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viernes, 29 de marzo de 2013

LABERINTO

A todos nos ha pasado alguna vez: de pronto, nuestro cerebro se bloquea y no reconoce ni interpreta lo que está viendo y, por unos segundos, angustiosos y eternos, nos quedamos fuera del tiempo y del espacio, fuera de nuestra vida.
A veces también ocurre en los sueños.








SUCEDIÓ EN EL METRO

Salió del vagón atropelladamente, empujando casi al hombre gordo que se había interpuesto entre él y la salida. Ya sabía que era inútil pero intentaba reducir el retraso de cinco minutos que había supuesto no coger el convoy de las 7:15. Se desabotonó la chaqueta, apretó con fuerza el maletín y se dirigió a las escaleras mecánicas.
Treinta segundos de relajación, de dejarse llevar hacia el nivel superior observando la espalda de la mujer de abrigo negro situada un peldaño más arriba, de mirar sin ver a los ocupantes de la escalera de bajada mientras pensaba una vez más en la Nuria dormida que había dejado en casa, desnuda, el pelo revuelto sobre la almohada, un brazo lánguido asomando por el borde del edredón. Ya se enderezaban los escalones cuando el cartel que pendía del techo llamó su atención: 7-Las Flores, 11-Rivera, 23-Vegaluz. Aquella no era su salida, ¿qué había ocurrido?
Pensó que, sin duda, se había equivocado y había tomado las escaleras de la derecha, qué despiste, cinco años haciendo el mismo camino todos los días y se iba a equivocar hoy, cuando más prisa tenía. Tras un segundo de vacilación se agarró al pasamanos y giró ágilmente hacia la escalera de bajada, justo detrás de una jovencita de pelo rojo y pantalón ceñido, detrás de un joven trajeado que peleaba para acomodar el trolley que sujetaba con la mano derecha y que había quedado suspendido entre dos peldaños, en la profundidad del túnel empezaba a distinguirse el banco de madera pegado al muro, junto a la papelera, pero... en esa pared no había un banco... en esa pared siempre había estado la máquina de chocolatinas...
En el andén los letreros anunciaban la estación y los enlaces: Las Puertas, 28-Camino del Otero, 2-Guadiana, 17-Ayuntamiento. Era absurdo: él no había bajado del tren en Las Puertas. Él había bajado, justo detrás del señor gordo, en la estación de Sotoverde, en la que se podía enlazar con las líneas 4, 14 y 18 pero en modo alguno con 28, 2, 17. ¿O no había sido así? ¿Cabía la posibilidad de que se hubiera equivocado en su estación, en Plaza norte, y hubiera cogido el tren que no era? Pero eso era imposible, desde Plaza norte no se podía enlazar con la 28 y mucho menos con la 2, para llegar a Guadiana desde su barrio había que hacer transbordo. En todo caso... estaba muy lejos de la oficina, la reunión con los compradores alemanes dependía del informe que llevaba en el maletín y que le había costado dos semanas de trabajo, en aquel momento el gerente tenía que estar subiéndose por las paredes. Las 7: 55. Notó la espalda llena de sudor. Tendría que ir a la 17, coger un tren hasta Meridiano y allí enlazar con la 15 que le dejaría, si no había contratiempos, a la puerta de la oficina en treinta minutos, no quería ni pensar en la cara del gerente cuando le viera aparecer con más de media hora de retraso.
Se dirigió al túnel de la izquierda, el letrero lo decía bien claro: 17-Ayuntamiento, y caminó treinta metros antes de desembocar en el andén pero allí los carteles no decían Las Puertas sino La Luz, y los enlaces no eran 28, 2, 17 sino 6, 9, 19 y, de lunes a viernes, 31. Era imposible, en el túnel por el que había llegado lo ponía bien claro: 17-Ayuntamiento, no podía estar al otro extremo de la ciudad. Dio media vuelta y volvió sobre sus pasos pero... se había confundido otra vez, por ese túnel no se regresaba a Las Puertas sino que conducía a Parque Ferial-Jardín Botánico, la estación más al norte. Sacó el pañuelo para secarse la frente, dio la vuelta otra vez y regresó al andén donde un letrero le informó de que se encontraba en Villa Sur y de que podía enlazar con las líneas 5 y 16. Se fijó en otra salida que antes no había visto, se dirigió hacia ella, subió en la escalera mecánicas y ascendió, detrás de un joven melenudo con cazadora de cuero negro, hasta desembocar en Plaza del Mercado, donde, en aquel momento, se detenía un convoy que se dirigía a Estación Central. Por un instante pensó en subirse, bajar en La Glorieta y allí enlazar con la línea 30, pero el maletín se le resbalaba de las manos, tenía la camisa pegada al cuerpo y la boca seca.
No, mejor no. Mejor esperar al siguiente que tardaría, como mucho, cinco minutos. Mejor descansar un momento, relajarse, dejar que el sudor se evaporara. Mientras se entretendría tramando una excusa para el gerente que resultara verosímil, lo bastante para justificar un retraso tan grande justo el día en que tenían la reunión con los alemanes, pero, sin darse cuenta, se sorprendió a sí mismo al pensar que tal vez debería buscar una cabina para llamar a Nuria y decirle que no le esperara a cenar.


miércoles, 27 de marzo de 2013

DIOSA DE CHOCOLATE


Un divertimento sin mayor trascendencia. Pero lo pasé bien escribiéndolo. Espero que se note.




