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martes, 29 de julio de 2014

GEORGIA ON MY MIND

Espero que este capítulo de Maneras de perder sea como ese aperitivo que tomamos para, como su propio nombre indica, abrir el apetito y despertar las ganas de seguir comiendo. Leyendo en este caso.





Foto tomada de www.blogdenuevayork.es 


GEORGIA ON MY MIND
(Albertine Brown, la vendedora de flores)

Al llegar a casa acababan de regar la calle, me he resbalado en un charco y he estado a punto de caerme en la acera como un sapo patoso. Solo de pensar en lo que pasaría si me rompiera un brazo, por ejemplo, me he puesto tan nerviosa que he tenido que agarrarme a la barandilla para subir las escaleras, aunque también es cierto que estaba tan cansada que me hubiera agarrado igualmente. Zachary, el muchacho de Vivian Jones, que salía en aquel momento, se ha ofrecido a ayudarme.
—¿Quiere apoyarse en mí, señora Brown? —me ha dicho alargando el brazo.
Vive con su madre en el tercero. Tiene los ojos alegres, un flequillo tan largo que casi le tapa los ojos y catorce años. Cuando tenía diez, su padre se marchó de casa con los ahorros de la familia y con la camarera de una hamburguesería. A pesar de que lo tenía todo a favor para haber elegido el mal camino, Zach es un buen chico, educado y cariñoso. A veces, cuando me encuentro con él a la puerta de casa, como hoy, o en la escalera o le veo jugando a encestar con otros chicos en la cancha de la iglesia, pienso que podría ser mi nieto. Un nieto de ojos alegres que cuida de su abuela.
—No, gracias, querido. Creo que podré yo sola.
Me hubiera gustado aceptar su ofrecimiento pero, aunque me sienta como una vieja llena de achaques, no quiero parecerlo antes de tiempo. Solo tengo sesenta y dos años.
Thomas me estaba esperando con el agua caliente preparada.
—¿Qué tal está mi princesa? —me dice. Y me coge el bolso y me quita el abrigo y me lleva hasta el sillón donde ya tiene listo el barreño.
 ¡Oh, Dios mío, qué sería de mí sin este viejo adorable! Se pasa todo el día solo, sin salir de casa porque no se atreve a hacerlo sin ayuda, limpiando como buenamente puede y preparando la cena y, cuando llego, siempre tiene la mesa puesta, el agua a punto y esa sonrisa que nunca se le borra de la cara. No hay nada como meter los pies en un baño de agua caliente con sal, sobre todo cuando te has levantado a las cinco de la mañana y has tenido lo que se dice un día duro.
Ayer en Markus & Benson tuvieron algún tipo de celebración. Un cumpleaños, quizá, o tal vez una pequeña fiesta por alguna operación exitosa o una despedida. Lo digo porque he encontrado las oficinas llenas de botellas vacías, bandejas de cartón grasientas, restos de pizza y de tarta de manzana, vasos de plástico y montones de servilletas de papel arrugadas alrededor de las papeleras. Tal vez en los negocios sean brillantes pero harían un papel lamentable en la NBA: no han encestado ni una servilleta. Ah, y tres preservativos en los cuartos de baño.
En casa de los Spencer me esperaban absolutamente todos los cristales, embarrados después de una semana de viento y lluvia, y algo así como dos toneladas de ropa para planchar. Bueno, quizá no fueran dos toneladas pero a mí me lo han parecido. Cuando acabé de doblar la última camiseta del pequeño Peter me dolían tanto los riñones que creí que no podría enderezarme nunca más. Menos mal que he podido dar una cabezada en el metro.
Thomas dice que es mucho trabajo, que debería dejar algo. Pero sus medicinas son muy caras y mucho me temo que dentro de poco necesitará una botella de oxígeno en casa. Ya me lo dijo el doctor Bradley la última vez que tuvimos que ir a Urgencias porque a Thomas le había dado uno de sus ataques y al respirar sonaba como si tuviera el pecho lleno de silbatos: “Sus bronquios se cierran un poco más cada día, señora Brown”. Y me miró como si lamentara no poder hacer nada más. De modo que no puedo dejar de trabajar.
