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sábado, 12 de julio de 2014

FUNERAL MUSIC FOR MISSISSIPPI JOHN HURT

Hace muchos años que escribí esta breve historia. Es un pedazo de la mía.









BREVE HISTORIA DE UNA CANCIÓN FUNERARIA

Por aquel entonces vivía en la ResidenciaLa Paz”, sita en el número 23 de la calle del mismo nombre, donde compartía habitación con Marisa y Maribel, que eran de Madrid, y con Enkar, que era de Ávila.

Maribel y Enkar tenían  radiocassette y, como a las cuatro les gustaba la música, solían escuchar la radio  por la noche, después de cenar, antes de dormirse. Fue así cómo descubrieron el programa (“Diálogos con la música”, se llamaba) y cómo, en vista de su calidad, empezaron a grabar las canciones con las que el locutor (entonces no lo supo, pero ahora tiene casi la absoluta seguridad de que era Ramón Trecet)  obsequiaba a la audiencia. Como había dos radiocassettes, solían turnarse para grabar las cintas. Una noche grababan Enkar y Marisa, otra Maribel y ella, otra Marisa y Maribel...

Ella tenía una cinta casi completa, sólo le quedaban unos minutos de grabación y quiso terminarla aquella noche. Enkar también estaba grabando. Esperaron a que empezara el programa y se dispusieron a grabar. Atentas, escucharon al  locutor anunciar la primera canción. Siempre hacía lo mismo:  un comentario sobre la importancia del tema, su lugar en la discografía del autor y en la tendencia musical que representaba, su opinión personal muchas  veces... En medio del comentario deslizaba el título de la canción y el nombre del autor o intérprete. Y luego sonaba la música. Sin saber por qué, no apretó la tecla REC con la primera canción. Tampoco con la segunda. Quizá tampoco con la tercera. Quizá fue la cuarta, o la quinta, no puede decirlo con seguridad. Lo que sí es seguro es que Enkar y ella, sin haberse puesto de acuerdo de antemano, apretaron la tecla al mismo tiempo.

—¿Cómo ha dicho que se llama?—preguntó Enkar, más por curiosidad que por otra cosa, porque no tenían apuntado el título de ninguna canción, eso formaba parte del encanto del asunto: una cinta llena de canciones sin título.

—Canción funeraria del delta del Mississippi —contestó ella.

Quizá fue eso, el título, extraño y sugerente al mismo tiempo, escuchado al vuelo en medio del discurso ameno del locutor, lo que le hizo apretar la tecla REC entonces y no esperar a la canción siguiente; quizá un ángel le sopló a su intuición que lo mejor venía luego y por eso no apretó la tecla en las canciones anteriores. Quién sabe. El caso es que la canción quedó grabada al final de la cinta y, cuando la escuchó al día siguiente, pensó que habían tenido mucha suerte porque, entre todas las canciones posibles, habían ido a grabar la más bonita, una maravilla interpretada por un banjo (quizá) y una guitarra, en el más puro estilo del blues sureño que, a lo largo de más de cuatro minutos, tras una apariencia profundamente triste, rezumaba esa callada alegría que sólo puede dar la esperanza, ese sosiego que sólo se posee cuando se está en paz con la vida y con la muerte.

Mientras estuvo en la Residencia tuvo oportunidad de escuchar la canción muy a menudo, a Enkar y a ella les gustaba mucho y siempre decían algo a propósito de la feliz casualidad que había hecho posible que la grabaran y que la hicieran suya y que no había permitido que la dejaran  escapar por el infinito de las ondas hertzianas. De alguna manera, se sentían felices elegidas por la diosa Fortuna, como si les hubiera tocado un premio en alguna lotería radiofónica.

Cuando acabó el curso (y los estudios que había comenzado) y volvió a casa, se llevó la cinta consigo, claro, pero a partir de entonces no pudo escucharla todas las veces que ella hubiera querido porque en su casa no había radiocassete (ni intención de que lo hubiera: tenían equipo de música y vinilos, ¿para qué querían un radiocassete?), de modo que, en una estantería de su cuarto, la cinta empezó a dormir largos sueños de los que sólo salía ocasionalmente, muy de tarde en tarde,  cuando algún amigo llevaba a casa un aparato capaz de reproducirla. Porque escuchar la cinta era la única forma de volver a oír la canción: la tenía en la cabeza pero la complejidad de sus acordes y su pésimo oído hacían que fuera incapaz no ya de cantarla sino, ni siquiera, de tararearla. La cinta era verde, la recuerda como si la estuviera viendo. Bueno, de hecho, si cierra los ojos, puede verla todavía.