Foto tomada de www.bodas.com.mx

MARTINA

Están preocupados por mí. Lo noto en sus rostros cuando se acercan al borde de la cama con el gesto grave de la impotencia, lo proclaman sus miradas oblicuas al gotero, a la bolsa que recoge la orina, a la pantalla que refleja el galope de mi corazón. Lo que no sé es para qué demonios sirve esta pinza que me han colocado en el dedo pero seguro que las cifras que transmite, y que ellos miran constantemente en el monitor, también son alarmantes. Cuando la enfermera me quita el termómetro, se asoman impacientes por encima de su hombro y esperan su dictamen:
—Cuarenta con dos —sentencia la uniformada.
Y entonces ellos agachan la cabeza, frustrados, porque el agua que me han hecho beber, las compresas frías que me han puesto en la frente y en los hombros y el aparato de aire acondicionado que han traído de casa y que mantienen funcionando al máximo no están sirviendo de nada.
Cuando el frasco de suero está lleno, la bolsa de orina vacía y recién mojadas las compresas, cuando ya no les queda nada con lo que evidenciar la atención que me prestan, pasean la habitación de derecha a izquierda, de la puerta a la ventana, con la cabeza gacha y las manos a la espalda (ellos) o los brazos cruzados sobre el pecho (ellas), en un ir y venir constante que los mantiene ocupados hasta el momento de precipitarse de nuevo hacia mí para colocarme el embozo, darle la vuelta a la almohada, estirarme las sábanas o tocar el timbre porque se ha disparado una alarma. Mientras, me miran de reojo desconfiados, temerosos de encontrar en mi cara una señal de empeoramiento.
—¿Cómo estás, tío? —suelen preguntarme cuando llevan a cabo alguna de esas estúpidas maniobras.
—¿Te encuentras mejor? —añaden, generalmente ellas, con un tono que pretende ser afable pero que no disimula su principal interés.
No quieren que me muera, está claro. No todavía, quiero decir. No antes de que cambie ciertas cosas en mi testamento.
He de reconocer que, aunque los días aquí tienden a parecer eternos, la presencia constante de todos ellos los hace más llevaderos. Me divierte sobremanera comprobar cómo han ido apareciendo uno a uno, conforme se han ido enterando de mi estado, después de treinta años de no prestar la menor atención a mi persona. Ni se imaginan lo que disfruto al verlos tan compungidos, tan cariacontecidos cuando vienen los médicos a pasar visita y, después de consultar todas las gráficas y de examinar los resultados de los análisis, los miran a su vez con gesto sombrío dándoles a entender que poco puede hacerse ya. Entonces ellos y ellas bajan los ojos, arrugan el entrecejo, fruncen los labios y fingen una pena que yo corearía con una carcajada si no fuera porque el oxígeno que me llega a través de la mascarilla me tiene la garganta en carne viva y me resulta imposible pronunciar una palabra sin que el aire me queme el gaznate.
Pero cuando mi gozo llega a límites difícilmente superables, cuando realmente mi satisfacción es tan grande que podría incluso ponerme en pie y arrancarme todos los tubos y los cables que me mantienen pegado a la cama, es cuando llega ella, Martina, mi Martina, mi diosa de chocolate, mi vestal caribeña. Se acerca a la cama revolviendo el aire con el bamboleo de sus caderas, haciendo sonar los brazaletes que casi le ocultan los brazos, se inclina sobre mí y me estampa un beso en la boca.
—¿Cómo está mi papi lindo?
Entonces yo la miro y sonrío, los miro a ellos y a ellas que, a su vez, miran a Martina lamentando no tener en la mirada un rayo capaz de fulminarla allí mismo, y vuelvo a sonreír, feliz, y alargo la mano para levantarle la falda y tocarle ese culo prieto que tiene mientras noto que la fiebre me puede, que el oxígeno ya no me llega a los pulmones, que los párpados se me cierran y que, lamentándolo mucho, mis queridos sobrinos no van a tener tiempo de convencerme de que cambie el testamento.

domingo, 24 de marzo de 2013

COMO LÁGRIMAS EN LA LLUVIA

La idea en principio era un relato que tuviera como protagonista al comandante Gregal (también conocido como Deck) y, sin proponérmelo, quedó como un obvio homenaje. Tan obvio que no sé si poner...
Bueno, sí, la pongo, porque habrá quien no la recuerde:

"Yo he visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto Rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todos estos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir".


Aprovecho para recomendar vivamente la novela de Rosa Montero del mismo título que esta entrada. Es de una calidad reconfortante en medio de la mediocridad que nos invade.






EL ÚLTIMO DRAGÓN

Sentado en el asiento del copiloto, frente al panel de mandos, Roy entretenía la espera jugando con la consola a uno de los juegos más antiguo de la Galaxia, el que consistía en encajar piezas de diferentes tamaños y colores para formar filas que desaparecían cuando estaban completas. El comandante Gregal, inclinado sobre la pantalla en la que se dibujaba el mapa de la zona, daba un último repaso a los cálculos mientras tarareaba en voz baja la música que le llegaba por los auriculares. El volumen estaba tan alto que Roy podía distinguir los potentes acordes de los Carmina Burana pero el comandante no parecía haberse dado cuenta, absorto en confirmar los detalles de la trayectoria que les llevaría a reunirse con las tropas del Ejército Estatal. Nadie habría dicho que, bajo la calma que Gregal aparentaba, se contenía una tensión capaz de organizar y dirigir la más complicada de las operaciones.
 Frente a ellos se extendía el semicírculo del Bálteo y, a su espalda, en formación de flecha, la escuadrilla de los Dragones daba la popa a la M42 y esperaba la orden de iniciar la marcha.
En su camino hacia el frente de batalla habían atravesado la puerta de Tannhäuser bajo la lluvia de Rayos C del enemigo pero los Dragones eran más rápidos y, sobre todo, tenían más facilidad de maniobra que los pesados Flash del ejército rebelde. Gracias a eso habían conseguido escapar a la emboscada. Las tropas del Ejército Estatal esperaban el refuerzo del escuadrón para hacer frente al avance de los sublevados.
Al cabo de unos minutos, el comandante se enderezó en su asiento, se quitó los auriculares y, con un gesto, le pidió a Roy que le alcanzara el casco. Era la señal. Roy apagó la videoconsola y conectó la comunicación con el resto de las naves.
--¡Dragón Dos! --llamó el comandante.
--¡Listo! --contestaron desde la nave situada a su popa.
--¡Dragón Tres! 
--¡Listo! --respondió la voz desde el extremo del flanco derecho de la formación.
--¡Dragón Cuatro!

