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domingo, 30 de junio de 2013

LA BUENA EDUCACIÓN

La educación... qué tema tan amplio, tan profundo, tan antiguo. No sé si 
nuestros antepasados cromañones discutían al respecto (aunque
circula por ahí hace tiempo un chiste muy bueno respecto a las notas
de Historia de un pequeño troglodita) pero lo que sí es seguro es que
se hablaba de ello hace mucho, mucho tiempo...






SOY TODO OREJAS

No sé qué hacer, realmente. Estoy muy confundida. Pienso en todas las opciones que existen y ninguna me satisface por completo. Me preocupa, sobre todo, que él esté esperando que su padre y yo hagamos algo para resolver la situación y que lo que hagamos no esté a la altura de lo que espera. Me aterra la idea de que piense que no nos preocupamos por él, no quiero defraudarle.  Pero es que es tan complicado... ¿Qué se supone que unos padres deben hacer cuando su hijo viene todos los días diciendo que en la escuela sus compañeros le llaman “Orejotas”?  ¿Deberíamos, tal vez, ir a la escuela, hablar con la Directora y pedirle que tome medidas al respecto? Que castigue a los alumnos que se meten con él, por ejemplo. Claro que... si creemos lo que el niño nos cuenta... la directora tendría que castigar a toda la clase, parece ser que ninguno se priva. Qué crueles son los niños, qué poco les cuesta ensañarse con el más débil, con el diferente. Y no creo que fuera la solución definitiva. A fin de cuentas... los niños suelen actuar a la contra: baste que se les prohíba algo para que se empeñen en hacerlo.
 ¿Tal vez sería mejor quitarle importancia al asunto, decirle a nuestro hijo que no se preocupe, que ya se aburrirán y dejarán de meterse con él en cuanto vean que no les hace caso y que no le afectan sus burlas? Cuando vaya a la Escuela de Aprendizaje todo cambiará porque los alumnos allí son diferentes pero... ¡aún faltan tres años!
¡Por todas las galaxias del Universo!... tanto su padre como yo le hemos inculcado, desde pequeño, la idea de que las cosas realmente importantes están más allá de la apariencia, de que ha de cultivar su espíritu y su mente por encima de todo si quiere llegar a ser una persona íntegra y honrada. Y ahora... todas nuestras enseñanzas, todos nuestros consejos se hacen añicos ante el ataque estúpido de una pandilla de maleducados. Nuestro hijo creerá que le hemos estado engañando toda la vida, que lo que importa de verdad no son los buenos sentimientos o una voluntad recta sino tener una cara de hermosas facciones o medir más de un metro cincuenta.
No sé qué hacer. Esperaré a la semana que viene y, cuando su padre regrese del Curso de Perfeccionamiento, buscaremos juntos una solución. Mientras... intentaré que no piense en el asunto y que no note mi preocupación.  Aunque no sé si podré engañarle, es un niño muy, muy listo. A veces tengo la sensación de que me lee el pensamiento.

Ah, aquí llega. Veremos cómo se han portado hoy esos patanes que tiene por compañeros.
—¡Yoda, cariño! ¿Qué tal en la escuela?

miércoles, 26 de junio de 2013

NO NEWS, GOOD NEWS?

He estado desconectada (o fuera de cobertura) unos días y al regreso me he encontrado con una petición que no puedo dejar de atender. Aquí lo tienes, M.A.O., algo nuevo, espero que te guste.
(Y a los que no son M.A.O. espero que les guste también)


