Translate

miércoles, 30 de julio de 2014

CRISTALES ROTOS


Atendiendo a peticiones de los oyentes, para M.A.O., ansioso de novedades.






Foto tomada de ariadnatucma.com.ar


EL DESVÁN DE CATALINA


—¡Catalina!... ¡al desván!

La voz de la abuela Elpidia sonaba a silbo agudo, a pitido de cafetera, a cristales rotos. La locomotora que arrolló el carro en el que Catalina y sus padres volvían a casa tenía una chimenea que sonaba igual y también sonó así el frenazo de las ruedas sobre los raíles. Catalina y la mula sobrevivieron. La mula porque iba delante y  Catalina porque iba detrás, sentada en la trasera del carro con las piernas colgando. La mula se la quedó un vecina, pequeña y consumida, en pago por haberse ocupado de los trámites y de los gastos del entierro. A Catalina, doce años recién cumplidos, se la quedó la abuela Elpidia.

—¡Catalina!... ¡al desván!

Cada tarde, poco después de que el reloj de la sala diera ocho rotundas campanadas, Catalina recogía su costurero, su cuaderno, su lápiz y su libro y se preparaba para subir al desván. La abuela Elpidia, torpe y cegata, subía tras ella y trancaba la puerta desde fuera mientras, a través de los huecos de la casa, empezaban a llegar las primeras voces desde la planta baja. Primero se oía a las mujeres, que casi siempre hablaban en voz alta y reían con  carcajadas sonoras y vibrantes; luego, poco a poco, iban llegando los hombres, cuya presencia, más que sonora, era olfativa: el olor a humo de cigarro pronto ascendía y se filtraba por las rendijas de la tarima. A veces también había música, viejas polcas y valses antiguos que sonaban en la gramola que la abuela había comprado en uno de sus viajes a la capital. Más tarde, se escuchaban los pasos subiendo la escalera hasta el primer piso, a veces susurros, a veces risas o pequeños gritos de las mujeres y, casi siempre, el chirrido rítmico de los somieres.

Catalina dormía en un colchón de lana. La abuela Elpidia la despertaba al amanecer, cuando ya se había ido todo el mundo y en la casa no quedaba más que el silencio. Mientras preparaba el desayuno, la abuela, derrengada junto al fogón en su silla de mimbre, le iba diciendo los mandados: que comprara pan y leche, que pasara por la botica y preguntara si había llegado su remedio contra la migraña, que fuera a casa de Dora, la lavandera, a por las sábanas limpias.

Algunas veces la abuela la había acompañado a los recados, sobre todo al principio, cuando tenía que enseñarle dónde se hacía cada cosa.

—¿Y esta niña, Elpidia? —le preguntaban.

La abuela ponía cara de resignación, como si estuviera cumpliendo un castigo por un pecado que no hubiera cometido.

—Se te parece —opinaban.

La abuela argüía que en su familia, al menos en las tres generaciones que ella había conocido, nunca nadie había tenido el pelo rojo y la piel tan blanca.

—Pues los ojos son los tuyos —argumentaban.

Un día que la abuela se había quitado sus gruesos lentes de miope, Catalina había podido ver sus ojos sin el velo concéntrico de los cristales: eran grandes y azules,  como los suyos.



Una noche de primavera, cuando estaba a punto de quedarse dormida, la puerta del desván se abrió lentamente.

—Vaya, vaya —dijo la voz ronca y lenta—... miren lo que guarda aquí la vieja Elpidia.

El hombre era alto y grueso. Embutido en una guerrera oscura cuajada de medallas, arrastraba ligeramente la pierna izquierda, junto a la que se balanceaba el sable.

—No le digas a tu abuela que he venido —dijo más tarde, cuando se iba.

Y la mano en la empuñadura parecía confirmar la amenaza.




Nadie en el pueblo sabría decir cuando empezaron los rumores sobre la rebelión, sobre el Comandante que, en las montañas, estaba  reclutando un ejército de campesinos desesperados dispuestos a acabar con la tiranía del Gobierno Militar. Cuando los vieron llegar de lejos, por el camino de la Sierra, corrieron a encerrarse en sus casas y cerraron puertas y ventanas como si con eso pudieran conjurar el peligro. Una tropa de desarrapados, armados con azadones, guadañas y viejas armas de fuego, atravesó el pueblo de Norte a Sur camino del Valle Hondo. Algunos viajeros de paso dijeron que se les había visto acampados en las lomas de la Peña de Fuego, junto a las cuevas.


