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miércoles, 29 de mayo de 2013

PROYECTO AMBICIOSO

Este relato es de los antiguos, de cuando mi musa se portaba como se tienen
que portar las musas: trabajando a tiempo completo.
A ella también le gusta el juego de las historias posibles y el azar estuvo de
nuestra parte: en una misma mañana, coincidimos con un señor alemán y
con un joven búlgaro.





UNA GRAN OBRA

Nunca me han gustado este tipo de proyectos. De hecho, últimamente sólo acepto encargos que, si bien no son simples, sí podríamos llamar poco pretenciosos. Cosas sencillas como casas a orillas del río o el diseño de algunos jardines... esa clase de proyectos pensados para el disfrute de los hombres, no para alimentar su afán de protagonismo. Pero el ansia de notoriedad, la megalomanía de algunos no conoce límites. Y yo tengo la tesis de que cuanto mayor es el tamaño de la obra mayor es el grado de soberbia de los que la promueven, la apoyan y la realizan y mayores, por supuesto, los problemas que surgen.
—¿Estás loco?— le grité a Lud cuando me enseñó los planos— ¿Qué altura dices?
Lud me miró como si respondiera a un desafío.
—Es perfectamente posible hacerlo —contestó—. He estudiado hasta el último detalle, he repasado cien veces los cálculos.
Lud es un gran amigo pero muy cabezota.
—Es un disparate... —insistí.
No lo es. Y voy a hacerlo contigo. Te necesito al frente de la obra.
—Pero yo no voy a hacerlo, Lud —intenté resistirme. No me apetecía nada la perspectiva de pasarme dos años en el valle de Senaar, separado de mi familia—, no puedo hacerlo.
—Lo harás —sentenció.
Y lo hice, claro. No tuve más remedio, estaba en deuda con Lud desde el día que, en nuestra juventud, me libró de morir aplastado por una losa de mármol.
Lo cierto es que, al principio, las cosas iban tan bien que me costaba creerlo. Obreros entregados, capataces eficacísimos, ningún parón por falta de ladrillos o brea... Todo perfecto hasta que llegamos al vigésimo segundo nivel pero... la soberbia es uno de los mayores pecado del hombre y acaba pasando factura. Lo supe esta mañana, cuando uno de los capataces llegó a mi oficina desesperado:
—¡Se han vuelto todos locos!— gritaba.
Me asomé a la explanada a tiempo de ver cómo un grupo de obreros se acercaba mientras, al parecer, discutían. “¿Kade sa tu jlité?”, gritaba uno con los brazos en alto como si interrogara a los dioses. Y otro le contestaba negando con la cabeza: “¡den catalabeno típota!” mientras un tercero se llevaba las manos a la cabeza: “¡ein groses durjainander, ein groses durjainander!”
Creo que vamos a tener problemas.
 


NOTA:
Kade sa tu jlité: en búlgaro, "Dónde están los ladrillos"
Den katalabeno típota: en griego, "No entiendo nada"
Ein groses durjainander: en alemán, "Qué tremendo lío!


martes, 21 de mayo de 2013

NO MENOSPRECIES A TU ENEMIGO

Que me gusta a mí una analogía o una metáfora ajedrecísitica...
Así que no lo he podido evitar, claro: el peón puede dar jaque mate al rey.



  




RUBIO, DE BELLOS OJOS Y APUESTO

Está nervioso, tenso, como siempre antes de entrar en combate. La sangre corre rápida por sus venas y todos sus músculos se contraen anticipando el momento de entrar en acción. Sólo la lucha podrá liberar esa energía que empieza a acumularse en su cuerpo, que ya le aprieta el estómago, le oprime los pulmones y le aguijonea la vejiga.

Recuerda su infancia, allá en Gat, y el relato, escuchado de boca de su padre, de la derrota de Bet-Jorón, de las desgracias que se abatieron sobre la ciudad cuando el arca fue llevada allí desde Asdod... Su padre lo envió al ejército en cuanto cumplió doce años.