SIN NOTICIAS DE SOFÍA

El primer sobre le llamó la atención. Era muy abultado para ser un envío aéreo, tal vez contenía tres o cuatro pliegos de papel, y además tenía un sello muy llamativo, tres flores de color malva, esbeltas y altivas sobre tallos ligeros con pequeñas hojas. Acercándose mucho consiguió leer Viola delphinanta y también leyó Hellas y eso le llevó a mirar el remite para ver de dónde venía la carta porque no le sonaba ningún país que se llamara Hellas. Aparte del nombre y una dirección muy rara, ponía Athens, Greece y se extrañó un poco y entonces fue a preguntarle a su compañero Dani que había hecho bachillerato de Letras. Dani le dijo que Grecia, en griego, se llamaba Hellas. “¿Ves?”, le dijo señalando el sello, “aquí lo pone en letras latinas y al lado en letras griegas: épsilon, lambda, lambda, alfa, sigma”. “¿Y la hache de dónde sale”, preguntó. “Eso es porque en griego la palabra lleva espíritu áspero”.
No quiso preguntar lo que era el espíritu áspero y volvió a su puesto y siguió clasificando, pero se fijó en que la carta la enviaba una mujer, Sofia Doskas, y que el destinatario era Luis Bermejo, en el número siete la calle Nogal.
La calle Nogal estaba situada en un barrio nuevo, elegante, y creía recordar que Luis Bermejo había estado de vacaciones porque durante algunos días su buzón había estado tan lleno que a duras penas pudo introducir en él algunas cartas del banco. No tardó en imaginar un viaje a Grecia, una muchacha bonita como una diosa y un romance que surge frente al mar en una noche de luna llena.
La siguiente carta procedente de Hellas llegó a los cinco días, esta vez el sobre no pesaba tanto y el sello mostraba una mano sujetando lo que parecía el tallo de una mies. La sostuvo unos instantes mientras imaginaba a la muchacha (Sofía, se llamaba Sofía) sentada junto a una ventana, con la mirada perdida en los tejados de Atenas, escribiéndole a su amor español.
Dos semanas más tarde en vez de carta llegó un paquete. No pesaba demasiado y no supo imaginar qué contenía, pero la entrega le dio la oportunidad de conocer a Luis Bermejo. Resultó ser un hombre joven, seguramente atractivo, que le firmó el recibo y le dio las gracias con modales de colegio de pago.
Durante tres meses los sobres fueron llegando cada cinco o seis días, con puntualidad casi británica. Dejó de fijarse en los sellos para fijarse en la letra de Sofía. Vertical, regular, redondeada, le hizo pensar que, muy probablemente, era una chica sensata, bien educada y discreta, estudiante de alguna carrera de letras o eficiente secretaria, tal vez funcionaria, como él. Sin darse cuenta, le puso a aquel remite (Sofia Doskas, Hremonidou 3, Pagrati, Athens, Greece) una melena oscura y unos ojos negros y la imaginó paseando por el Pireo (le sonaba que el Pireo era el puerto de Atenas) y bañándose en un mar azul y transparente.
De pronto, las cartas dejaron de llegar. Cuando faltó la primera no se preocupó, pensó en cualquier pequeño contratiempo, tal vez exámenes o algún compromiso familiar, pero cuando pasó casi un mes sin noticias de Sofía empezó a preocuparse y a imaginar una veintena de desgracias. Día a día la incertidumbre era mayor y cuando casi había decidido, en el colmo del atrevimiento, preguntarle a Luis Bermejo por ella, un sobre bordeado de azul y rojo le devolvió la calma. El sobre era igual a los anteriores pero el sello no. En realidad, eran dos sellos. Uno más pequeño, en blanco y negro, en el que se veía a un niño sentado delante de una alambrada, y otro más grande en el que se veía un telescopio, un satélite espacial y un teléfono antiguo. Y no eran de Hellas sino de Cyprus. Miró el reverso y también el remite había cambiado. El remitente seguía siendo Sofia Doskas pero ahora escribía desde Griva Digeni 21, Paralimni, Cyprus. “¡Es Chipre!”, pensó con alivio, “se ha mudado, por eso no escribía”.
Y se reanudó la rutina de las cartas. Cada cinco, seis, siete días, el sobre ligero viajaba en su saca desde la oficina de Correos hasta el buzón de Luis Bermejo y él imaginaba que ella le contaba las novedades de su nuevo destino, el piso que había alquilado, por ejemplo, o que le hablaba de sus nuevos compañeros de oficina. La letra de Sofia no había cambiado pero un día se dio cuenta de que cada vez la hacía más pequeña y sin saber por qué la imaginó triste, tomando un café y mirando la lluvia a través de los cristales de una cafetería, añorando Atenas. Tal vez ella no quería irse a Chipre.
A los dos meses, las cartas faltaron de nuevo. Esperó una semana, otra, otra y otra; supuso un nuevo cambio de domicilio y decidió darse el mismo plazo que la  vez anterior, quizás Sofía había vuelto a Grecia, quizás todavía estaba instalándose y el día menos pensado reaparecían los sobres ribeteados de azul y rojo con una nueva dirección. Pero el plazo de la mudanza pasó y no llegaban noticias de Sofía.
Una noche soñó con una muchacha de pelo oscuro y ojos negros que lloraba al pie de un acantilado. Se despertó angustiado, sudoroso, y le pareció que todo estaba claro, que aquella misma mañana hablaría con Luis Bermejo y le preguntaría si él era el culpable de las lágrimas de Sofia, si era de la clase de canallas que abandonan a una chica bonita, sensata y discreta después de entretenerla varios meses con cartas de amor fingido.
Pero cuando llegó al principio de la calle Nogal se fijó en el escaparate de la agencia de viajes situada en uno de los locales del número tres y decidió que no merecía la pena ir a ver a Luis Bermejo, que haría algo mejor.