Aquella noche de agosto, el bullicio de la sala se apagó de repente, cuando un puñado de aquellos campesinos irrumpió en la casa, y fue sustituido por el estruendo de varias detonaciones, seguidas de un grito coral y desgarrado.

—¡¡¡Viva la revolución!!!

El General saltó del colchón de lana al escuchar los disparos pero no le dio tiempo a coger su sable. Catalina se le había adelantado.

El único homenaje que recibió su cuerpo ensangrentado fue el chillido de cristales rotos de la abuela Elpidia.

martes, 29 de julio de 2014

GEORGIA ON MY MIND

Espero que este capítulo de Maneras de perder sea como ese aperitivo que tomamos para, como su propio nombre indica, abrir el apetito y despertar las ganas de seguir comiendo. Leyendo en este caso.





Foto tomada de www.blogdenuevayork.es 


GEORGIA ON MY MIND
(Albertine Brown, la vendedora de flores)

Al llegar a casa acababan de regar la calle, me he resbalado en un charco y he estado a punto de caerme en la acera como un sapo patoso. Solo de pensar en lo que pasaría si me rompiera un brazo, por ejemplo, me he puesto tan nerviosa que he tenido que agarrarme a la barandilla para subir las escaleras, aunque también es cierto que estaba tan cansada que me hubiera agarrado igualmente. Zachary, el muchacho de Vivian Jones, que salía en aquel momento, se ha ofrecido a ayudarme.
—¿Quiere apoyarse en mí, señora Brown? —me ha dicho alargando el brazo.
Vive con su madre en el tercero. Tiene los ojos alegres, un flequillo tan largo que casi le tapa los ojos y catorce años. Cuando tenía diez, su padre se marchó de casa con los ahorros de la familia y con la camarera de una hamburguesería. A pesar de que lo tenía todo a favor para haber elegido el mal camino, Zach es un buen chico, educado y cariñoso. A veces, cuando me encuentro con él a la puerta de casa, como hoy, o en la escalera o le veo jugando a encestar con otros chicos en la cancha de la iglesia, pienso que podría ser mi nieto. Un nieto de ojos alegres que cuida de su abuela.
—No, gracias, querido. Creo que podré yo sola.
Me hubiera gustado aceptar su ofrecimiento pero, aunque me sienta como una vieja llena de achaques, no quiero parecerlo antes de tiempo. Solo tengo sesenta y dos años.
Thomas me estaba esperando con el agua caliente preparada.
—¿Qué tal está mi princesa? —me dice. Y me coge el bolso y me quita el abrigo y me lleva hasta el sillón donde ya tiene listo el barreño.
 ¡Oh, Dios mío, qué sería de mí sin este viejo adorable! Se pasa todo el día solo, sin salir de casa porque no se atreve a hacerlo sin ayuda, limpiando como buenamente puede y preparando la cena y, cuando llego, siempre tiene la mesa puesta, el agua a punto y esa sonrisa que nunca se le borra de la cara. No hay nada como meter los pies en un baño de agua caliente con sal, sobre todo cuando te has levantado a las cinco de la mañana y has tenido lo que se dice un día duro.
Ayer en Markus & Benson tuvieron algún tipo de celebración. Un cumpleaños, quizá, o tal vez una pequeña fiesta por alguna operación exitosa o una despedida. Lo digo porque he encontrado las oficinas llenas de botellas vacías, bandejas de cartón grasientas, restos de pizza y de tarta de manzana, vasos de plástico y montones de servilletas de papel arrugadas alrededor de las papeleras. Tal vez en los negocios sean brillantes pero harían un papel lamentable en la NBA: no han encestado ni una servilleta. Ah, y tres preservativos en los cuartos de baño.
En casa de los Spencer me esperaban absolutamente todos los cristales, embarrados después de una semana de viento y lluvia, y algo así como dos toneladas de ropa para planchar. Bueno, quizá no fueran dos toneladas pero a mí me lo han parecido. Cuando acabé de doblar la última camiseta del pequeño Peter me dolían tanto los riñones que creí que no podría enderezarme nunca más. Menos mal que he podido dar una cabezada en el metro.
Thomas dice que es mucho trabajo, que debería dejar algo. Pero sus medicinas son muy caras y mucho me temo que dentro de poco necesitará una botella de oxígeno en casa. Ya me lo dijo el doctor Bradley la última vez que tuvimos que ir a Urgencias porque a Thomas le había dado uno de sus ataques y al respirar sonaba como si tuviera el pecho lleno de silbatos: “Sus bronquios se cierran un poco más cada día, señora Brown”. Y me miró como si lamentara no poder hacer nada más. De modo que no puedo dejar de trabajar.
Thomas me ha preparado un enorme trozo de pollo asado con lechuga y mayonesa, puré de patata, una manzana y una taza de té. En cuanto lo tome saldré hacia el pub. Es una suerte que Fred me deje trabajar en The drunken sailor. Podría haber contratado a una de esas jovencitas de grandes pechos y culo redondo pero dice que me prefiere a mí. “No lo hago por ti sino por mí, Albertine: tú nunca me traerás problemas con los clientes”. Y luego me palmea el hombro y se ríe a carcajadas. Es un buen hombre. En el pub vendo muchos cigarrillos y fósforos y, sobre todo los viernes, cuando los clientes van acompañados de señoras a las que quieren agradar, muchas rosas. Guardo ese dinero para el día en que Thomas necesite ir al hospital.
Ayer tocó por primera vez un pianista de Alabama, un tal Forsythe. Al principio interpretó canciones conocidas, de esas que todo el mundo puede tararear, pero luego cambió y empezó a tocar una música diferente que yo no había escuchado nunca. Bueno, sí la había escuchado, era un blues, pero me sonó distinta. Me pareció muy, muy triste y, sin embargo, no quería dejar de escucharla. Porque era triste, sí, pero muy dulce, tal vez melancólica; no era, en todo caso, de esas músicas que al oírlas te hacen pensar en todas las cosas deprimentes de este mundo y te dejan el ánimo por el suelo. Me recordó a las canciones que mi madre tarareaba en la cocina mientras hacía la masa de las galletas y, no sé por qué, me imaginé una parecida en un funeral; en el mío, por ejemplo, o en el de Thomas, porque era una música para alguien que hubiera muerto en paz.
No me gusta interrumpir a los artistas de modo que, cuando empieza la actuación, me voy a mi rincón y allí sentada, espero a que terminen. Ayer, poco después de que el pianista empezara a tocar, cerré los ojos, me recosté en la pared y, sin darme cuenta, mi pensamiento se fue muchos años atrás, tantos que casi había olvidado que existieron, a los tiempos de Savannah, cuando Thomas y yo nos conocimos y nos hicimos novios. Entonces él trabajaba en el algodón, éramos jóvenes, nos queríamos con locura y soñábamos con tener una casa con jardín y muchos hijos; entonces aún teníamos ilusiones (todas las ilusiones, diría yo), y muchas ganas de hacer cosas, aún no nos habíamos quedado solos ni éramos viejos ni yo tenía que trabajar trece horas diarias para pagar sus medicinas; aún nos quedaba mucha vida por vivir y a él no se le cerraban los bronquios un poco más cada día. 

