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viernes, 28 de marzo de 2014

EMPRENDEDOR


Un divertimento como otro cualquiera.





Foto tomada de inventiaproject.com




CAFÉ TINTERO

No podía alegar que no estaba avisado. Desde el primer momento, todos (amigos, familiares, incluso su mujer) le advirtieron del riesgo que corría.
—Oh, oh, oh —dijo su amigo Félix, el tipo más estrafalario de la bohemia de la ciudad, profesor de Estética en la Universidad y única persona que no vio sólo lo negativo—... es una idea fantástica, la apoyo sin reservas. Pero reconocerás, Abel, que, desde la perspectiva del mero negocio... hay muchas probabilidades de fracaso.
Lo reconocía, desde luego, pero no quiso renunciar a su sueño. Buscó un local, hizo obra, lo decoró, lo amuebló y, finalmente, abrió el “Café Tintero” y lo anunció como un espacio nuevo, distinto; un lugar donde comprar libros, revistas, discos y vídeos y, además, leer y charlar mientras se degusta un capuchino o un té con hierbabuena; un sitio donde, si todo iba bien, acabarían organizándose foros y tertulias en los que se hablara de “La Eneida”, de “Tirant lo Blanc”, de Sófocles, de Rimbaud, de las vanguardias; donde los autores locales tendrían un hueco para presentar sus obras...

Año y medio más tarde, Abel, apesadumbrado, tuvo que darles la razón a los que habían hecho los peores pronósticos. El “Café Tintero” no estaba lleno de gente intelectualmente inquieta que compraba libros y discos y hablaba de Dostoievski con su vecino de asiento mientras tomaba su café. Las convocatorias para tertulias monotemáticas habían tenido una tibia acogida (si puede entenderse por “tibia” la asistencia de cuatro o cinco personas) y las ventas iban cada vez peor.
Abel estaba a punto de aceptar su fracaso cuando el azar llamó a su puerta. El azar se llamaba Terry Fox, era director de cine y quería alquilar el “Café Tintero” para rodar algunas escenas de su película “The pretty girls”. En español chapurreado, Tex le explicó que le encantaba el minimalismo de local, su iluminación, sus sofás rectilíneos, sus líneas puras, sus estanterías casi invisibles. Abel no se enteró muy bien de las condiciones porque el contrato estaba escrito en inglés pero, como la cantidad que la ofrecían estaba muy claramente escrita en números árabes y era tan generosa que le sacaba de apuros, firmó sin vacilar.

—¡Oh, oh, oh, querido —exclamaba Félix dos años más tarde sin disimular su admiración—, nunca pensé que este local pudiera tener un éxito tan espectacular!
Abel recorrió con mirada taciturna el espacio del “Café Tintero”. A la puerta, una docena de personas esperaban a que hubiera un hueco libre para acceder al interior. En la barra se agolpaban dos docenas de clientes reclamando sus bebidas y el camarero no daba abasto a atender los pedidos. La sección de vídeos, en la que podían encontrarse los títulos más recientes de las mejores productoras de porno, desde el clásico Michael Nin hasta  Sam Assley, el director revelación del porno gay chic, estaba tan abarrotada que la gente no podía moverse sin estorbar a los que estaban alrededor. Los sofás habían desaparecido bajo los cuerpos de las personas que se habían acomodado en ellos sin dejar un hueco libre y que discutían, en aquel momento, si el inicio del porno de calidad lo marcaba  “Garganta Profunda” o “Tras la puerta verde” y si, realmente, Nacho Vidal era el sucesor de Rocco Sifredi. Junto a las estanterías, varios clientes se peleaban por adquirir los títulos más recientes de Jaime de Urízar, prolífico autor de novelas eróticas que arrasaba en los países del Este.

—Francamente, Félix —respondió asombrado—, yo tampoco.

viernes, 21 de marzo de 2014

ÍTACA



"Regreso a Ítaca" es el nombre de uno de los grupos de Netwriters. Su fundadora, Mari Carmen Azkona, me pidió un texto y yo solo fui capaz de escribir esto. Pero ella es buena y no me lo tuvo en cuenta.