Ocho días más tarde, bajo un sol ardiente de primavera, estaba en Paralimni (Chipre), en el número 21 de la calle Griba Digeni, a punto de pulsar el timbre de Sofía Darkos.

martes, 18 de junio de 2013

DOBLE JUEGO

Como decía cierta habitante de Mhanseon, ¿cómo estar seguros de nuestra existencia, cómo saber a ciencia cierta que nuestra realidad, tan real a nuestros ojos, no es un mundo que alguien imagina o el sueño de una mente lejana?






DOS EN UNO

Lo primero que notó fue el dolor que, partiendo de la nuca, le atenazaba los hombros con un intenso calambrazo y un extraño peso en el estómago. No era la primera vez que le pasaba. A veces eran los hombros, a veces la cintura y a veces las caderas, pero era rara la mañana que no amanecía con alguna parte del cuerpo dolorida hasta el extremo de no poder evitar un quejido cuando empezaba a moverse. A pesar de la resistencia de Mercedes, se había empeñado en cambiar de colchón pero comprobó, desilusionado, que con el látex más anatómico no cambiaban las cosas. Tuvo que soportar dos semanas de reproches (“No es el colchón”, le recriminó ella, “es que duermes en mala postura”) y decidió abrir los ojos para no escuchar otros tantos en cuanto el despertador sonara por segunda vez.

Antes de sentir la aspereza del asfalto en la mejilla, vio el suelo negro con la mancha roja creciendo hacia él y olió la goma quemada y los vapores del combustible. A lo lejos, los quitamiedos de la curva y la frondosidad de la chopera, oscurecida al contraluz del sol poniente. Tras aquella curva se extendía la larga recta que llevaba hasta le entrada sur de la ciudad. A su espalda, en amplios meandros, la carretera discurría hasta el polígono industrial en el que se dejaba la ilusión y las ganas de vivir durante ocho horas al día en jornada partida. Después de quince años conocía tan bien el trayecto que habría podido hacerlo dormido o con los ojos vendados. Acelerar a la salida de fábrica, recorrer doscientos metros hasta la rotonda, frenar, ceder el paso o girar a la derecha para coger la primera salida, acelerar, enfilar la primera recta hasta la gasolinera…