                                               

No los vieron llegar. Surgieron como si se materializaran desde la nada justo cuando los Dragones, después de atacar la retaguardia enemiga, regresaban junto a los cruceros Magnum. Los Speed rebeldes cayeron sobre ellos con una lluvia de fuego que, avanzando desde la cola de la formación, incendió las naves una a una mientras, en la cabina del Dragón Uno, los tímpanos de Roy y del comandante Gregal retumbaban con el estruendo de la deflagración.
--¡No mires atrás! --gritó el comandante mientras apuraba la potencia de los propulsores.
Pero Roy no pudo evitar volver la cabeza para ver cómo el negro telón del cielo se iluminaba con el estallido de los Dragones, para asistir al trágico espectáculo de las naves ardiendo más allá de Orión.
"Espero sobrevivir”, pensó, “espero poder contarlo para que todas estas cosas no se pierdan en el tiempo como lágrimas en la lluvia".



jueves, 21 de marzo de 2013

AMOR DE MADRE

Para Pedro Pablo, brillante recién llegado, con admiración.






Foto tomada de arquehistoria.com



AMOR DE MADRE

Está a punto de amanecer cuando abandona el palacio por la puerta de las caballerizas, sigilosa, cubriéndose con una gruesa capa de paño oscuro y ocultando su rostro en las sombras de la capucha. Admila, la esclava tracia que ayuda al cocinero, la acompaña.
¿Qué no ha de hacer una madre por su hijo? Lo cría con mimo y con cuidado, sacrifica por él sus días y sus noches, se ocupa de que su educación esté a cargo de los mejores maestros, se entrega sin descanso a la tarea de ayudarle a seguir el plan más adecuado a sus aspiraciones, pelea como una loba contra los enemigos que se interponen en su camino... llega, incluso, a compartir su lecho para evitar que entren en él mujeres poco convenientes... Llega, en definitiva, a salir al amanecer furtivamente para estar en el mercado a buena hora, cuando los puestos acaban de abrirse y aún no ha llegado la multitud que poco más tarde abarrotará la plaza, para poder elegir con calma, para poder escoger, entre todos, los hongos más frescos, los más sabrosos, los hongos con los que preparar un suculento guiso al que nadie pueda resistirse: amanita oronja, champiñón, pimpinera morada, parasoles, senderuelas... y el sin par boletus edulis.
Ya de regreso, se ocupa de que los sirvientes los laven y sequen cuidadosamente y da instrucciones para la elaboración de las salsas que los acompañarán: para las lengua de gato ordena picar finamente unos canónigos frescos y tiernos y machacar dos anchoas en salazón y aliñar la mezcla con aceite de oliva hasta conseguir que quede untosa. Para los boletus hace rehogar lentamente una cebolla troceada y, cuando está dorada, indica que añadan leche y un poco de queso de oveja. Los champiñones tendrán suficiente con un sencillo sofrito de tocino y un chorro de vino blanco y las oronjas estarán deliciosas con la salsa de ajo, perejil y tomillo.
A la hora de la cena, reclinada en el triclinium, pedirá que traigan los hongos, se volverá hacia su esposo, el padrastro de su hijo, y le dirá:
—Pruébalos, Claudio. Me he ocupado yo misma de que estén a tu gusto.
Claudio, que tiene debilidad por los hongos, devorará un plato tras otro hasta que no quede ni rastro de boletus, de champiñones ni, por supuesto, de oronja.
Es lamentable que la oronja sea tan fatalmente parecida a la muscaria pero... ¿qué no hará Agripina, mater amantissima,  por allanar el camino de su hijo Nerón hasta la cima del Imperio?

miércoles, 20 de marzo de 2013

EROS Y TÁNATOS


Es lo malo de haber leído tanta novela negra, que de vez en cuando me meto en cada berenjenal...