Lleva cuarenta días subiendo mañana y tarde hasta las filas de los servidores de Saúl y haciéndoles huir con sus gritos y amenazas. Y nadie parece responder a su reto.

Ayer limpió su yelmo, sus grebas y su coraza revestida de escamas y los abrillantó  hasta que el bronce refulgió bajo el sol de Efes-Dammim. Pulió la punta de su lanza hasta que le pareció que el filo podría partir en dos un cabello.

Se viste despacio, ceremoniosamente, se coloca el yelmo y la coraza, sale de la tienda y se dirige hacia las filas de ataque.

No tiene miedo. Ha combatido en mil batallas y siempre ha vencido a sus enemigos: ninguno ha resistido el empuje de sus seis codos de altura, la fuerza de su lanza. Sólo ha pedido un hombre. Un solo hombre que se enfrente a él. La lucha de los dos pueblos resumida y reducida a una pelea cuerpo a cuerpo. Si los servidores de Saúl aceptan su reto y sus condiciones... la victoria es segura.

Se adelanta unos pasos y se detiene esperando una respuesta a su desafío. Su cuerpo de soldado pide entrar en combate, todas las fibras de sus músculos necesitan sentir el impacto de otro cuerpo y sus oídos echan de menos los gritos del enemigo que se desploma atravesado por la lanza, agonizando. ¿No hay, entre todos los hijos de Israel, alguien que se atreva a medirse con él?

De pronto, una figura se destaca y empieza a avanzar hacia él desde las filas enemigas. Es un muchacho rubio y apuesto, no lleva coraza ni casco ni armas de ninguna clase, tan sólo un cayado, un morral y una honda. Le dan ganas de reír. ¿Ese joven delicado es lo mejor que ha encontrado Saúl en sus ejércitos? ¿Ese pobre pastor es lo mejor que tiene Israel para hacer frente a sus seis codos de altura, a su coraza y a su lanza?

—¿Acaso soy perro —le dice al joven rubio—, pues vienes a mí con palos? Ven hacia mí —le grita— y daré tu carne a las aves del cielo y a las fieras del campo.

El joven pastor mete la mano en el zurrón, saca una piedra y la coloca en la honda.

viernes, 17 de mayo de 2013

UN LIBRO




En este libro encontré lo que busco (lo que buscamos todos los infectados por el virus L) desde que leí Tom Sawyer: esa narración que te atrapa, te lleva a su mundo y te fascina de tal manera que no quieres salir de ella.
Me asombró ver cuánto sabía la autora acerca de su personaje y me pregunté cuál podría ser la causa. Como suele sucederme, encontré la respuesta unos años más tarde.







MARGARITA


Dicen de él que es lo mejor que le ha ocurrido a Roma en mucho tiempo, a pesar de que el inicio de su mandato está oscurecido por la sombra de la ejecución de los cuatro excónsules. Él siempre dijo que no tuvo nada que ver con aquel vergonzoso episodio, que el causante fue Acilio Atiano, el que fuera su tutor, pero lo cierto es que ya no hay forma de averiguar lo que sucedió realmente, como ocurre con otras muchas cosas en esta ciudad y en este Imperio.
Yo lo único que sé es que llegué a su casa un día de calor asfixiante, de la mano de la doncella de Vibia Sabina. Me contaron que Vibia había acudido a visitar a su anciano padre, impedido desde hacía varios años, y que me encontró tendida en el suelo cerca de la puerta, desfallecida y febril. Me contaron que me dio agua y comida y que, al no reclamarme nadie, decidió llevarme consigo. De lo que hubiera sido mi vida antes de ese día no recuerdo nada.
A él le conocí varios meses después, cuando, tras haber sido adiestrada en el servicio, me encomendaron ocuparme de sus baños. No llegué a oír sus pasos, apareció ante mí vestido solo con una túnica blanca con la que contrastaba su piel curtida por el sol. Era hermoso como los dioses griegos y a los griegos se asemejaba por la barba que casi ocultaba su rostro. Tanto me sobrecogió su presencia y tan alterado latió mi pulso que estuve a punto de derramar el aceite oloroso del ánfora que tenía en las manos. Conseguí sobreponerme y se la ofrecí con respeto inclinando de cabeza.
—¿Cómo te llamas? —preguntó con voz grave.
—Mi señora me llama Clodia, señor —dije con gran esfuerzo.
—¿Clodia? No me parece un nombre apropiado para alguien que tiene ojos de mar y piel de nácar —dijo levantándome el rostro con la mano y mirándome fijamente—. Llamarte “perla” sería más ajustado. A partir de ahora te llamarás Margarita, que significa “perla” en griego.
Así me llamaron a partir de entonces, así me llamé a mí misma durante muchos años, recordando el brillo de su mirada sobre mí, el tono de su voz la primera vez que pronunció mi nombre.

