantalón y que al secarse dejó la tela tiesa como un cartón. Abrió el frigorífico y se bebió media botella de agua, oyó el despertador de su padre y se quitó los zapatos para no hacer ruido mientras iba a toda prisa a su cuarto.
Su cuarto, ahí vamos. ¿Qué hizo exactamente? ¿Entró, cerró la puerta, encendió la luz, se quitó la ropa? No, joder, no fue así, maldita resaca, entró y cerró la puerta pero se dio cuenta de que tenía ganas de orinar, eso es, se estaba meando encima y tuvo que ir al cuarto de baño, deprisa, casi a saltos por el pasillo, para acabar cuanto antes y no encontrarse con su padre, el viejo se ponía como un puma cuando le pillaba llegando a casa a la hora a la que él se levantaba para ir a la puta oficina, le decía que era un caradura y un sinvergüenza y cosas por el estilo, fue al baño y orinó, una meada larguísima, como la de una vaca, tuvo que apoyar la cabeza en la pared porque se quedaba dormido, pero no se quitó los pantalones, ni siquiera se los bajó,  joder, sólo abrió los botones de la bragueta, no se le pudo caer la papelina.
¿Entonces? Si no había sido por el camino, ni en el baño… solo quedaba su cuarto, solo allí podía haberse caído. Pero no podía ser, hostias, si había vaciado todos los bolsillos menos ése, había dejado encima de la mesa las llaves, el tabaco, la cartera, los preservativos, unas monedas sueltas… y había dejado la papelina donde estaba no fuera a ser que su madre entrara en su cuarto y le diera por fisgar, y luego se había quitado la camisa y el pantalón y los había tirado a lo alto del montón de ropa y en cuanto se metió en la cama se quedó frito.
Maldita sea, dónde podía haber ido a parar el jodido envoltorio. Tenía que encontrarla, joder, si no, a ver qué hacía él esa noche, que había quedado con Vanessa para cenar en el burguer y contaba con un par de rayitas para conseguir zumbársela de una vez, mierda, mierda, mierda, pero por más que metía la mano en el bolsillo, por más que la hundía hasta el fondo, hasta casi romperle las costuras, la puta papela no aparecía. Y encima se había hecho un arañazo con la jodida cremallera.
Eh, eh, un momento… ¿Cremallera? ¿Cremallera? ¿En qué pantalón estaba mirando? El que llevaba puesto anoche no tenía cremallera, joder, tenía botones, era el Boss azul, su madre le  había dejado encima de la cama los Levis nuevos “para que, al menos, no lleves unos rotos”, había dicho, pero a la hora de salir se había puesto los viejos porque en el último momento se había dado cuenta de que los Levis tenían cremallera y a él las cremalleras le daban mucha grima, siempre que las subía pensaba que se iba a pillar la punta de la polla. ¿Dónde coño estaban los Boss?
—¡Mamá! —gritó desde la puerta de su cuarto— ¿Has visto mis vaqueros Boss?
—¡Los estoy lavando —gritó su madre desde la cocina—, tenían una mancha asquerosa!