Thomas me ha preparado un enorme trozo de pollo asado con lechuga y mayonesa, puré de patata, una manzana y una taza de té. En cuanto lo tome saldré hacia el pub. Es una suerte que Fred me deje trabajar en The drunken sailor. Podría haber contratado a una de esas jovencitas de grandes pechos y culo redondo pero dice que me prefiere a mí. “No lo hago por ti sino por mí, Albertine: tú nunca me traerás problemas con los clientes”. Y luego me palmea el hombro y se ríe a carcajadas. Es un buen hombre. En el pub vendo muchos cigarrillos y fósforos y, sobre todo los viernes, cuando los clientes van acompañados de señoras a las que quieren agradar, muchas rosas. Guardo ese dinero para el día en que Thomas necesite ir al hospital.
Ayer tocó por primera vez un pianista de Alabama, un tal Forsythe. Al principio interpretó canciones conocidas, de esas que todo el mundo puede tararear, pero luego cambió y empezó a tocar una música diferente que yo no había escuchado nunca. Bueno, sí la había escuchado, era un blues, pero me sonó distinta. Me pareció muy, muy triste y, sin embargo, no quería dejar de escucharla. Porque era triste, sí, pero muy dulce, tal vez melancólica; no era, en todo caso, de esas músicas que al oírlas te hacen pensar en todas las cosas deprimentes de este mundo y te dejan el ánimo por el suelo. Me recordó a las canciones que mi madre tarareaba en la cocina mientras hacía la masa de las galletas y, no sé por qué, me imaginé una parecida en un funeral; en el mío, por ejemplo, o en el de Thomas, porque era una música para alguien que hubiera muerto en paz.
No me gusta interrumpir a los artistas de modo que, cuando empieza la actuación, me voy a mi rincón y allí sentada, espero a que terminen. Ayer, poco después de que el pianista empezara a tocar, cerré los ojos, me recosté en la pared y, sin darme cuenta, mi pensamiento se fue muchos años atrás, tantos que casi había olvidado que existieron, a los tiempos de Savannah, cuando Thomas y yo nos conocimos y nos hicimos novios. Entonces él trabajaba en el algodón, éramos jóvenes, nos queríamos con locura y soñábamos con tener una casa con jardín y muchos hijos; entonces aún teníamos ilusiones (todas las ilusiones, diría yo), y muchas ganas de hacer cosas, aún no nos habíamos quedado solos ni éramos viejos ni yo tenía que trabajar trece horas diarias para pagar sus medicinas; aún nos quedaba mucha vida por vivir y a él no se le cerraban los bronquios un poco más cada día. 

6 comentarios:

  1. Querida:

    Me sigue flipando tu buena prosa y, sobre todo, la cantidad de temas sobre los que escribes. Te admiro, muchacha.

    Un cariñoso abrazo,

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    1. Viniendo de ti, eso de "buena prosa" me ha sonado a música celestial.
      :-)
      Besos, muchos.

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  2. Qué maravilla… Cada vez que leo un pasaje de “Maneras de perder”, me quedo embelesada con la historia y la profundidad de los personajes. Triste pero dulce, una combinación que emociona.

    Besos y muchos abrazos.

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    1. Gracias, niña dulce. Me enorgullece pensar que mis cosas le gustan a alguien como tú.
      Un abrazo muy grande, enorme.

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  3. Con razón me "sonaba" este relato, leído en "Maneras de perder", como dice Mari Carmen, me fascina la profundidad que sabes darle a los personajes con unas cuantas pinceladas. Aquí me tienes "enganchada" no sólo al relato, también a la música del dico que lo acompaña.
    Besos

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    1. Realmente la canción sería la banda sonora adecuada para este relato.
      Qué bien que te gusten mis viejitos.
      Abrazo enorme.

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