REGRESANDO A ÍTACA


Me gustan los lugares de tránsito, las estaciones, los aeropuertos, las paradas de bus o de metro. Tienen ese aire de provisionalidad de los momentos mágicos: ahora está, ahora ya no está. Ahora hay un montón de gente que va camino de la salida o de los andenes, que se detiene a comprar una revista en el kiosko o se acaba de tomar un café, y ahora, unos segundos más tarde, ya no está, ya han subido a su tren o se han perdido por la puerta de embarque o han ocupado su asiento en el autocar, y todas esas personas han sido sustituidas por otras parecidas, con similares maletas o mochilas o portafolios, con la misma prisa o el mismo apuro porque llegan tarde, que van camino de la salida o de los andenes.

A veces, para entretenerme, imagino la historia de cada una de las vidas que se cruzan fugazmente, por un instante, en esos lugares. La señora del abrigo azul parece una madre de familia que ha tenido que dejar a los suyos para acudir a otra ciudad porque su madre está enferma, aquel joven tiene todo el aspecto del estudiante que regresa a casa después de los exámenes, el hombre de más allá no puede disimular el aire culpable de quien acude a una cita furtiva... Y luego ¿qué? ¿Se volverán a cruzar sus caminos alguna vez?

En cualquier caso, como dijo Antonio, las estaciones tienen algo mágico. Parecen lugares de paso, refugio de nadie, pero todo el mundo se siente en ellas como en casa.
Quizás lo que ocurre (y esto lo digo yo) es que todas ellas conducen a Ítaca.


CHOCOLATE

"Y creo Dios el hombre a imagen suya..."
Génesis, 1, 27

(O una de las muchas versiones de la historia)









COSMOGONÍA



Cuenta el Popol-Vuh que los primeros hombres fueron hechos de piedra.
Pero resultaron tan duros que no podían moverse.
Los dioses decidieron entonces hacerlos de barro para que tuvieran la plasticidad de esa materia.
Pero aquellos hombres de barro se disolvieron con las primeras lluvias.
Entonces apareció Ixmucané, la Madre Tierra, y decidió hacerlos de maíz para que pudieran moverse y resistieran el agua.
Pero las fuerzas de los hombres hechos de maíz se agotaban enseguida.
Entonces Kukulkán, la serpiente emplumada, decidió ayudar a los hombres con algo que les ayudara a recuperar las fuerzas perdidas en el trabajo.


Y les dio el chocolate.

miércoles, 12 de marzo de 2014

RENGLONES TORCIDOS

Pues eso: renglones torcidos. O, como dijo MariFé de Alejandría, que no sabemos lo que ganamos cuando perdemos.