LA MUJER DEL VESTIDO VERDE

La ve surgir de la masa de gente informe y convulsa de la discoteca como emergería una esmeralda al remover un montón de canicas; la piel muy blanca, el pelo negro, el vestido color musgo a tono con sus ojos y adherido a todas las curvas de su cuerpo, las piernas firmes sobre los zapatos de tacón afilado, sin la menor vacilación, sin asomo de vértigo. En el avance lento y decidido hacia la barra, la mirada verde se fija en él.
—¿Me invitas? —pregunta una voz que parece surgir del fondo de un joyero: metal, piedra y terciopelo a partes iguales.
 Ella se apoya en la barra y él asiente mientras su costado empieza a percibir el calor del brazo desnudo a pesar de que ni siquiera le roza.
—Un vodka con naranja, por favor —le dice al camarero, y mira de reojo el hombro apenas cubierto, el perfil, la pendiente del escote.
La mujer coge el vaso y, sin dejar de mirarle, bebe un trago largo. Luego se pasa la lengua húmeda por los labios.
—¿Quieres probarlo? —pregunta, pero deja el vaso sobre la barra y le ofrece la boca, un telón rojo y carnoso para unos dientes blanquísimos, un poco grandes.
Lo prueba, por supuesto, con el corazón acelerado y la fría satisfacción de notar la piel encendida por el deseo. Le encanta que le exciten.
—Vivo aquí cerca —dice ella junto a su oreja después de marcar con la lengua el recorrido de las venas del cuello.
El resto es tan sencillo como previsible. Un apartamento pequeño, de grandes ventanales abiertos a la cuarta altura de la avenida, la luz de las farolas que entra sin impedimento a través de ellos por lo que no es necesario encender ninguna lámpara para llegar al dormitorio, al pie de la cama cubierta por un edredón de raso que seguramente es de color rojo, unas manos de largos dedos y uñas pintadas de negro que empiezan a desabrochar los botones de la camisa, que buscan la hebilla del cinturón, el cierre de la bragueta. Ella se da la vuelta y le ofrece la espalda para que baje la cremallera y pueda deslizar el vestido a lo largo de su cuerpo, para que descubra lentamente la curva de la cintura, el doble promontorio de las nalgas, el reflejo de la luz anaranjada en su piel de nata. Se gira de nuevo y, cuando él avanza las manos hacia sus pechos, lo impide suavemente, le toma por las muñecas y le besa dejándose caer, empujándole con su peso hasta que queda tendido sobre la cama, hasta que nota en la espalda el frío leve del raso. 
—Vas a ver… —le dice con una voz tan prometedora como la que le había invitado a probar el cóctel.
Y, a horcajadas sobre él, presionándole el costado con los muslos, como dirigiría un jinete a su montura, le hace deslizarse hasta la cabecera. Ella se inclina hacia un lado y cuando se incorpora, después del ruido de un cajón al abrirse, lleva en la mano un foulard pálido, casi transparente, y se lo muestra con una sonrisa. Él sonríe también y no hace nada por evitar que ella enrolle el foulard alrededor de sus muñecas y luego lo anude a los postes del cabecero, su oportunidad vendrá después, no le importa pagar ese peaje.
—No abras los ojos —dice sobre su boca—, prométeme que no abrirás los ojos…
Él asiente pero no cumple su promesa, a los pocos segundos, cuando deja de sentirla sobre su vientre, entorna los párpados y distingue la sombra oscura de su pelo haciéndose hueco entre sus piernas, empieza a temblar cuando nota las caricias en los muslos, cuando la saliva rodea su mástil poderoso. Entonces sí, cierra los ojos y decide abandonarse al placer por unos minutos, los que tardará en reclamar su turno, su derecho a ponerse sobre ella y sujetarla al cabecero para poder navegar a su antojo desde el sur de su oquedad hasta el norte de su boca, de su cuello.
Pero, antes de que pueda insinuar su reivindicación, ella se yergue y le cabalga de nuevo, le cubre, con la humedad y la presión justas para que su vientre desee estallar en ese momento, y empieza a moverse. Entonces, sin que ella se lo pida, cierra los ojos con fuerza y se concentra en el relámpago que le recorre la espina dorsal, en la presión que avanza desde los riñones hasta la entrepierna, en el hueco que atrae su marea. Ella se inclina de nuevo hacia la mesilla un segundo antes de que él apriete las nalgas y empuje contra su vientre, incapaz de contener el ímpetu que le apremia, y se deje ir con un jadeo ronco, prolongado, que quiere dilatar ese momento todo lo posible, y cuando por fin abre los ojos, solo alcanza a ver el brillo verde musgo de una mirada triunfal, la estaca de madera, el mazo grosero.

—Empezaba a preocuparme —dice la voz áspera y autoritaria al teléfono.
—He tenido que entretenerme un poco —dice ella, sentada en el borde de la cama, mientras roza levemente la sien, la barbilla, el cuello, mientras recuerda el estallido entre sus piernas— …pero ya está hecho. Uno menos.
—Bien. Sal de ahí ahora mismo.
—De acuerdo, jefe.
Y se inclina para besar unos labios pálidos entre los que aún no han empezado a asomar los colmillos.

domingo, 17 de marzo de 2013

SUPERWOMAN

La que no se vea reflejada en este espejo que levante la mano.