A pesar de saber que mi señor no la apreciaba, nunca cometí la insensatez de intentar competir con mi señora, Vibia Sabina. Me conformé con ser la sirvienta más fiel de Adriano, la más entregada; me conformé con amarle sin que él lo supiera. Ni siquiera la presencia de Antinoo pudo mermar la devoción que sentía por él.
Estuve a su lado todo lo que duró su vida, y también la mía pues puede decirse que, cuando murió, la parte más importante de mi alma murió con él, y durante todo este tiempo pude conocerle mejor que nadie. Mejor que sus parientes y sus cónsules, mejor que su esposa, mejor que Antinoo.
—Ellos no saben nada sobre mí —me dijo unos días antes de morir, cuando yo intentaba aliviar la tensión de su vientre hinchado con friegas de salvia — pero tú sí sabes, Margarita. Tendrás que contárselo.

Y para eso vivo desde entonces, para recordar todo lo que sé de él y guardarlo en mi memoria hasta que llegue el momento de contarlo.
Si no puedo hacerlo en esta vida, lo haré en otra.

domingo, 12 de mayo de 2013

EN EL NOMBRE DEL PADRE

Creo que esta es la única vez que me he atrevido con el género (no sé si se llama así) fantástico-de aventuras. 
Leído el relato varios años después, pienso tenía que haber seguido. A lo mejor me había salido Juego de tronos...












VENGANZA

Al ejército de los Invasores apenas le supuso esfuerzo ni merma conquistar los territorios de los Hombres del Mar. Los Invasores eran un pueblo agresivo y belicoso con una larga tradición guerrera. Eran famosas las armas forjadas en sus herrerías y la ferocidad de sus hombres había traspasado sus fronteras y alcanzado el rango de leyenda. Los Hombres del Mar, pacíficos y pescadores, nunca habían temido a los Invasores porque las tierras de estos, situadas más allá de las montañas, quedaban demasiado altas, demasiado alejadas de las llanuras casi desérticas, que se extendían a lo largo de la costa, en las que los Hijos de Mar pescaban desde que el tiempo se podía contar. Cuando los Invasores, amenazados por el empuje de los Bárbaros del Norte, se lanzaron a la conquista de los territorios vecinos, los Hombres del Mar se vieron indefensos frente a ellos: jamás se les había ocurrido prepararse para la guerra.
Yarik, hijo único del jefe de los Hombres del Mar, tenía siete años cuando Histur, jefe de los Invasores, llegó con lo mejor de sus tropas a las puertas de la Ciudad. Su padre, para protegerlo, ordenó a su guardián que lo ocultara y lo despojara de todos los signos externos que pudieran delatar su rango. Hecho un ovillo en el fondo de una de las barcas más grandes del puerto, completamente cubierto por redes y aparejos, el pequeño Yarik no vio cómo Histur y sus hombres entraban en la ciudad bramando como monstruos marinos, cómo quemaban las casas, golpeaban a las mujeres y a los niños y mataban a los hombres. Lo que sí pudo ver, una semana después, en el centro de lo que había sido la plaza del mercado,  fue la cabeza de su padre ensartada en una pica. Despedía un olor nauseabundo y estaba cubierta de moscas.