sábado, 12 de julio de 2014

FUNERAL MUSIC FOR MISSISSIPPI JOHN HURT

Hace muchos años que escribí esta breve historia. Es un pedazo de la mía.









BREVE HISTORIA DE UNA CANCIÓN FUNERARIA

Por aquel entonces vivía en la ResidenciaLa Paz”, sita en el número 23 de la calle del mismo nombre, donde compartía habitación con Marisa y Maribel, que eran de Madrid, y con Enkar, que era de Ávila.

Maribel y Enkar tenían  radiocassette y, como a las cuatro les gustaba la música, solían escuchar la radio  por la noche, después de cenar, antes de dormirse. Fue así cómo descubrieron el programa (“Diálogos con la música”, se llamaba) y cómo, en vista de su calidad, empezaron a grabar las canciones con las que el locutor (entonces no lo supo, pero ahora tiene casi la absoluta seguridad de que era Ramón Trecet)  obsequiaba a la audiencia. Como había dos radiocassettes, solían turnarse para grabar las cintas. Una noche grababan Enkar y Marisa, otra Maribel y ella, otra Marisa y Maribel...

Ella tenía una cinta casi completa, sólo le quedaban unos minutos de grabación y quiso terminarla aquella noche. Enkar también estaba grabando. Esperaron a que empezara el programa y se dispusieron a grabar. Atentas, escucharon al  locutor anunciar la primera canción. Siempre hacía lo mismo:  un comentario sobre la importancia del tema, su lugar en la discografía del autor y en la tendencia musical que representaba, su opinión personal muchas  veces... En medio del comentario deslizaba el título de la canción y el nombre del autor o intérprete. Y luego sonaba la música. Sin saber por qué, no apretó la tecla REC con la primera canción. Tampoco con la segunda. Quizá tampoco con la tercera. Quizá fue la cuarta, o la quinta, no puede decirlo con seguridad. Lo que sí es seguro es que Enkar y ella, sin haberse puesto de acuerdo de antemano, apretaron la tecla al mismo tiempo.