UN DÍA CUALQUIERA

Huy, cariño, se me ha olvidado recoger tu pantalón de la tintorería, no sé cómo se me ha podido olvidar, de verdad. El caso es que esta mañana había quedado a primera hora con tu hermana para acompañarla a hacerse el análisis de sangre, que ya sabes que es muy miedica para esas cosas y se marea enseguida y le da pánico ir sola, así que me pidió que fuera con ella. Tú no te has enterado de cuándo me he ido, claro, porque he salido de casa a las siete y media y a esa hora aún no ha sonado tu despertador, pero verías que el lavavajillas ya estaba puesto, los almuerzos de los niños preparados y tus camisas tendidas para que Matilde las planchara, seguro que te diste cuenta. Después del análisis nos hemos ido a desayunar porque tu hermana estaba en ayunas, claro, y yo casi también porque con las prisas solo había tenido tiempo de tomarme el zumo de naranja. Me dijo tu hermana que podríamos quedar para mañana para ir a ver a tu tía Ermelina, que ya le han dado el alta y está en casa y si me podía encargar yo de comprarle unos bombones o algo porque a ella no le daba tiempo. El caso es que estábamos a mitad del desayuno cuando ha llamado mi madre, que no le funcionaba la caldera y no tenía calefacción ni agua caliente, que si yo sabía el teléfono de aquel fontanero tan bueno que nos arregló la fuga del cuarto de baño. Miré en el móvil y no lo tenía pero sabía que lo había apuntado en la agenda de casa así que cuando dejé a tu hermana volví a casa y llamé a mi madre para darle el teléfono del fontanero y entonces me dijo que si por favor podía acercarme para ayudarla a descolgar las cortinas del salón. Estaba en casa de mi madre con el rollo de las cortinas cuando me llamó la farmacéutica para decirme que ya le había llegado la vacuna de Carlitos así que dejé a mi madre con la advertencia de que se viniera con nosotros si tardaban mucho en arreglarle la avería y me fui a la farmacia. Aproveché que pasaba por El Corte Inglés y entré a mirar a ver si se me ocurría algo para regalar a tu madre, que ya me había dicho que no quería nada especial así que no tengo ni idea de qué comprarle porque ya tiene de todo pero después de media hora no había visto nada que me convenciera y además se me hacía tarde así que me pasé por la pescadería porque quería poner pescado para mañana, que para hoy teníamos carne y ayer fue el potaje, pero no tenían palometa, que es lo que más les gusta a los niños y cogí merluza y me pasé por el supermercado para comprar champiñones, que ya sabes que es la única forma de que se coman la merluza, con champiñones. Recogí la vacuna y me pasé por el Centro de Salud para pedir hora con la enfermera pero no pude concretar la cita porque recordé que Carlitos me había dicho que tenía examen de Mates pero no me acordaba del día exacto así que preferí dejarlo para mañana, no me fueran a dar para una fecha que le viniera mal, de todas formas aproveché para preguntar cuándo empieza la campaña de vacunación de la gripe, ya sabes que tu padre, si no lo llevara de las orejas, no se vacunaría ningún invierno. Me querían dar la cita ya mismo pero les dije que no porque tu madre me había dicho que igual se iban al pueblo un día de estos y yo no sabía cuándo iban a estar aquí. Y luego me fui a Tráfico, para renovar la ORA de tu coche y había muchísima cola. Total, que cuando llegué a casa era tardísimo, casi no tuve tiempo de comer. Matilde me dijo que haciendo el puré se había estropeado la batidora y que se habían terminado los huevos. Pensé que, si por la tarde tenía un respiro, podría comprarlos o, si no, al salir de la consulta, si acabábamos pronto. Pero hemos tenido una tarde horrible, además de la gente citada se han presentado tres pacientes más con problemas de esos que el doctor les dijo que, si ocurrían, acudieran sin pedir cita, y también me llamó el de los muebles de la cocina para decirme que van a montar la vitro y el horno el viernes por la mañana y entonces tuve que llamar a la peluquería para cambiar la hora, porque había cogido turno para cortarme y darme las mechas, que ya se me ven mucho las raíces, y también a María, que había quedado con ella en ir a ver los zapatos de novia porque tu hermana no podía acompañarla. Así que no me ha dado tiempo ni a comprar los huevos ni una batidora nueva ni, por supuesto, a recoger tu pantalón de la tintorería, cariño.

miércoles, 13 de marzo de 2013

ODISEA EN EL ESPACIO

Juro que al escribirlo no lo pensé pero después me di cuenta de que era un homenaje a Kubrick y a su inquietante y sin embargo entrañable HAL.

Para Rafa, que le ha gustado.


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E LA NAVE VA...

El sistema de gravedad artificial falló cuando la teniente Vayiic se encontraba en la mitad del corredor XXV, camino del Núcleo.
—¡Dios mío! —exclamó al notar la fuerza que la lanzó de espaldas contra el techo en medio de la luz azul del pasillo— ¿Qué más puede fallar?
 Giró sobre sí misma para alcanzar las abrazaderas que, a intervalos regulares, jalonaban el techo del pasadizo y siguió avanzando. No sabía a ciencia cierta por qué se dirigía al Núcleo. Tenía las mismas razones para ir allí que para ir, por ejemplo, a su camarote, tumbarse (bueno, mejor amarrarse, si el sistema de gravedad no se arreglaba espontáneamente) en la litera y continuar con la lectura de “Últimos avances en navegación intergaláctica” o para ir al vacío puente de mando, sentarse en el sillón del Comandante y extasiarse durante horas con la magnífica vista de las estrellas de Dánae. Pero se dirigía al Núcleo. Tal vez intuía (porque había dejado de pensar) que allí podía estar la solución, tal vez allí esperaba encontrar la respuesta a todas las preguntas que, desde hacía dos semanas, daban vueltas en su cabeza.
Todo había empezado cuando perdieron a Morzanh y a Tilmii. Los dos técnicos habían salido a hacer una revisión de rutina de los paneles de proa y, sin que nadie supiera explicarse la causa, el programa que controlaba la Adherencia de Superficie se colgó justo en el momento en que la nave aceleraba. El grito de terror de los dos hombres rasgó el aire del Centro de Control durante un segundo. Fue suficiente para que todos palidecieran imaginando sus cuerpos perdidos en el vacío, abandonados a una angustiosa muerte por asfixia.
Tres días más tarde, el Comandante quedaba atrapado en la Bodega del Nivel IV. Cuando consiguieron abrir la escotilla, encontraron su cuerpo tendido junto a los contenedores de Protox y convertido en  una gelatina maloliente, como si estuviera sufriendo un proceso acelerado de putrefacción.
Esa misma noche perdieron el contacto con Géminis, la Tercera Estación. Por más que lo intentaron, no consiguieron ponerse en contacto con Taurus. Con Aries ni siquiera lo intentaron. Al día siguiente, una caída general de los Sistemas de Navegación Automáticos les obligó a rehacer los cálculos de la trayectoria y a utilizar los Sistemas de Navegación de Emergencia.
Al Comandante le siguieron Krishann y Goriet, abrasados por un escape radiactivo del V reactor y, finalmente, Asartizc, a quien la teniente Vayiic acababa de dejar en su camarote, caído en el suelo del cuarto de baño, hinchado como un odre  y amoratado como si le hubieran estallado todas las venas.
El hallazgo del cuerpo sin vida de Asartizc había bloqueado su cerebro. Sólo quedaba ella.
Llegó a la entrada del Núcleo, apoyó la barbilla en el Lector de Iris y esperó a que se abriera la escotilla. Una vez dentro, se dirigió al centro de la sala y descendió hasta acomodarse en el sillón del Panel Central. A su alrededor, todos los pilotos del Ordenador Alfa parpadeaban correctamente.  “Espero que tú no hayas fallado, Odiseo”, pensó mientras se abrochaba el cinturón que la mantendría sujeta al asiento.
Una pantalla de color azul se cuajó en el aire, a un metro de los ojos de la teniente Vayiic.
“Acabo de encontrar a Asartizc muerto en su camarote —tecleó—. Procura no estropearte ahora porque Asartizc era el único que sabía arreglarte”
En la pantalla apareció el icono redondo y amarillo de una sonrisa.             
“Nos hemos quedado solos, Odiseo”, continuó, “Tú, yo, la nave y el inmenso mar de estrellas de ahí fuera”
La pantalla mostró una enorme boca de labios rojos.
“No se preocupe, teniente. Yo me encargo de todo”