Las cifras digitales y fosforescentes del despertador brillaron en la penumbra del dormitorio. La quemazón del estómago se agudizó un segundo antes de que sonara la alarma, el brazo que alargó para apagarla le pesó como si fuera de granito y  estuvo a punto de gritar de dolor. Lo que le faltaba. Por si no tenía suficiente con los espasmos musculares, ahora las molestias gástricas se sumaban a la lista de sus desdichas matutinas. ¿Tendría razón Mercedes en lo de la postura? Lo cierto es que las cosas no habían mejorado al cambiar de colchón, pero… ¿cómo se hace para cambiar una postura inadecuada en pleno sueño? Mejor no pensarlo, mejor hacerse a la idea de que tenía que levantarse ya, antes de que la tercera alarma acabara de enfurecer a Mercedes. Apartó el edredón y dobló las piernas.

No estaba seguro de haber gritado cuando sintió el estallido en las rodillas. El dolor había sido tan intenso que era posible que hubiera apagado su voz. Empujó todo el aire fuera de los pulmones y empezó a respirar entrecortadamente, moviendo apenas el diafragma, como si intuyera que una inspiración profunda podía incrementar el dolor. La mancha roja había crecido lentamente, como una marea viscosa, y ahora le alcanzaba el costado, podía sentir su humedad a través de la ropa. Levantó la mirada y alcanzó a ver el morro del coche volcado, las dos ruedas delanteras mirando al cielo del anochecer, como las patas de un escarabajo boca arriba, y entonces se dio cuenta de lo que había pasado y de que, milagrosamente, estaba vivo.

La tercera alarma le sorprendió con la respiración agitada, los músculos del abdomen tensos como un arco a punto de disparar su flecha y los ojos cerrados. Ya no notaba tanta tensión en los hombros pero el agujero del estómago había crecido y ahora le quemaba como una brasa. Le daba miedo intentar levantarse, la parecía que las piernas protestarían inmediatamente con un latigazo que le llegaría hasta los riñones. Pero tenía que hacerlo, y ya, no podía dejar que el despertador continuara con su agudo pitido porque entonces Mercedes se daría la vuelta y le empujaría fuera de la cama, despotricando porque se había espabilado con tanta alarma y ya no podría seguir durmiendo. Tenía que levantarse, hacer café, ducharse, vestirse, desayunar y levantar a los niños antes de coger el portafolios, repasar la agenda y salir, un día más, hacia un despacho en el que lo mejor que podría encontrar sería una versión laboral y diurna de lo que dormía al otro lado de la cama. Cuando su mano alcanzó el interruptor del reloj, sintió que algo se le rompía por dentro.

No podía ser cierto. Era imposible que hubiera ido a estrellarse en aquella carretera que conocía mejor que su cara en el espejo. No podía creer que estuviera tumbado sobre el asfalto, inmovilizado por un dolor que le paralizaba todos los músculos y sin más posibilidad visual que la lejana chopera o el charco creciente de lo que a todas luces era su sangre. El sol había avanzado un poco en su descenso y encendía los contornos de las nubes sobre un cielo anaranjado. Notó de pronto un desgarro en el pecho y después, como un pequeño milagro, el dolor empezó a remitir y una relajante laxitud invadió su cuerpo. Se abandonó al cansancio y comprobó que le quedaban las fuerzas justas para cerrar los ojos. Cuando los abrió, tuvo apenas tiempo de ver el cielo rojo y los chalecos fluorescentes inclinados sobre él, de oír sus voces apremiantes y, un segundo antes de desfallecer, de pensar en Mercedes, que ya no protestaría porque por fin había apagado el despertador pero que se pondría como una fiera cuando viera cómo había quedado el coche.

domingo, 9 de junio de 2013

TURNO DE NOCHE

Una historia... clínica.