—¿Cómo ha dicho que se llama?—preguntó Enkar, más por curiosidad que por otra cosa, porque no tenían apuntado el título de ninguna canción, eso formaba parte del encanto del asunto: una cinta llena de canciones sin título.

—Canción funeraria del delta del Mississippi —contestó ella.

Quizá fue eso, el título, extraño y sugerente al mismo tiempo, escuchado al vuelo en medio del discurso ameno del locutor, lo que le hizo apretar la tecla REC entonces y no esperar a la canción siguiente; quizá un ángel le sopló a su intuición que lo mejor venía luego y por eso no apretó la tecla en las canciones anteriores. Quién sabe. El caso es que la canción quedó grabada al final de la cinta y, cuando la escuchó al día siguiente, pensó que habían tenido mucha suerte porque, entre todas las canciones posibles, habían ido a grabar la más bonita, una maravilla interpretada por un banjo (quizá) y una guitarra, en el más puro estilo del blues sureño que, a lo largo de más de cuatro minutos, tras una apariencia profundamente triste, rezumaba esa callada alegría que sólo puede dar la esperanza, ese sosiego que sólo se posee cuando se está en paz con la vida y con la muerte.

Mientras estuvo en la Residencia tuvo oportunidad de escuchar la canción muy a menudo, a Enkar y a ella les gustaba mucho y siempre decían algo a propósito de la feliz casualidad que había hecho posible que la grabaran y que la hicieran suya y que no había permitido que la dejaran  escapar por el infinito de las ondas hertzianas. De alguna manera, se sentían felices elegidas por la diosa Fortuna, como si les hubiera tocado un premio en alguna lotería radiofónica.

Cuando acabó el curso (y los estudios que había comenzado) y volvió a casa, se llevó la cinta consigo, claro, pero a partir de entonces no pudo escucharla todas las veces que ella hubiera querido porque en su casa no había radiocassete (ni intención de que lo hubiera: tenían equipo de música y vinilos, ¿para qué querían un radiocassete?), de modo que, en una estantería de su cuarto, la cinta empezó a dormir largos sueños de los que sólo salía ocasionalmente, muy de tarde en tarde,  cuando algún amigo llevaba a casa un aparato capaz de reproducirla. Porque escuchar la cinta era la única forma de volver a oír la canción: la tenía en la cabeza pero la complejidad de sus acordes y su pésimo oído hacían que fuera incapaz no ya de cantarla sino, ni siquiera, de tararearla. La cinta era verde, la recuerda como si la estuviera viendo. Bueno, de hecho, si cierra los ojos, puede verla todavía.

 Así pasaron varios años, la cinta guardada en la estantería, inmóvil pero visible, y ella esperando como la oportunidad de escuchar la canción una vez más. La verdad es que en ocasiones pasaban meses sin que se acordara de la cinta pero, a pesar de esos olvidos transitorios, ella nunca dejó de tener presente que la canción estaba allí, guardada para ella, esperando el momento feliz en que un amigo llegara a casa con un radiocassette portátil.

Un día, después de uno de aquellos períodos de descanso, alguien llegó a su casa con un radiocassette. Buscó la cinta, impaciente ante la perspectiva de volver a oír su canción, pero no estaba en el lugar de siempre. Desconcertada, la buscó por toda la casa. Por fin apareció, en la habitación de su hermano pero, cuando la puso en el cassette y esperó emocionada las primeras notas, empezó a sonar una canción de Mecano.

No recuerda si se enfadó con su hermano pero seguro que sí, seguro que le reprochó su atrevimiento, su absoluta falta de consideración, a quién se le ocurre coger sin permiso una cinta que no era suya y grabar... ¡y encima Mecano! Seguro que estuvo varios días sin hablarle.

Lógicamente, el enfado se le acabó pasando pero no olvidó la canción, su recuerdo volvía de cuando en cuando (y el cuando podían ser meses, incluso años) y entonces, cuando la pérdida de la canción se hacía patente, le daba un ataque de pena al comprobar la imposibilidad de volver a oírla o pensaba que tenía que llamar urgentemente a Enkar para copiar la canción de su cinta o se lanzaba a las tiendas de discos a preguntar  a desconcertados dependientes por la “Canción funeraria del delta de Mississippi”.