Ocho años más tarde, los Invasores eran los amos del territorio de los Hijos del Mar y sus habitantes habían quedado relegados a las tareas más duras cuando no vendidos como esclavos. Su Ciudad se llamaba ahora Ihs- Hadum que, en la lengua de los Invasores, significaba “la conquistada”.

Ocho años más tarde, Histur descansaba en su tienda después de varias jornadas de camino a través de las montañas. Regresaba, con un grupo de guerreros, de una incursión por las Tierras del Norte y la nieve y el viento helado habían hecho agotadora la marcha. Dos días más y, por fin, estarían de vuelta en Ihs-Hadum. Su joven ayudante se acercó al camastro.
—Señor —dijo el muchacho arrodillándose y posando en el suelo la bandeja que portaba—, te he traído agua para refrescarte y vino para que recuperes las fuerzas.
Histur se incorporó ligeramente y alargó la mano para alcanzar la copa. No tuvo tiempo de ver de dónde había salido el arpón que se clavó en la tierra después de atravesarle la muñeca.

Al amanecer del día de la fiesta de Samna, dios del Trueno, un alarido agudo y prolongado, hiriente como un cuchillo, despertó a los habitantes de la ciudad que abrieron las puertas de sus casas y se asomaron a las ventanas para ver cómo el joven Yarik, a lomos de un caballo negro,  recorría al galope las calles, entraba en la plaza del mercado y daba varias vueltas en derredor antes de detenerse en el centro, junto a la pica en la que, años atrás, estuvo expuesta la cabeza de su padre. Sólo entonces los Invasores pudieron reconocer el cuerpo que arrastraba la montura: desnudo, casi despellejado, Histur tenía las manos y los pies atravesados por arpones. Un enorme anzuelo se insertaba en su paladar y asomaba la punta por la órbita vacía del ojo izquierdo.
Aún respiraba.



jueves, 9 de mayo de 2013

ANTES DE QUE SEA TARDE

Hay cosas que deberíamos traer de serie, que no deberían quedar sujetas a nuestra capacidad de aprendizaje.

¿O no?