EL PREMIO


Helen se sorprendió al llegar a la cocina y no encontrar allí a Frank mordisqueando una torta de maíz y mirando en la tele las noticias de la mañana, pero enseguida intuyó lo que pasaba. Se sirvió una taza de café y se dirigió al salón. Frank estaba sentado en el sofá y miraba fijamente a la chimenea como si algo interesantísimo estuviera ocurriendo allí. Se sentó a su lado.
—¿No piensas ir a trabajar hoy?
Frank no disimuló su cabreo.
—Eso debería hacer: no ir —dijo con voz ronca.
Helen esperó unos segundos antes de contestar.
—¿Y ganarías algo con eso?
—¿He ganado algo yendo estos diez años? —contestó Frank airadamente mientras se ponía en pie— ¿He ganado algo con dejarme media vida en ese maldito despacho, desde las nueve de la mañana hasta las ocho o las nueve o las diez de la noche? Tú deberías saber la respuesta, Helen, has sido la primera perjudicada.
—Cariño, yo…
—Lo que he ganado es esto, Helen: acudir hoy también, puntual como siempre, trabajador como siempre y responsable como siempre, en lugar de estar en la central de Nueva York firmando mi traslado y mi ascenso. Este es mi premio, quedarme donde estoy mientras ese cabrón lameculos de Patrick empieza mañana en Wall Street.
Sin esperar su réplica, Frank cogió el portafolios y salió del salón. El portazo sonó como un disparo y Helen pensó que le llamaría un poco más tarde para asegurarse de que había llegado bien al despacho y de que se le había pasado un poco el enfado.
Frank tenía razón pero ella no podía permitir que el desánimo y la frustración ganaran la batalla. Cuando estuviera más calmado hablaría con él para convencerle de que no todo estaba perdido.
Durante un buen rato se quedó sentada en el sofá, bebiendo el café a pequeños sorbos, pensando en las palabras que serían más adecuadas para convencerle de que no era un fracasado. Cuando el café se terminó, fue a la cocina, dejó la taza en el fregadero y subió al primer piso para hacer la cama.
Bajó de nuevo a la cocina y decidió desayunar con calma. Sacó la mantequilla del frigorífico, se sirvió un zumo de naranja, puso pan en la tostadora, marcó el número del despacho de Frank y encendió el televisor.
—Dime —dijo Frank.
Helen tardó unos segundos en responder, su mirada se había quedado clavada en la pantalla.
—Frank —dijo sin apenas voz—… ¿dónde está —carraspeó—… dónde está exactamente la oficina central?
—¿La central? En el World Trade Center, en la torre Norte.
Unos segundos más, los que Helen tardó en tragar saliva.
—¿En la torre Norte? ¿En qué piso exactamente?
—En el 102, ¿qué te pasa, Helen, por qué preguntas eso ahora?
Helen se dejo caer sobre una silla y empezó a llorar. Pero cuando contestó su voz tenía una extraña alegría.
—Pon las noticias, Frank, podrás ver tu premio.


Y siguió llorando sin notar el olor a quemado que salía de la tostadora.

jueves, 6 de marzo de 2014

ASUNTO PENDIENTE

Fondoarmario total, no es gran cosa pero... no sé... me enternece.






ASUNTO PENDIENTE

“...los hay que dicen que, si al morir dejas cosas por hacer en este mundo, te conviertes en una especie de alma errante...”  David Meyer,  “Rubia”

Manuel podía hablar del tema con conocimiento de causa. Se acababa de cumplir el noveno aniversario de su muerte y, en nueve largos años, no había conocido el sosiego.
Al principio todo fue bien, conforme a lo previsto: el largo túnel negro, la luz blanca y brillante al final y un bienestar que no había sentido nunca. Pero, cuando salió del túnel y desembocó en el ruedo luminoso, una presencia revestida de severidad le formuló la gran pregunta: “¿Dejas algún asunto pendiente?”. Iba a decir que no con absoluta sinceridad cuando la memoria, que tanto le había fallado en otras ocasiones, le presentó el recuerdo de Isabel. La negación se le quedó atascada en la garganta. “¿Y bien?”, apremió la presencia. “Mmmm...”, empezó a contestar, aunque no recordaba haber oído su voz, “... algo queda, sí”. “Pues ya sabes lo que te toca”.
Y lo que le había tocado era vagar errante, como un vagabundo terrestre cualquiera, sin hogar ni refugio, por todos los mundos posibles. El tiempo cunde mucho cuando se está instalado en la eternidad y, en nueve años, Manuel ya había visitado el pasado en todas sus versiones, todos los futuros imaginables (desde el más probable hasta el más disparatado) y todos los universos paralelos. Y, aunque en todos ellos había encontrado siempre cosas que le habían admirado y sorprendido, lo cierto era que empezaba a aburrirse.
Y es que no era nada fácil regresar para resolver un asunto pendiente. Había tenido tiempo de trabar conocimiento con muchas de las infinitas criaturas que pueblan el éter y había averiguado que la facilidad para ponerse en contacto con la realidad que se había dejado atrás variaba en función de ciertos factores. Pero aún no sabía cuáles eran exactamente. Eso hacía que se irritara más aún cuando pensaba en algunos compañeros de quinta que habían abandonado la Tierra de Nadie al poco tiempo de llegar. No alcanzaba a entender cómo lo habían conseguido.
Se sentó meditabundo en un rincón del tiempo (exactamente, el anochecer  del 31 de diciembre de 1968, era una fecha que le gustaba especialmente) y suspiró pensando en que tal vez nueve años no eran más que el comienzo de un desarraigo eterno.
Vio que Kulk llegaba presuroso después de doblar la esquina de las 17,45. Era un buen tipo de la categoría de los Guardianes y en alguna ocasión le había permitido acompañarle en su trabajo.
—¿Vienes? —le preguntó al pasar
—¿Dónde vas?
—Una güija
—¿Una güija? ¿Tú vas a esos sitios?
—Cuando es Carol la que me llama... sí —sonrió Kulk—. Esa chica tiene una energía tremenda. ¿Vienes o no?
Claro que iba. No tenía nada mejor que hacer en aquel momento. Se puso a su lado y le siguió a través varias dimensiones espaciales y temporales a una velocidad que le resultó excesiva. Cuando entraron en la habitación abuhardillada a Manuel le faltaba el aliento.
—Joder, tío, que soy novato —se quejó.