Pasaron muchos años, tantos que las probabilidades de que Enkar hubiera conservado la cinta eran prácticamente nulas, tantos que la canción había desaparecido de su memoria auditiva (durante mucho tiempo no pudo cantarla, pero la recordaba perfectamente; ahora, ni siquiera eso), tantos que casi había olvidado que una vez tuvo una canción que para ella había sido lo más aproximado a un regalo de los dioses.



El futuro tiene sorpresas inesperadas. Quién le iba a decir a ella que iba a poder escribir en un teclado suavísimo, ver lo que escribía en una luminosa pantalla y, lo que es casi increíble, corregir palabras o frases o párrafos, ampliar o reducir márgenes, hacer notas a pie de página, retroceder, avanzar, añadir, borrar, intercalar...  Y que el resultado de todo ello sería un folio impecablemente mecanografiado, sin una sola mancha blanca de típex, magníficamente reproducido por una impresora de chorro de tinta. Está claro que su primer contacto con el mundo de la informática fue un programa de escritura. Poco a poco fue familiarizándose con las posibilidades que ofrecía el PC (dibujos, juegos...) y aprendió un poco a aprovecharlas y disfrutarlas  pero, por encima de todo, el ordenador era para ella una máquina de escribir listísima.

Un buen día, su marido instaló Internet. Otra maravilla del futuro, según decía todo el mundo. Debía de ser cierto, por lo que oía decir a gente que lo manejaba como una herramienta imprescindible pero, por raro que parezca, ella, que es de las que se apunta a un bombardeo, nunca sintió la tentación de conectarse y explorar, de modo que Internet estuvo varias semanas instalado sin que nadie aprovechara la tarifa plana.  Hasta que un día su hija volvió del colegio con el encargo de conseguir la formación completa del Gobierno recientemente nombrado. De modo que su primera  entrada en Internet fue por la Moncloa, para enterarse del nombre del ministro de Agricultura y del vicepresidente primero del Gobierno. Y una vez que estuvo dentro... pues siguió. ¿Sobre qué o sobre quién querría ella buscar información? Su segunda entrada en Internet fue una página web de “Les Luthiers”, grupo argentino del que es ferviente admiradora desde que los vio por primera vez. Allí encontró discografía completa, notas biográficas, fotos que no conocía, calendario de actuaciones y... un chat. Ella no habría entrado nunca en un chat, no era el tipo de relación que, de entrada, llamara su atención, pero aquel tenía un anuncio muy sugerente: “... aquí nos reunimos los fans del grupo y hablamos, a veces, incluso, de Les Luthiers “...  decía, más o menos. Ah, aquello era otra cosa. Un grupo de fans de ”Les Luthiers” tenía que ser, como poco, un grupo de gente inteligente... ¡Zas!, entró.

Su intuición no la engañó. Eran gente inteligente, admiradores de Les Luthiers, repartidos por todos los rincones del país, gente de toda edad y condición: estudiantes de disciplinas diversas, trabajadores... Había varios informáticos.

¿Dijo algo Freud acerca de las obsesiones latentes? En su caso está claro que la “Canción funeraria del delta del Mississippi” estuvo latiendo calladamente en su interior muchos años y que afloró a la superficie cuando ella vio la habilidad de algunos de sus amigos del chat para recalar en puertos discográficos y conseguir así música de todo tipo con la que engrosar sus archivos, entretener los ratos de chateo y grabar algún que otro cedé. Era una oportunidad, ¿por qué no aprovecharla?

      —estoy buscando una canción —tecleó.

      —la cuála —preguntó elrevisor, uno de los más hábiles internautas del canal, si no el más hábil.

      —se titula “Canción funeraria del delta del Mississippi” —contestó ella.

      —autor? —preguntó elrevisor.

      —nidea, sólo sé el título, se puede buscar así?

      —se pué intentar —dijo elrevisor, con el lenguaje sincopado y agramatical del chat.

      —qué canción es ésa, alfa —debió de preguntar alguien—por qué la buscas?

      —es una historia muy, muy laaaaaaaaaarga... —dijo ella, e iba a añadir que muy, muy triiiiiste cuando la sorprendió un renglón en la pantalla.

      —no está —tecleó rotundo elrevisor.

      —jomío, qué rapidez —contestó, dónde has mirado?

      —en audiogalaxy.