CAMISÓN

Aunque podría parecer un disparate, lo peor no fue aquel dolor en el costado que le aplastó contra el sillón y que le quitaba la vida cada vez que quería coger aire, ni los minutos eternos que transcurrieron desde que Martínez llamó a urgencias hasta que llegaron los sanitarios, ni siquiera la voz angustiada con que el médico apremiaba al enfermero (“Vamos, vamos, que se nos queda”) mientras la ambulancia ululaba histérica y serpenteaba entre el tráfico de la mañana. Tampoco fue lo peor el sentir sobre la piel varios pares de manos que, casi al mismo tiempo que le desnudaban, le iban llenando de cables y le colgaban varias bolsas de líquido transparente sobre la cabeza, ni el vertiginoso viaje en camilla, con todos aquellos tubos fluorescentes pasando a toda velocidad por delante de sus ojos en decúbito supino. Ni siquiera fue lo peor la voz junto a su oreja: “Manuel, le vamos a hacer un…” Un… un… Un nosabíaqué, pero acababa en –ismo y sonaba a solucionar el atranque de unas tuberías, “Manuel, ¿ha entendido lo que le he dicho? Si no puede hablar, diga que sí con la cabeza”, ni la fugaz intuición, tumbado sobre la mesa del quirófano, de que aquello podía ser el fin.
Lo peor, con bastante, fue el camisón.
Cuando se tienen cuarenta y dos años, buena presencia, éxito profesional y una bien merecida fama de conquistador y bon vivant, un leve camisón, con el logotipo del hospital serigrafiado sobre la tetilla y anudado a la espalda, que al menor movimiento deja al aire las nalgas, era un atuendo que rozaba la humillación. Cuando la propia imagen es la de un hombre tan pulcramente vestido que podría competir con cualquier modelo publicitario, un camisón, casi transparente a fuerza de lavados, tan escaso que apenas alcanzaba a cubrir sus rodillas, era lo más parecido al capirote que servía de escarnio a los herejes.
No era, desde luego, la ropa que le hubiera gustado llevar puesta para hacer frente a la enfermera de la mañana, aquella morena desparpajada que entraba en su habitación a las ocho y diez preguntándole a voz en cuello qué tal había pasado la noche. Tampoco parecía la indumentaria más adecuada para conseguir que la enfermera de la tarde, un tallo de pelo castaño y ojos verdes, se fijara en él.
Ya la segunda noche en el hospital, cuando el dolor había dejado de atormentarle, los médicos le habían dado buenas noticias y se encontraba tan bien que habría jurado que nunca en su vida había estado enfermo, dio en pensar que lo del camisón podría formar parte de una estrategia sanitaria encaminada a minar de tal forma la autoestima del paciente que este aceptara, sin oponer resistencia, cualquier tipo de prueba o tratamiento.
La noche… La noche era distinta. La enfermera de noche era distinta. Tal vez era su modo de moverse, que hacía que su presencia resultara ligera como un soplo de aire, o tal vez su forma de hablarle, mirándole siempre a los ojos, lo que hacía que, cuando ella estaba en la habitación, se olvidara de que llevaba puesta aquella prenda degradante. A ella se atrevía a preguntarle las cosas que los médicos, siempre con prisa, no habían tenido tiempo de explicarle en la visita. A ella se atrevía a pedirle un vaso de leche para tomar las pastillas de las doce. Cuando, a las siete de la mañana, ella levantaba las cobijas para colocarle los electrodos del aparato que le hacía el electrocardiograma, no le importaba mostrarle el desamparo de su cuerpo sobre las sábanas, su casi desnudez.
—¿Es usted siempre así de amable? —preguntó mientras ella le quitaba el catéter por el que habían entrado en sus venas litros de suero y cantidades incalculables de medicamentos.
—Claro que no —negó ella con una sonrisa—, solo con los hombres guapos.
Y tiró sin piedad del esparadrapo.