 Así pasaron varios años, la cinta guardada en la estantería, inmóvil pero visible, y ella esperando como la oportunidad de escuchar la canción una vez más. La verdad es que en ocasiones pasaban meses sin que se acordara de la cinta pero, a pesar de esos olvidos transitorios, ella nunca dejó de tener presente que la canción estaba allí, guardada para ella, esperando el momento feliz en que un amigo llegara a casa con un radiocassette portátil.

Un día, después de uno de aquellos períodos de descanso, alguien llegó a su casa con un radiocassette. Buscó la cinta, impaciente ante la perspectiva de volver a oír su canción, pero no estaba en el lugar de siempre. Desconcertada, la buscó por toda la casa. Por fin apareció, en la habitación de su hermano pero, cuando la puso en el cassette y esperó emocionada las primeras notas, empezó a sonar una canción de Mecano.

No recuerda si se enfadó con su hermano pero seguro que sí, seguro que le reprochó su atrevimiento, su absoluta falta de consideración, a quién se le ocurre coger sin permiso una cinta que no era suya y grabar... ¡y encima Mecano! Seguro que estuvo varios días sin hablarle.

Lógicamente, el enfado se le acabó pasando pero no olvidó la canción, su recuerdo volvía de cuando en cuando (y el cuando podían ser meses, incluso años) y entonces, cuando la pérdida de la canción se hacía patente, le daba un ataque de pena al comprobar la imposibilidad de volver a oírla o pensaba que tenía que llamar urgentemente a Enkar para copiar la canción de su cinta o se lanzaba a las tiendas de discos a preguntar  a desconcertados dependientes por la “Canción funeraria del delta de Mississippi”.

Pasaron muchos años, tantos que las probabilidades de que Enkar hubiera conservado la cinta eran prácticamente nulas, tantos que la canción había desaparecido de su memoria auditiva (durante mucho tiempo no pudo cantarla, pero la recordaba perfectamente; ahora, ni siquiera eso), tantos que casi había olvidado que una vez tuvo una canción que para ella había sido lo más aproximado a un regalo de los dioses.



El futuro tiene sorpresas inesperadas. Quién le iba a decir a ella que iba a poder escribir en un teclado suavísimo, ver lo que escribía en una luminosa pantalla y, lo que es casi increíble, corregir palabras o frases o párrafos, ampliar o reducir márgenes, hacer notas a pie de página, retroceder, avanzar, añadir, borrar, intercalar...  Y que el resultado de todo ello sería un folio impecablemente mecanografiado, sin una sola mancha blanca de típex, magníficamente reproducido por una impresora de chorro de tinta. Está claro que su primer contacto con el mundo de la informática fue un programa de escritura. Poco a poco fue familiarizándose con las posibilidades que ofrecía el PC (dibujos, juegos...) y aprendió un poco a aprovecharlas y disfrutarlas  pero, por encima de todo, el ordenador era para ella una máquina de escribir listísima.

Un buen día, su marido instaló Internet. Otra maravilla del futuro, según decía todo el mundo. Debía de ser cierto, por lo que oía decir a gente que lo manejaba como una herramienta imprescindible pero, por raro que parezca, ella, que es de las que se apunta a un bombardeo, nunca sintió la tentación de conectarse y explorar, de modo que Internet estuvo varias semanas instalado sin que nadie aprovechara la tarifa plana.  Hasta que un día su hija volvió del colegio con el encargo de conseguir la formación completa del Gobierno recientemente nombrado. De modo que su primera  entrada en Internet fue por la Moncloa, para enterarse del nombre del ministro de Agricultura y del vicepresidente primero del Gobierno. Y una vez que estuvo dentro... pues siguió. ¿Sobre qué o sobre quién querría ella buscar información? Su segunda entrada en Internet fue una página web de “Les Luthiers”, grupo argentino del que es ferviente admiradora desde que los vio por primera vez. Allí encontró discografía completa, notas biográficas, fotos que no conocía, calendario de actuaciones y... un chat. Ella no habría entrado nunca en un chat, no era el tipo de relación que, de entrada, llamara su atención, pero aquel tenía un anuncio muy sugerente: “... aquí nos reunimos los fans del grupo y hablamos, a veces, incluso, de Les Luthiers “...  decía, más o menos. Ah, aquello era otra cosa. Un grupo de fans de ”Les Luthiers” tenía que ser, como poco, un grupo de gente inteligente... ¡Zas!, entró.

Su intuición no la engañó. Eran gente inteligente, admiradores de Les Luthiers, repartidos por todos los rincones del país, gente de toda edad y condición: estudiantes de disciplinas diversas, trabajadores... Había varios informáticos.

¿Dijo algo Freud acerca de las obsesiones latentes? En su caso está claro que la “Canción funeraria del delta del Mississippi” estuvo latiendo calladamente en su interior muchos años y que afloró a la superficie cuando ella vio la habilidad de algunos de sus amigos del chat para recalar en puertos discográficos y conseguir así música de todo tipo con la que engrosar sus archivos, entretener los ratos de chateo y grabar algún que otro cedé. Era una oportunidad, ¿por qué no aprovecharla?