Aún no había tenido tiempo de hacerse a la idea de una nueva desilusión cuando Kanis le abrió un privado.

      —He oído que andas buscando una canción —tecleó Kanis.

      —sasto —dijo ella.

      —Mira a ver esto —dijo Kanis —: John Fahey, “Of rivers and religion”

Lo intentó, esa es la verdad, y llegó a encontrar a John Fahey, pero no recuerda haber visto ningún título que se pareciera al de su canción de modo que, como de costumbre, pidió ayuda a elrevisor, que era el que siempre la sacaba de apuros.

—maño —tecleó en un privado abierto con elrevisor—, dice Kanis que miremos en John Fahey, el disco se titula “Of rivers and religion”
—voy a ver —contestó elrevisor, siempre solícito.

Algunos renglones más tarde, elrevisor regresó.

—no hay ninguna canción funeraria pero he encontrado una “Funeral music for Mississippi”, puede ser esa?

—sí, sí, puede ser —contestó emocionada.

Tal vez no ocurrió así exactamente, la memoria confunde días, conversaciones, pistas y hallazgos. Pero lo cierto es que, en un determinado momento, elrevisor tecleó:

—alfa, la estoy escuchando

—es una música de guitarra, muy dulce, un poco triste? —preguntó impaciente.

—sí, creo que sí —contestó elrevisor.

 —va a ser esa, va a ser esa —dijo emocionada—… me la grabas, maño? —preguntó a continuación.

—te la grabo y te la llevo —contestó elrevisor.

Elrevisor cumplió su promesa y a primeros de agosto le llevó el disco. “Funeral music for Mississippi John Hurt” era la canción número cinco. Aunque se moría de impaciencia, se obligó, en un ejercicio de autodisciplina casi perverso, a escuchar las cuatro primeras, aunque quizá lo que pretendía era prolongar unos minutos más la dulce esperanza de haber encontrado por fin su canción.  En cuanto sonaron las primeras notas del quinto corte la reconoció. Era su canción. Ahora  se llamaba  “Funeral music for Mississippi John Hurt”, pero daba lo mismo: era la canción funeraria del delta del Mississippi  que un día había grabado y que después había perdido de la manera más tonta,  la canción que había permanecido en su corazón y que había  buscado en forma de disco durante más de veinte años. 

Sin que pudiera ni quisiera evitarlo, se le llenaron los ojos de lágrimas y algo parecido a la felicidad la llenó de arriba a abajo. La canción no le recordaba ningún momento particularmente feliz ni era el conjuro de nadie querido especialmente. Era una canción, sin más, pero, al escucharla nuevamente, después de veinte años, algo, que aún no tenía muy claro qué era, venía a completarse, como si la canción fuera la pieza que da sentido al rompecabezas;  a concluirse, como si la canción fuera el bálsamo necesario para cerrar una pequeña herida que hubiera permanecido abierta. Había empezado a escribir la “Breve historia de una canción funeraria” muchos años atrás, cuando le prestó su hallazgo a un personaje de su novela, pero no había vuelto sobre ella, no la había repasado ni completado ni corregido porque no sabía el final de la historia.  Pero ahora ya podía terminarla. Quizá era eso, sí, quizá por eso lloraba: había recuperado su canción y podía acabar de escribir su historia porque ya sabía el final, un final que era casi de cuento de hadas, un final en el que el Galante Caballero viaja desde su país al país de la Princesa Triste para llevarle el Tesoro que la Princesa había perdido y que él ha encontrado para ella.

 Vio de reojo que elrevisor la miraba desconcertado. Las mujeres, ya se sabe, vienen sin manual de instrucciones. Puede que todavía le quedara alguna lágrima en la cara pero seguro que estaba sonriendo cuando giró la cabeza para mirarle.

      -—Gracias por traérmela —dijo.

      Y elrevisor sonrió también.



https://www.youtube.com/watch?v=hjK-97hODZY

sábado, 5 de julio de 2014

SERIE NEGRA X: LA ÚLTIMA JUGADA


Uno de Serie Negra que he encontrado revolviendo en un cajón. ¿Es el crimen perfecto?






Foto tomada de fondos.wallpaperstock.net


LA ÚLTIMA JUGADA



Las vidas son como los ríos, dijo el poeta, y ni en las unas ni en los otros se espera encontrar rápidos, cascadas o aguas turbulentas una vez superada la mitad del recorrido. A esas alturas, lo lógico es que, vidas y ríos, convenientemente encauzados y serenos, discurran lentamente hacia el mar, que es el morir.