lunes, 11 de marzo de 2013

EL SONIDO DEL SILENCIO


Este relato apareció hace unos años en la revista literaria "El problema de Yorick" y todos los años, por estas fechas, rezo para que no vuelva  a producirse un hecho como el que lo inspiró.

Valga como homenaje a quienes lo sufrieron.



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DOS AÑOS DESPUÉS

Llevaba dos años luchando y estaba a punto de rendirse.
Todo había empezado cuando, de pronto, todo el aire contenido en el vagón se proyectó contra su pecho y lo arrojó sobre el andén a través de la puerta de emergencia. Quedó tendido sobre el suelo y, antes de empezar a oír los primeros gritos, notó en el vientre aquel dolor que parecía arrancarle la vida. Al cabo de un tiempo que no podía calcular, los hombres de chaleco fluorescente lo metieron en una ambulancia que inició una carrera llena de vaivenes a través de la ciudad. Durante el trayecto no llegó a oír mucho más que el aviso agudo de la sirena y las órdenes frenéticas del médico pero en su cerebro persistía el olor a quemado y sus tímpanos aún vibraban con el grito coral de cientos de personas. Cuando llegaron al hospital, unas manos lo izaron para colocarlo en una cama de barandillas metálicas y los hombres vestidos de verde acabaron de llenarle de tubos. A partir de aquel momento todo resultó más llevadero porque lo atiborraron de analgésicos y sedantes y así lo mantuvieron varias semanas. Su mente transitó por aquel tiempo en un estado que, sin llegar a sumirse en ella, bordeaba la inconsciencia. Además, en medio de la constante incandescencia de la UVI (sabía que estaba en la UVI, lo habían dicho los médicos de urgencias y recordaba perfectamente el traslado a través de los pasillos azules, que para él habían sido poco más que una rápida sucesión de tubos fluorescentes) la noche no se diferenciaba gran cosa del día y el constante ruido de fondo, hecho de zumbidos, pitidos intermitentes y alarmas, le permitía, paradójicamente, conciliar a ratos un sueño ligero.
Pero, a medida que mejoraba su estado clínico, las voces se hacían cada vez más patentes, más audibles. Las voces del andén lleno de humo, las voces que lloraban, que gemían, que aullaban de dolor; que llamaban pidiendo ayuda. Pensó, aún confuso por la morfina y el diazepam, que sería algo pasajero, que cedería en poco tiempo. Pero cuando lo trasladaron a planta y, por primera vez en dos meses, pasó la noche en una habitación cuya luz tenía interruptor y en la que no había ningún aparato que controlara su pulso o su tensión, comprobó que el tono apagado de los ruidos externos no hacía sino aumentar la intensidad de los que surgían de su cabeza. Voces, gritos, rugido de llamas, silbidos de aire caliente, chasquidos de hierros rotos y aullidos de sirenas, que reproducían fielmente el fragor de la catástrofe,  resonaron en sus oídos durante horas y horas sin que nada lograra acallarlos.


En el grupo de apoyo le dijeron que contara su experiencia, le explicaron que compartir su angustia y su miedo con los demás le ayudaría a superarlos. Pero después de escuchar ocho versiones distintas de los hechos y de relatar la suya, no notó ninguna mejoría. El psiquiatra le dio buenas palabras y unas pastillas que solo sirvieron para mantenerlo en un estado de estupor permanente. Un día pasó por delante de una iglesia y se decidió a entrar pero, una vez en el interior, se sintió un extraño en aquella nave gótica que olía a incienso y a cera.
Al cabo de un tiempo encontró algo que, si no era una solución, sí le proporcionaba cierto alivio. Durante el día procuraba acudir a lugares concurridos en los que el bullicio, los ruidos del tráfico y los traqueteos de las inevitables obras urbanas apagaran los ecos de su cerebro. Durante la noche se ponía unos cascos, escogía un disco y subía el volumen hasta que los Carmina Burana o la Cabalgata de las Walkirias superaban en decibelios a las peticiones de auxilio y a los gritos de dolor.
Durante año y medio consiguió sobrevivir y durante año y medio suplicó cada mañana, cada noche, que callaran las voces, que cesaran los gritos, que se apagara el ulular de las sirenas. Soñaba con desconectar el diskman, encerrarse en casa con las ventanas cerradas y no oír nada, absolutamente nada, excepto el sonido del silencio.