Le dieron el alta un martes. La enfermera de noche llevaba varios días sin aparecer. En su lugar, un enfermero alto y desabrido le había llevado las pastillas y le había hecho el electro con un gesto que indicaba claramente que estaba descontento con su sueldo. Haciendo acopio de valor, le preguntó a la enfermera de mañana por su compañera nocturna. “Está de correturnos”, le dijo, y él no se atrevió a preguntar qué demonios quería decir aquello.
Telefoneó a su hermano para que fuera a buscarle después de comer, se vistió con su ropa por primera vez en ocho días y empezó a guardar las pocas cosas personales que habían llegado a aquella habitación: el cepillo de dientes, el peine, la colonia, la maquinilla de afeitar…
Ya salía del cuarto de baño cuando, al dar un último vistazo para asegurarse de que no olvidaba nada, vio el camisón tirado en el suelo, junto a la ducha. Lo miró largamente, la mano apoyada en el picaporte, los párpados inmóviles, mientras una ráfaga de memoria le hacía recordar lo que había sentido cuando lo envolvía aquel pedazo de tela.
Entonces se agachó, lo recogió y, furtivamente, lo metió en la bolsa de aseo.

domingo, 2 de junio de 2013

MANERAS DE PERDER

Casi todos los que se asoman a este blog lo saben pero, por si acaso alguien todavía no se ha enterado, diré que el pasado 24 de mayo presentamos en Madrid, en la Asociación de Escritores y Artistas Españoles (AEAE), mi segunda novela, publicada en la colección Netwriters de la editorial Atlantis.

Valga esta entrada como comunicado de la noticia y como aperitivo, porque os dejo, para abrir boca, el primer capítulo.

Y valga también como publicidad: no os perdáis el resto de los títulos de la colección. Si os gusta la literatura, aquí la encontraréis en grandes dosis.








NEON BLUES
(Luigi, el solitario)