Pero la vida, que además de ser un río es un tahúr, a veces esconde cartas en la manga y las saca para darle la vuelta a la partida.


A los cincuenta y cuatro años, con una familia razonablemente feliz, un trabajo bien pagado y una vida sin lujos pero cómoda, cuando ya estaba convencido de que casi nada podría pasarme, los pilares de mi existencia empezaron a tambalearse.

Después de treinta años en la empresa, después de muchos esfuerzos por levantarla y llevarla al éxito, después de muchas horas de trabajo extra casi nunca remunerado y de una fidelidad a prueba de tentaciones, me llegaron rumores, en plena crisis del sector, de un posible despido por reajuste de la plantilla.

Casi al mismo tiempo, un puzle que llevaba mucho tiempo enseñándome sus piezas, me mostró la última, la que daba sentido al conjunto. Me estoy refiriendo a mi hijo. El muchacho nunca se había parecido ni a su madre ni a mí y no éramos capaces de encontrar en él ningún rasgo que recordara a cualquier ascendiente de nuestras familias. Tampoco sabíamos de nadie de los nuestros que tuviera la misma marca de nacimiento: una mancha en forma de pera bajo la tetilla izquierda.

Una estúpida casualidad tuvo la culpa de que el puzzle se completara y yo comprendiera su significado. Coincidí con Braulio, nuestro amigo de siempre, en las duchas del gimnasio, después de un partido de paddle. Se acercó para saludarme y, al alargar la mano, la toalla con la que se cubría se deslizó lo suficiente para dejar al descubierto su tetilla izquierda. Cuando, todavía estupefacto, le pregunté qué era aquello, me dijo que era de nacimiento, un antojo de su madre, al parecer.

En mi caso, la vida guardaba en la manga dos ases. Dos bazas que desbarataron una partida que yo creí tener ganada, dos jugadas que fueron una burla inmerecida y cruel. Pero no soy fácil de amilanar, me crezco ante los retos. Si no tenía ases, jugaría con los comodines.

Mi experiencia y mi habilidad hicieron que resultara relativamente sencillo manipular las cuentas de la empresa de modo que, después de una noche de intenso trabajo, dejé todo listo para que, en el plazo de dos días, una considerable suma de dinero llegara a una cuenta abierta en un banco suizo.

A la mañana siguiente salí de casa a las siete y media, como todos los días, pero no fui a trabajar. En unos grandes almacenes compré una gorra con visera y maquinillas y espuma de afeitar y, en uno de sus servicios, vacío a primera hora de la mañana, me afeité la barba. Luego fui a la cafetería de un hotel de las afueras y me rapé la cabeza. Estrené la gorra para ir a buscar a Braulio a su negocio e invitarle a comer en la bodega de un pueblo cercano, famosa por sus asados.

No llegamos al restaurante. A mitad de camino, cuando la carretera discurría entre una frondosa pinada, detuve el coche con el pretexto de una avería y cuando Braulio se asomó conmigo para ver el motor, le golpeé la cabeza con la pala de paddle.

Después de asegurarme de que estaba muerto, le desnudé y le puse mi ropa. Con una piedra de buen tamaño volví a golpearle la cabeza: una vez en el lugar donde había dejado su marca la raqueta, varias veces en la boca, para dejarle las mandíbulas hechas pedazos. Con una rama seca froté la marca de su tetilla hasta que no fue más que un borrón ensangrentado. Lo dejé medio enterrado, cubierto por las primeras hojas del otoño.

Cuando llegó la noche, yo ya llevaba varias horas en el extranjero. Me enteré de nuestra desaparición por los informativos de un par de cadenas de televisión y, dos semanas más tarde, del hallazgo de un cadáver, en avanzado estado de descomposición y medio devorado por las alimañas, cuyo ADN coincidía con el de mi hijo.



Ahora estoy en un pequeño aeropuerto suizo esperando la llamada para el vuelo con destino Londres. Allí tengo que enlazar con el BA0247 a Río de Janeiro.

jueves, 3 de julio de 2014

LA EXCUSA DEL VAGO


Hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia virtual muy lejana, nuestro amigo Javi nos pidió un cuento para su sobrina Sara. Mi amigo Partner, recién llegado a la galaxia, le hizo este (Partner siempre escribía sobre Cuca y sobre los encuentros que Cuca tenía en el supermercado).