Alrededor de la güija se apiñaban cinco niños y una mujer. “Son los primos”, explicó Kulk, “y ella es la tía Irene”. “Ah”, se asombró Manuel, “ya los conoces”. “Ya te digo que Carol tiene mucha energía, he venido más veces. Además”, añadió, “soy el Guardián de su tía”. “¿De ésta?” “No, de otra. Irene es la pequeña. Mi pupila es la mayor”
Los niños ya habían empezado a formular preguntas. Querían saber de todo: cómo se llamaba, qué tal se estaba en las regiones en las que él habitaba, cuántas asignaturas iban a suspender, de qué sexo era el niño que esperaba la tía Matilde, cuánto tiempo tardaría Teresita, la niña que le gustaba a Mauricio, en hacerle caso. Kulk les contestaba despacio y con discreción. Cuando los niños le preguntaron si Dios existía se limitó a contestar que no podía responder a ese tipo de preguntas. Luego los niños quisieron saber si habían vivido otras vidas. Kulk se las explicó, niño a niño, vida a vida. Manuel asistía embobado al ir y venir de la moneda sobre la cartulina.
—¿Cómo lo haces, colega? —quiso saber    
—Es sencillo —explicó Kulk—: miro la moneda y luego la letra a la que quiero ir. Mi voluntad se canaliza a través los dedos que están en contacto con la moneda y... la moneda se mueve.
—Dicho así —dijo Manuel— ... suena fácil.
Se oyeron unos pasos en la escalera, los niños dejaron de prestar atención al tablero y miraron hacia la puerta.
—Vamos, niños, es tardísimo —anunció la mujer que acababa de llegar. Tenía cuarenta y tantos años y un rostro sereno.
Nada más verla, Manuel sintió que algo parecido a un viento helado atravesaba su ser incorpóreo.
—¿Qué te pasa? —preguntó Kulk al sentir su inmovilidad.
—Isabel... —acertó a murmurar mirando a la mujer
—¿La conoces? —preguntó Kulk
 —La conocí —dijo en un susurro— Hace veinticinco años.
Entonces, como si de repente se le hubiera disparado un mecanismo impulsor, Manuel apartó a Kulk de un manotazo, se inclinó sobre la güija y miró fijamente la moneda. Sin decir nada, los niños volvieron a colocar sus dedos sobre ella.
—No empecéis otra vez, por favor —dijo la mujer sonriendo.

Y se asomó al tablero justo a tiempo de ver cómo la moneda corría frenéticamente de una letra a otra:
I-S-A-B-E-L-S-O-Y-M-A-N-U-E-L-Y-T-E-Q-U-I-E-R-O.