Hay noches en que lo único sensato que puedo hacer es emborracharme. Si no lo hiciese, lo más probable sería que acabara echándome a la calle, con la rabia reventándome las venas, y terminara a las pocas horas bajo las ruedas de un tren o al fondo de cualquier callejón con una navaja entre las costillas, que es el destino de los insensatos y de los desesperados. Así que me quedo en casa, apago las luces y espero a que acabe la tarde, a que oscurezca más allá de los cristales, y el maldito rótulo de neón empiece su irritante intermitencia: rojo... apagado, verde... apagado, amarillo... apagado, azul... apagado. Y vuelta a empezar, una y otra vez los cuatro malditos colores, hasta el amanecer.
En el dormitorio la luz entra desde arriba, en diagonal a través de la ventana, y se proyecta sobre la cama en un rectángulo de bordes difusos. Abro la puerta y me quedo mirando la colcha como si fuera el mapa en el que he perdido un tesoro y empiezo a recordar otras noches, hace tantos meses que ya he perdido la cuenta, cuando aún podía ver cómo esa misma luz se reflejaba en ella: pelo rojo, pechos verdes, vientre amarillo, muslos azules... pelo verde, pechos amarillos, vientre azul, muslos rojos... Yo besaba el amarillo en su boca, el azul  en sus pezones, el rojo en su pubis, el verde en sus rodillas; me arrodillaba entre sus piernas y ascendía hasta encontrarme el azul en su pelo, el rojo en su cuello; esperaba hasta que el verde llegaba a sus ojos.
Una rabia sorda, ácida, empieza a empujar desde la boca del estómago, me encoge los pulmones y me hace cerrar los ojos. Pero incluso con los ojos cerrados puedo verla: pelo amarillo, pechos azules... No puedo soportar esa luz sin curvas, plana y fría sobre el cobertor, así que vuelvo a la sala y me siento de espaldas a los destellos, cojo la botella y mi vaso favorito (tan favorito como que es el único que queda, todos los demás los he ido estrellando contra la pared, noche tras noche) y me quedo tirado en el sofá hasta la madrugada, los ojos abiertos de par en par, sin asomo de sueño, viendo un canal de esos en los que solo ponen películas porno. Pero ni así consigo exorcizar su recuerdo.
Se lo cuento a Nico, el de la tienda de licores. No todo, solo lo del insomnio.
—No es el alcohol, Luigi —me dice alargándome la segunda botella de la semana. Y estamos a miércoles—, es tu  cerebro.
     Nico sabe lo que pasa. Íbamos a menudo a comprar cervezas o a tomar una copa porque su tienda queda muy cerca de casa y él siempre le decía algo agradable a Miriam. “Estás cada día más bonita, muchacha”, o algo parecido, y luego me miraba como preguntándome si estaba de acuerdo. A mí al principio me ponían un poco celoso esas cosas hasta que me dí cuenta de que Nico lo hacía solo por adularme. Así que el primer día que fui solo a la tienda me miró sorprendido.
—¿Dónde has dejado a...?
Pero entonces se fijó en mi cara y no terminó la pregunta. Sin que se lo pidiera, me sirvió el doble de whisky y dejó la botella junto al vaso. Ha tenido la delicadeza de no querer saber qué pasó exactamente, de no pedir detalles, y, quizá por eso, a veces no puedo contenerme y le cuento cosas. Me resulta mucho más fácil contárselas a él que a otro cualquiera. A fin de cuentas, Nico está en su negocio y sé que, cinco minutos después de que me haya ido, habrá olvidado todo lo que le he dicho. Es su trabajo.
—¿Sabes? —le digo—, hay días que me despierto y voy derecho a la cocina a buscarla. Todavía espero encontrarla haciendo café.
—Claro —dice. Y sigue escuchándome con paciencia, asintiendo de vez en cuando, mientras seca los vasos o limpia el mostrador.
Tampoco le cuento mucho más. No me gusta hablar de mí. Recuerdo a Sarah, la de la Escuela de Interpretación. Ella fue la primera mujer con la que llegué a intimar un poco. De hecho, nos estuvimos acostando durante un semestre, pero era solo eso: acostarnos. Bueno, también éramos compañeros, incluso se podría decir que amigos si no fuera porque estoy convencido de que yo nunca he tenido ni tendré nada que merezca ese nombre. Teníamos una buena relación, nada de compromisos, nada de ataduras sentimentales ni de promesas que nadie sabe si va a cumplir. Durante mucho tiempo pensé que había sido injusto con ella, que ella me lo había entregado todo y yo, a cambio, apenas si le había dado unos pocos buenos ratos, pero un día me di cuenta de que había sido justo al contrario: había sido ella la que se había aprovechado de mí, la que me había usado como un juguete al que se coge cariño. Yo creía que en nuestra extraña relación prevalecía mi deseo de no sentirme sujeto a nada cuando, en realidad, era ella la que iba y venía, libre como un pájaro, entrando y saliendo de mi vida a su antojo. Mucho más libre que yo. Porque ella era franca, decidida, se mostraba tal como era sin temor a lo que los demás pudieran pensar. Y yo me ocultaba. Siempre me he ocultado.