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El viaje a su pueblo fue idea del psicólogo. Dijo que le sentaría bien volver a las calles de su infancia, al mar en el que había jugado de niño. Sospechó que la sugerencia se debía a que el psicólogo ya había agotado sus recursos y no sabía qué hacer con él pero, a pesar de estar seguro de la inutilidad del intento, se puso al volante y condujo hasta la costa. Lo primero que hizo al llegar, antes incluso de buscar la casa de sus padres, fue acercarse al puerto y contemplar desde el muelle un mar gris y agitado que se retiraba hacia la bajamar. Durante unos minutos, en sus ojos no hubo otra cosa que el cielo y el océano, separados por la línea del horizonte, y en sus oídos el ritmo espumoso del oleaje. Se dio cuenta de pronto de que las voces parecían apagarse, que sonaban casi lejanas por primera vez en muchos meses, como si retrocedieran ante la llegada de las olas.
Bajó a la playa y avanzó hacia el mar. Casi al borde del agua, las voces se habían difuminado hasta convertirse en un murmullo lejano. Entonces empezó a caminar muy despacio, primero sobre la arena húmeda, después sobre la lámina de agua que dejaban las olas en la orilla. Poco a poco, se adentró en el mar y comprobó que, a cada paso que daba, la intensidad de las voces disminuía. Cuando el agua le llegaba a la cintura apenas podía oírlas. Entonces se zambulló y, antes incluso de sentir la mordedura del frío, notó que desaparecían. Incrédulo, sacó la cabeza para coger aire y volvió a sumergirse. Cerró los ojos y se concentró en sus oídos buscando los ruidos que le habían acompañado durante tanto tiempo, las voces y los gritos que habían llenado su cabeza los dos últimos años, pero sólo encontró un rumor cadencioso que parecía mecer todo su cuerpo invitándole al sueño.
Por primera vez en dos años dejó de oírlos; por primera vez en dos años un vacío sin ecos llenó su cerebro. Y entonces, a pesar de los alfileres que el agua helada le clavaba en la piel, a pesar del calambre que le oprimía el pecho, decidió quedarse allí, inmóvil, flotando boca abajo, con la certeza de que estaba a punto de llegar el momento que tanto deseaba; el momento en que, por fin, pudiera abandonarse al sueño sin escuchar otra cosa que el sonido del silencio.

jueves, 7 de marzo de 2013

TITANIC

Una fabulación dedicada a Rafa Bonaval, que fue quien la inspiró.





DESTINO NUEVA YORK


Sarah McMIllan se despertó de un humor excelente. Había dormido ocho horas seguidas y estaba segura de que había soñado con el apuesto oficial de aduanas de Southampton que la había mirado de forma turbadora durante los trámites de embarque. Hizo sonar la campanilla y cuando la doncella acudió a su llamada le pidió un té y le ordenó que le preparara el baño. El señor McMillan aún no se había levantado y pensó que aprovecharía para relajarse un buen rato en la bañera, llena de sales con olor a lavanda, antes de arreglarse para bajar a tierra. En realidad lo que le habría apetecido era compartir el baño con su esposo pero Alfred era un hombre serio, ordenado, riguroso en sus costumbres y, por tanto, poco dado a seguirla en lo que llamaba sus “locuras”, a las que raras veces había accedido en quince años de matrimonio. Con todo, no podía quejarse. Alfred exigía acostarse antes de las diez de la noche y podría no gustarle juguetear en el baño pero, en cambio, le había hecho el mejor regalo de aniversario: un viaje a Nueva York en el buque más grande y más lujoso del mundo.
Se echó sobre los hombros el salto de cama y se sentó frente al tocador para cepillarse el pelo. Sus movimientos se hicieron automáticos cuando empezó a recordar la noche anterior. Una de las mejores noches de su vida, sin duda alguna. Habían sido invitados a cenar en la mesa del capitán y le pareció que aquella era la ocasión perfecta para ponerse el vestido de seda azul que Alfred le había comprado en París y los pendientes de brillantes que su suegra le había regalado el día de su boda. Alfred la había mirado y apenas había modificado el gesto pero, cuando salían del camarote, le había dicho al oído “Estás maravillosa, querida”.
Y sí debía de estar maravillosa porque tanto el capitán Smith como el primer oficial Murdoch como el coronel Archibald Gracie IV la habían mirado con arrobamiento durante toda la cena. Incluso el señor Lowe, el banquero, le había dedicado varias sonrisas admirativas, a pesar de que se rumoreaba que el señor Philips, que viajaba en su compañía, era algo más que su contable. Una noche inolvidable, sin duda. Su hermana Liza había prometido ir a esperarlos al puerto, estaba deseando encontrarse con ella para contárselo todo.

Ya estaba lista para bajar a tierra y Alfred aún no había asomado para darle los buenos días. Ya estaban llegando a puerto y pensó ir a su habitación para apremiarle pero, al pasar junto al ventanal algo llamó su atención. Buscó en su bolsa de viaje unos prismáticos y, a través de ellos, buscó los muelles, todavía lejanos. Inexplicablemente, no estaban abarrotados de gente que agitara banderas tricolores ni había un estrado con una banda de música preparada para tocar una marcha de bienvenida, no se veían coches ni se apreciaba el habitual movimiento de operarios previo a un desembarco. Tampoco parecía que ningún práctico se estuviera acercando al buque. Bajó los prismáticos y se dejó caer en un sillón, desconcertada y confusa, porque no acertaba a adivinar qué estaba ocurriendo.
Lo que no podía imaginar la señora McMillan era que el muelle del puerto estaba vacío porque en Nueva York todo el mundo sabía que el Titanic se había hundido tres días antes.

sábado, 2 de marzo de 2013

LA PELI PORNO

Ya sé que costará creerlo pero... con los cambios necesarios para que resultara un relato y no una mera anécdota, los hechos narrados no solo son verosímiles sino que son ciertos.