Imagen tomada de www.decopeques.com



CUENTO PARA SARA


Mi pasillo favorito es el de frutas y verduras. Viene a ser como un oasis huertano en medio del agobio, hecho de asfalto y monóxido de carbono, de la ciudad. Los colores son aquí frescos, auténticos, tentadores. Junto al más llamativo, el naranja, veo a Maldoror.

—¡Hola! —saludo—, no sabía que vivieras por aquí.

Maldoror me reconoce con la sonrisa de las personas de buen carácter. No es un viejo amigo. Nos conocimos hace unas semanas en el bar de unos amigos (más suyos que míos) y, desde el principio, me gustó la inteligencia que se adivinaba detrás de su humor, de su ironía, de su buen decir. Por no hablar de su dominio de la cosa vinícola, terreno en el que mi ignorancia es tan basta que no puedo menos que admirar a quien sabe del asunto.

—Y no vivo por aquí —explica, y, anticipándose a mi pregunta, añade:—, Los que viven dos calles más allá son mis cuñados.

Y como, tal vez, la explicación le parece insuficiente, la amplía.

—Tenían un asunto de familia esta tarde y estamos de niñeras. He venido a por naranjas para la papilla de frutas.

—Ah, tu sobrino… —digo, y pienso en los míos, en la media docena de fieras con que mis hermanos me han otorgado el título de “tía Cuca”.

Ya lo dice el refrán: “A quien Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos”.

—Sobrina —puntualiza y, a continuación, busca la cartera, la abre y me muestra la foto de un rollizo bebé de ojos enormes.

Como diría Miguel, mi amigo sexólogo, a Maldoror se le nota que tiene una cierta cantidad de ladrillos de color rosa en el cerebro. Como, según la misma fuente, yo tengo en el mío muchos ladrillos azules, es de esperar que nos llevemos bien.

—¡Es preciosa, Maldoror! —exclamo.

No suelo mostrarme entusiasmada por casi nada pero este caso entra dentro del pequeño porcentaje del “casi”. La niña no solo es preciosa; tiene además, en su carita redonda, una expresión que me cautiva de forma inmediata. Lo que se dice un flechazo.

Maldoror ha debido de ver mi arrobamiento y se muestra comprensivo.

—Qué tendrán, ¿verdad?

Yo también me lo he preguntado a veces. Qué tendrán estos mocosos meones, cagones y llorones para que, sin que podamos evitarlo, les entreguemos esfuerzos y pensamiento, dejemos que se adueñen de nuestro corazón, pongamos nuestra felicidad en sus manos.

—Es la cachorrez, Maldoror, esa gracia irresistible —digo, tratando de encontrar una excusa casi científica a nuestro babeo—. Los cachorros de todas las especies están… diseñados, por así decir, para suscitar conductas de protección en los adultos.

—No sé —dice sin convencimiento. De pronto, se acuerda de algo y cambia el tono—… ¿Sabes lo que he hecho?

Le animo con la sonrisa a que me lo cuente.

—Les he pedido a mis amigos, los del café, que me escriban un cuento para ella. Un cuento cada uno. Cuando sea más mayor se los leeré, le diré que son el regalo que me hicieron.

No puedo evitar la carcajada.

—¿Eso has hecho? ¡Qué poca vergüenza tienes!  En vez de escribir tú un libro de cuentos para tu sobrina, les pasas el encargo a los amigos… ¡Eres un vago!

Maldoror ríe abiertamente.

—No, mujer… lo que pasa es que si hay varios autores los cuentos serán más variados, distintos…

—Bah, excusas de perezoso.

Coge una malla de naranjas grandes, de piel tersa y color vivo.

—Oye, Cuca… escribe tú uno también.

—A mí eso de escribir se me da fatal, Maldoror…

—Bah, no me lo creo. Excusas de perezosa.

Me hace prometer que, al menos, lo intentaré.

—Se llama Sara.

—Un nombre precioso, como ella.

No tengo muy claro qué clase de historia puedo yo contarle a la sobrina de alguien a quien conozco hace tan poco tiempo pero, mientras veo a Maldoror, ufano y feliz, dirigirse a la caja con la malla de naranjas, pienso que tal vez sí se me ocurra algo, algo que tenga que ver con niños y con mayores, con la facilidad que tienen los unos para convertirse en el centro de la vida de los otros, con esa ternura que despiertan, una ternura capaz de conseguir que un grupo de adultos hechos y derechos se ponga a escribir cuentos para una bebita. Cuentos que, el día de mañana, le leerá su tío después de explicarle: “Mis amigos los hicieron para ti”