—Dios mío, Luigi —me dijo una vez—... ¿cómo puedes vivir con tanto miedo?
—¿Miedo?
Creo que Sarah llegó a conocerme muy bien. Seguramente por eso nunca pensó en quedarse conmigo. Se podría decir que no soy el tipo de hombre más adecuado para formar una pareja y Sarah era una chica muy lista.
—Sí, miedo. Miedo a desnudarte —La miré como si no entendiera: estábamos completamente desnudos sobre la cama, acabábamos de hacer el amor. Pero yo sabía muy bien que no era eso a lo que se refería—... a entregarte, a mostrarte tal como eres...
Bueno... siempre ha sido así. Uno nace de una manera y, por mucho que se empeñe, hay cosas que no se pueden cambiar. Yo nací con miedo y moriré con él. Nunca le diré a nadie lo que soy, nunca me entregaré totalmente. Y lo peor de todo no es eso. Lo peor de todo es que, cuanto más quiero a alguien, más miedo le tengo. Parece una contradicción pero no deja de tener su lógica: las personas que más amamos son las que más nos pueden herir. Leí una vez que hay personas que tienen tanto miedo a perder la felicidad que se resisten a atraparla, aunque la tengan al alcance de la mano, y prefieren dejarla pasar, seguir adelante con una vida sin sobresaltos, antes que arriesgarse al dolor de perderla. Puede que yo sea una de ellas. Cuando acabó el curso, Sarah se fue a vivir con el profesor de Lenguaje Corporal.
Va a tener razón Nico. Lo que tengo hecho un asco no es el hígado, es la cabeza.
No sé quién ha tocado el maldito libro pero está encima de la mesa, asomando una esquina de la portada en la que puede verse un trozo de la frente y un ojo de Leonard Cohen, por debajo de todo ese montón de publicidad estúpida. Algún día, en vez de recogerla y subirla a casa, le prenderé fuego al buzón. Me pregunto a qué clase de mente perversa se le ocurre enviar toda esa porquería. Como si en esta vida algo pudiera arreglarse comprando un set de jardinería, una tabla para hacer abdominales en el salón, un juego de cuchillos de acero inoxidable o un colchón que se infla solo en dos minutos. Bueno, tal vez con el juego de cuchillos sí podría arreglarse algo: siempre se puede usar uno bien afilado para cortarse las venas.
Seguramente he sido yo quien ha puesto el libro sobre la mesa pero no me acuerdo. De un tiempo a esta parte me cuesta mucho recordar las cosas. No todas, claro, solo algunas. Me cuesta recordar su cara, por ejemplo, la sonrisa que solía enviarme por encima de la taza del desayuno, el gesto que ponía un segundo antes de llegar al orgasmo. Hay en mi mente una niebla que emborrona sus rasgos y los veo como si mirara a través de un cristal sucio. Su voz, en cambio, la recuerdo perfectamente. En algunos momentos, sobre todo cuando mi cuerpo se rinde y consigo cerrar los ojos, en ese instante en que parece que voy a conseguir dormir, llego a escucharla, llego a notar su aliento en el cuello. Era un murmullo cálido que iba directamente de mi oído a mis venas llenándolas de un calor inexplicable.
Abro el libro y una cuartilla sale volando en zigzag. Observo su descenso oscilante como si fuera el péndulo de un hipnotizador. Seguramente hay una ecuación matemática para ese movimiento. La recojo del suelo. Es su letra. Leo.
               
  He volado contigo hasta las nubes
   y he bajado de tu mano a los infiernos.
   Por ti conozco el lado luminoso de la vida
   y también el más oscuro.
   Pero hace mucho tiempo que te perdí, que te perdiste,
   y ahora no quiero perderme a mí misma.
   Lo siento, pero no puedo seguirte,
   no te voy a acompañar en este viaje.

   Quiero quererte
   pero cada día me lo pones más difícil

Me quedo mirando la cuartilla, los diez renglones escritos con tinta negra, y, de pronto, la veo sentada en el sofá, con aquel jersey azul tan grande que se ponía cuando estaba en casa y tenía frío, las piernas encogidas y el cuaderno apoyado en las rodillas; imagino su mano apartando los rizos que le caen sobre la cara, su mirada ausente mientras busca las palabras que necesita para decir lo que quiere decir.
Algo empieza a apretarme el pecho, me cuesta respirar y cada vez veo las letras más borrosas. A mi espalda, las luces siguen encendiéndose y apagándose como si fueran los latidos de un corazón artificial y luminoso.
No tengo ni idea de dónde estará en estos momentos pero algo en mi maldito cerebro me dice que nunca ha estado tan lejos.