A TRAVÉS DEL CRISTAL

Inés se cruza de brazos, cierra los ojos y, sin darse cuenta, apoya la frente en el cristal. El murmullo de las conversaciones sigue llegando a sus oídos como un lejano ruido de fondo, como llega el murmullo del mar hasta el que pasea su orilla o como acompaña el rumor del viento en la copa de los árboles a quien está leyendo a su sombra. Tras la oscuridad forzada de sus párpados, sigue percibiendo voces quedas, movimientos pausados, sonrisas tímidas, abrazos corteses a los que van llegando, y por un momento piensa que voces, movimientos, sonrisas y abrazos parecen formar parte de una coreografía que todos llevaran en la sangre, de una ceremonia que hubieran ensayado muchas veces.  Y tal vez haya ocurrido así.
Fuera llueve pero no se escucha el ruido de la lluvia, solo se adivina el pequeño estallido de cada gota al caer en la tierra, al golpear el tejado. Inés respira hondo y su aliento se dispersa sobre el vidrio. A través del cristal ve las flores tan hermosas, tan llenas de color, tan recién abiertas, que no puede evitar compararlas con la vida en plenitud y preguntarse cuánto tiempo tardarán en marchitarse. Es una metáfora de la existencia tan obvia que por un segundo se reprocha su falta de originalidad.
Cuando se decide a abrir los ojos, percibe una figura borrosa que se acerca a ella desde el fondo de la sala. Distingue su silueta, delgada, ágil, pero no sus facciones, que quedan a contraluz. Avanza despacio y cuando llega a su lado puede ver su rostro con claridad. Reprime un grito de sorpresa y se abraza a la chaqueta de cuero, a la barba recortada, a las gafas de miope, al cuello en el que tantas veces deseó refugiarse. Decide no contener las lágrimas y llora sin pudor, sin soltarse del tacto frío del cuero ni del olor a colonia que se desprende de la camisa. Nota la mejilla de Julio contra la suya y una presión reconfortante en la cintura y decide demorarse unos segundos más, apurar la alegría de un reencuentro que lleva quince años de retraso, los que hace que Julio se marchó y ella decidió no acompañarle.
Cuando se separan, Julio le ofrece un pañuelo pero no retira el brazo, que sigue sobre su hombro y la mantiene pegada a él. Inés mira de nuevo a través del cristal, pero no se fija en las coronas ni en los ramos que llenan la cámara sino en la cara de su padre en la que hace horas que se instalaron la tersura y la palidez de la muerte. Piensa que ha llegado tarde, que su padre ya no puede oírla, y se arrepiente de no haberle dicho tantas cosas… Y la frase de no recuerda quién se enciende en su cerebro como un letrero luminoso: Solo nos arrepentimos de lo que no hemos hecho.
Se vuelve despacio hacia Julio, le mira a través de la bruma húmeda de sus lágrimas y decide que con él no cometerá el mismo error, que con él todavía está a tiempo.
“Te quiero”, le dice.
Y el abrazo de Julio le da su respuesta.


lunes, 6 de mayo de 2013

EL ÚNICO LUGAR...

Dos micros (ya sabéis: una historia en ciento veinte palabras): el primero, una anécdota que, como dice el dicho, se non è vero è ben trovato. El segundo, para Atxía y para Pedro, que se han quedado con las ganas.




Imagen tomada de www.friki.net

LA RAZÓN

—Monsieur de Maupassant... Qué alegría verle de nuevo por aquí…
—¿Hay un poco de ironía en tu recibimiento, Gustave, o son figuraciones mías?
—La hay, mon cher ami. Reconoce, Guy, que después de oír lo que vas diciendo de mi trabajo por todo París, me resulte extraño verte por aquí casi todos los días.
—Hay una poderosa razón para ello, monsieur Eiffel.
—¿Puedo saber cuál es?
—Por supuesto. La razón por la que vengo aquí casi todos los días es que este es el único lugar de toda la ciudad desde el que no se divisa tu torre.



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MIGRACIÓN
No pienso ir. Me niego. Estoy cansado, aburrido, harto. El Jefe me reprenderá pero no me voy a mover de aquí.  Los veo a todos inquietos, desazonados, caminando de acá para allá con la cabeza levantada olfateando el aire. Se acerca el día de empezar el viaje y un hormigueo de impaciencia les recorre el cuerpo. Pero no tengo la menor intención de ir con ellos. Este año no.
Me dirán que estoy loco, que si me quedo moriré, pero lo cierto es que ninguno de ellos tiene asegurado el regreso y no quiero correr el riesgo de dejarme las barbas en las fauces de un cocodrilo.
Seré el primer ñu del Serengeti que se niegue a cruzar el Mara.

 

viernes, 3 de mayo de 2013

ESTRELLA FUGAZ

A veces no hay más que abrir los ojos y mirar y entonces la historia está ahí, esperando que alguien la escriba.

La vida misma.