FINALES FELICES

Yo para el cine, bueno, y para todo, he sido siempre así como tierna y romántica, ¿vale? Quiero decir que me emociono enseguida con las escenas de sentimiento y se me pone un nudo en la garganta y tengo que echar mano del pañuelo para disimular las lágrimas, porque en cuanto me descuido tengo los ojos hechos agua. Y ni te cuento si veo llorar a alguien en la pantalla… Entonces sí que no puedo contenerme, que hasta hipidos y todo me salen, y eso es por lo sentida que soy, que parece que lo que le pasa al protagonista me estuviera pasando a mí. Mi madre a veces se enfadaba conmigo y decía que qué había hecho ella para tener una hija así de moñas, y mi hermano se reía de mí porque al final de E.T. me ponía a llorar como una magdalena. De pequeña me encantaban las películas de Disney porque había princesas guapísimas y príncipes valientes dispuestos a todo por ellas, bueno, en Bambi no, que era una peli de animales y hay que ver lo que lloré cuando se murió su mamá, pero mira “La Dama y el Vagabundo”, que son animales también pero parece un cuento de princesas, y luego de mayor pues siempre me han gustado las películas con mucho glamur y mucho lujo y de amor sobre todo, y, desde luego, que acaben bien, quiero decir que me gusta que los protagonistas acaben casándose.


Fue el Quique, mi novio, el que me aficionó a ver pelis en casa. Total, Mari, me decía, qué ganas tienes de pagar una pasta y que te toque aguantar la cabeza del de delante si en casa las ves igual y te tomas tu cervecita y tu cocacola y tus palomitas tan ricamente y puedes parar cuando quieras para ir a mear, tía. No es lo mismo que en el cine, claro, porque, sin ir más lejos, el tamaño de la pantalla no se puede comparar, ni el sonido, que en casa siempre puede estar llorando el niño de los vecinos de arriba, pero me acabé acostumbrando porque también tiene sus ventajas, la pasta, como decía el Quique, o que no pasas ni frío ni calor en la calle y que paras la peli cuando quieres, eso también.

Un día el Quique se puso a echar cuentas y resultó que salía más barato contratar el Canal Plus que alquilar las pelis en el videoclub así que no se lo pensó dos veces y lo puso porque, me dijo, tenemos cine a todas las horas del día, Mari, y si una peli que te apetece no la puedes ver hoy, no problem, la echan a la semana siguiente o a la otra. Y un viernes por la noche, que ponían de estreno una que a mí no me apetecía porque era de un hombre ciego que me daba mucha lástima, pues me puse a planchar mientras el Quique la veía, porque así yo adelantaba tarea que ya lo decía mi abuela, faena acabada no corre prisa, y cuando acabó la peli del ciego el Quique me avisó y fui al salón para ver la siguiente y a mí me chocó ya el principio del flim, porque era como raro, ¿vale?, y los actores tenían unos nombres que no me sonaban de nada. Total que empieza y salían unas chicas guapísimas pero vestidas muy raro, como exageradas, que me pongo yo esa ropa y el Quique no me deja pasar de la puerta, y enseguida llegaron unos chicos, muy guapos también, y casi sin hablar empezaron a besarse y a sobarse y a todo y yo alucinada y le dije al Quique, pero tío, cómo empiezan así si casi no se conocen, y entonces el me dijo, joder, Mari, no ves que es una porno, no se andan con remilgos, van derechos al grano. Vale, dije yo, pero al final ¿se casan? Ah, no sé, dijo el Quique. Así que me quedé hasta el final por pura curiosidad y aguantando las ganas de irme a la cama porque la peli era una cosa sin sustancia, casi no tenía historia y los diálogos no valían nada y a mí me aburría.

Total, que durante tres años me tragué todas las pelis porno del viernes por la noche, esperando que alguna acabara bien de un vez. Bueno, no es que acabaran mal, porque al final, pasara lo que pasara, estaban todos muy contentos y se reían y se iban tan felices, pero casarse, lo que es casarse, no se casaban.

Y me acabé aburriendo del todo, claro, porque es una pesadez todos los viernes lo mismo, las tías vestidas tan exageradas, los tíos, muy macizos eso sí, que enseguida se bajaban el pantalón, la musiquilla machacona que siempre parecía la misma y, para terminar, cada uno para su casa y si te he visto no me acuerdo. Pues no, oye.

Hasta el viernes pasado, que yo, como hacía últimamente, cuando empezaba la porno me iba a la cama y ponía los 40 principales para hacer tiempo hasta que llegara el Quique, que él sí que la ve porque, aparte de que las tías están buenísimas, le da ideas, dice, y en esto que había empezado a leer el Hola para enterarme bien de lo de la boda de Mónaco cuando el Quique me llama a voces, ¡Mari, ven pacá enseguida!, qué pasa, le dije yo, ¡que vengas, juer!, y yo que no y él que sí hasta que me picó la curiosidad porque decía que me iba a interesar, y yo pensando que vaya interés otra vez más de lo mismo, pero de la que llego al salón, le da a un botón del mando a distancia y sale abajo un cartel con el título de la peli y leo “Una boda convencional”, y yo pasmada, claro, porque no me pegaba ese título para una porno, pero, claro, me quedé a verla, y al principio como todas, iba de una boda, sí, pero vaya follón con las damas de honor y con los amigos del novio, bueno, y hasta el padre de la novia y la madre del novio, que se ve que ya se conocían de antes y se caían bien, pero el caso es que, cuando ya no quedaba nadie por haberse quitado la ropa, va el novio a ver a la novia, que se está arreglando, y aunque ella le dice que ver a la novia antes de la ceremonia da mala suerte, él insiste y le dice cuánto la quiere y que no necesita casarse con ella porque su amor es más fuerte que cualquier papeleo y yo toda emocionada porque de verdad que le estaba diciendo cosas preciosas el novio y entonces van y se ponen a consumar allí mismo, con la novia a medio vestir, y yo temiéndome que al final tuvieran bastante con eso y ahí se acabara le peli, pero no. Al final salían todas las damas de honor con sus vestidos de color rosa y los amigos del novio con traje, corbata y flores en la solapa y, detrás de todos, los novios guapísimos camino del altar.

Así que yo contentísima, que de la alegría me lo comí a besos al Quique allí mismo, porque había llevado su tiempo pero por fin, después de tanto esperar, había visto una peli porno en la que al final se casaban.