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jueves, 3 de julio de 2014

LA EXCUSA DEL VAGO


Hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia virtual muy lejana, nuestro amigo Javi nos pidió un cuento para su sobrina Sara. Mi amigo Partner, recién llegado a la galaxia, le hizo este (Partner siempre escribía sobre Cuca y sobre los encuentros que Cuca tenía en el supermercado).




Imagen tomada de www.decopeques.com



CUENTO PARA SARA


Mi pasillo favorito es el de frutas y verduras. Viene a ser como un oasis huertano en medio del agobio, hecho de asfalto y monóxido de carbono, de la ciudad. Los colores son aquí frescos, auténticos, tentadores. Junto al más llamativo, el naranja, veo a Maldoror.

—¡Hola! —saludo—, no sabía que vivieras por aquí.

Maldoror me reconoce con la sonrisa de las personas de buen carácter. No es un viejo amigo. Nos conocimos hace unas semanas en el bar de unos amigos (más suyos que míos) y, desde el principio, me gustó la inteligencia que se adivinaba detrás de su humor, de su ironía, de su buen decir. Por no hablar de su dominio de la cosa vinícola, terreno en el que mi ignorancia es tan basta que no puedo menos que admirar a quien sabe del asunto.

—Y no vivo por aquí —explica, y, anticipándose a mi pregunta, añade:—, Los que viven dos calles más allá son mis cuñados.

Y como, tal vez, la explicación le parece insuficiente, la amplía.

—Tenían un asunto de familia esta tarde y estamos de niñeras. He venido a por naranjas para la papilla de frutas.

—Ah, tu sobrino… —digo, y pienso en los míos, en la media docena de fieras con que mis hermanos me han otorgado el título de “tía Cuca”.

Ya lo dice el refrán: “A quien Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos”.

—Sobrina —puntualiza y, a continuación, busca la cartera, la abre y me muestra la foto de un rollizo bebé de ojos enormes.

Como diría Miguel, mi amigo sexólogo, a Maldoror se le nota que tiene una cierta cantidad de ladrillos de color rosa en el cerebro. Como, según la misma fuente, yo tengo en el mío muchos ladrillos azules, es de esperar que nos llevemos bien.

—¡Es preciosa, Maldoror! —exclamo.

No suelo mostrarme entusiasmada por casi nada pero este caso entra dentro del pequeño porcentaje del “casi”. La niña no solo es preciosa; tiene además, en su carita redonda, una expresión que me cautiva de forma inmediata. Lo que se dice un flechazo.

Maldoror ha debido de ver mi arrobamiento y se muestra comprensivo.

—Qué tendrán, ¿verdad?

Yo también me lo he preguntado a veces. Qué tendrán estos mocosos meones, cagones y llorones para que, sin que podamos evitarlo, les entreguemos esfuerzos y pensamiento, dejemos que se adueñen de nuestro corazón, pongamos nuestra felicidad en sus manos.

—Es la cachorrez, Maldoror, esa gracia irresistible —digo, tratando de encontrar una excusa casi científica a nuestro babeo—. Los cachorros de todas las especies están… diseñados, por así decir, para suscitar conductas de protección en los adultos.

—No sé —dice sin convencimiento. De pronto, se acuerda de algo y cambia el tono—… ¿Sabes lo que he hecho?

Le animo con la sonrisa a que me lo cuente.

—Les he pedido a mis amigos, los del café, que me escriban un cuento para ella. Un cuento cada uno. Cuando sea más mayor se los leeré, le diré que son el regalo que me hicieron.

No puedo evitar la carcajada.

—¿Eso has hecho? ¡Qué poca vergüenza tienes!  En vez de escribir tú un libro de cuentos para tu sobrina, les pasas el encargo a los amigos… ¡Eres un vago!

Maldoror ríe abiertamente.

—No, mujer… lo que pasa es que si hay varios autores los cuentos serán más variados, distintos…

—Bah, excusas de perezoso.

Coge una malla de naranjas grandes, de piel tersa y color vivo.

—Oye, Cuca… escribe tú uno también.

—A mí eso de escribir se me da fatal, Maldoror…

—Bah, no me lo creo. Excusas de perezosa.

Me hace prometer que, al menos, lo intentaré.

—Se llama Sara.

—Un nombre precioso, como ella.

No tengo muy claro qué clase de historia puedo yo contarle a la sobrina de alguien a quien conozco hace tan poco tiempo pero, mientras veo a Maldoror, ufano y feliz, dirigirse a la caja con la malla de naranjas, pienso que tal vez sí se me ocurra algo, algo que tenga que ver con niños y con mayores, con la facilidad que tienen los unos para convertirse en el centro de la vida de los otros, con esa ternura que despiertan, una ternura capaz de conseguir que un grupo de adultos hechos y derechos se ponga a escribir cuentos para una bebita. Cuentos que, el día de mañana, le leerá su tío después de explicarle: “Mis amigos los hicieron para ti”

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