CALLE DE LA MONTERA

Se apoya ligeramente en la farola y deja que la mirada se le vaya hacia el final de la calle empinada, por donde baja el bullicio de la gente hasta Sol.
Qué raro este mes de octubre, qué soleado. Hace calor, casi como en verano, pero no tanto. Por suerte, por las noches refresca y en la habitación de la pensión, asomada a un oscuro patio interior, se puede dormir. Y de día no pasa frío.
Los zapatos la están matando con su tacón imposible. Tenía que haberse puesto las sandalias. Tienen también un tacón vertiginoso pero al menos no sentiría la piel de los pies pegada al forro sintético.
Pasa un hombre joven, tiene buen aspecto con sus vaqueros y su camisa azul. Se queda mirándola y ella se coloca la sonrisa de trabajo, la que insinúa atractivos placeres y tal vez alguna sorpresa, algún capricho no demasiado excéntrico, pero el hombre pasa de largo sin haber llegado a sus ojos.
Sigue la marea humana, lenta, perezosa en la mañana de sábado, apurando el sol insólito de un verano en prórroga que no deja avanzar al otoño. El invierno será largo y frío, hay que disfrutar mientras se pueda.
Mira hacia atrás, hacia el ventanal de la cafetería que tiene a la espalda, pero entre la gente que se agrupa alrededor de la barra no distingue a ningún cliente potencial, y regresa la mirada a la calle soleada. Dos mujeres se han detenido a pocos metros de ella, no son jóvenes pero tampoco mayores, tienen la edad indefinida de su madre y se ríen a carcajadas, como si una de las dos hubiera contado algo muy gracioso. Su risa la alegra, de pronto la mañana es un poco menos dura y le dan ganas de reír con ellas. Han estado de compras, llevan varias bolsas de tiendas de la zona. Ella imagina el contenido: algún vestido para ellas, alguna camiseta para los hijos que seguramente tienen, alguna camisa para sus maridos; da por seguro un desayuno cómplice, la ayuda mutua en la elección: “¿Tú crees que le gustará?”, “Seguro, es preciosa”. La que es más rubia aprovecha la parada para rebuscar en su bolso sin dejar de reír. Saca un cigarrillo y lo enciende. La que es menos rubia la mira con cierto reproche, “Cuidao que fumas, mari”, le dice. Pero “mari” sonríe como pidiendo perdón y siguen caminando, alegres, charlando.
Las ve alejarse calle abajo y piensa que, cuando sea mayor, le gustaría parecerse a ellas. Tener unos hijos a los que comprar camisetas, una amiga con la que desayunar y salir de compras el sábado por la mañana y un marido que la esperara en casa.
Sí, quiere un marido. Está cansada de los hombres para los que solo es un paréntesis, una chispa de luz que ilumina su soledad en el cuarto de un hostal o en la habitación de un hotel de pocas estrellas y luego desaparece para siempre. Quiere un hombre para ella sola, un hombre para el que ella no sea un pañuelo de usar y olvidar, una estrella fugaz, pasajera y efímera, sino la compañía definitiva; la más hermosa, la más brillante, la más luminosa de las estrellas fijas.

miércoles, 1 de mayo de 2013

DUDA RAZONABLE

No le he pedido permiso a Emilia, la amiga de Mer, pero supongo que no le importará que cuente aquí (en ciento veinte palabras, porque era un micro para Gigantes de Liliput, y mutatis mutandis), lo que ella nos contó hace unos meses. Es un ejemplo de esa maravillosa lógica de la mente infantil que a mí me parece uno de los regalos más hermosos de la vida.




DUDA RAZONABLE

Lucía está muy contenta porque mamá y la tía Rosa han ido a buscarla a la salida del cole. Mamá ha ido a hablar con la seño y Lucía coge la mano de la tía Rosa, mira una vez más su gorda barriga y piensa que el primito está ahí dentro.
Sus compañeros pasan a su lado y la saludan. Carmen Jun tiene los ojos rasgados y el pelo negro y lacio. Iggi tiene la piel muy oscura, casi negra. Shauri también la tiene oscura, pero no tanto como Iggi.  También la saluda Karin, que es muy rubia y tiene la piel muy blanca.
De pronto, le surge una duda.
—Tía Rosa, el nuestro… ¿de qué color va a ser?