      —estoy buscando una canción —tecleó.

      —la cuála —preguntó elrevisor, uno de los más hábiles internautas del canal, si no el más hábil.

      —se titula “Canción funeraria del delta del Mississippi” —contestó ella.

      —autor? —preguntó elrevisor.

      —nidea, sólo sé el título, se puede buscar así?

      —se pué intentar —dijo elrevisor, con el lenguaje sincopado y agramatical del chat.

      —qué canción es ésa, alfa —debió de preguntar alguien—por qué la buscas?

      —es una historia muy, muy laaaaaaaaaarga... —dijo ella, e iba a añadir que muy, muy triiiiiste cuando la sorprendió un renglón en la pantalla.

      —no está —tecleó rotundo elrevisor.

      —jomío, qué rapidez —contestó, dónde has mirado?

      —en audiogalaxy.

Aún no había tenido tiempo de hacerse a la idea de una nueva desilusión cuando Kanis le abrió un privado.

      —He oído que andas buscando una canción —tecleó Kanis.

      —sasto —dijo ella.

      —Mira a ver esto —dijo Kanis —: John Fahey, “Of rivers and religion”

Lo intentó, esa es la verdad, y llegó a encontrar a John Fahey, pero no recuerda haber visto ningún título que se pareciera al de su canción de modo que, como de costumbre, pidió ayuda a elrevisor, que era el que siempre la sacaba de apuros.

—maño —tecleó en un privado abierto con elrevisor—, dice Kanis que miremos en John Fahey, el disco se titula “Of rivers and religion”
—voy a ver —contestó elrevisor, siempre solícito.

Algunos renglones más tarde, elrevisor regresó.

—no hay ninguna canción funeraria pero he encontrado una “Funeral music for Mississippi”, puede ser esa?

—sí, sí, puede ser —contestó emocionada.

Tal vez no ocurrió así exactamente, la memoria confunde días, conversaciones, pistas y hallazgos. Pero lo cierto es que, en un determinado momento, elrevisor tecleó:

—alfa, la estoy escuchando

—es una música de guitarra, muy dulce, un poco triste? —preguntó impaciente.

—sí, creo que sí —contestó elrevisor.

 —va a ser esa, va a ser esa —dijo emocionada—… me la grabas, maño? —preguntó a continuación.

—te la grabo y te la llevo —contestó elrevisor.

Elrevisor cumplió su promesa y a primeros de agosto le llevó el disco. “Funeral music for Mississippi John Hurt” era la canción número cinco. Aunque se moría de impaciencia, se obligó, en un ejercicio de autodisciplina casi perverso, a escuchar las cuatro primeras, aunque quizá lo que pretendía era prolongar unos minutos más la dulce esperanza de haber encontrado por fin su canción.  En cuanto sonaron las primeras notas del quinto corte la reconoció. Era su canción. Ahora  se llamaba  “Funeral music for Mississippi John Hurt”, pero daba lo mismo: era la canción funeraria del delta del Mississippi  que un día había grabado y que después había perdido de la manera más tonta,  la canción que había permanecido en su corazón y que había  buscado en forma de disco durante más de veinte años. 

Sin que pudiera ni quisiera evitarlo, se le llenaron los ojos de lágrimas y algo parecido a la felicidad la llenó de arriba a abajo. La canción no le recordaba ningún momento particularmente feliz ni era el conjuro de nadie querido especialmente. Era una canción, sin más, pero, al escucharla nuevamente, después de veinte años, algo, que aún no tenía muy claro qué era, venía a completarse, como si la canción fuera la pieza que da sentido al rompecabezas;  a concluirse, como si la canción fuera el bálsamo necesario para cerrar una pequeña herida que hubiera permanecido abierta. Había empezado a escribir la “Breve historia de una canción funeraria” muchos años atrás, cuando le prestó su hallazgo a un personaje de su novela, pero no había vuelto sobre ella, no la había repasado ni completado ni corregido porque no sabía el final de la historia.  Pero ahora ya podía terminarla. Quizá era eso, sí, quizá por eso lloraba: había recuperado su canción y podía acabar de escribir su historia porque ya sabía el final, un final que era casi de cuento de hadas, un final en el que el Galante Caballero viaja desde su país al país de la Princesa Triste para llevarle el Tesoro que la Princesa había perdido y que él ha encontrado para ella.

 Vio de reojo que elrevisor la miraba desconcertado. Las mujeres, ya se sabe, vienen sin manual de instrucciones. Puede que todavía le quedara alguna lágrima en la cara pero seguro que estaba sonriendo cuando giró la cabeza para mirarle.

      -—Gracias por traérmela —dijo.

      Y elrevisor sonrió también.



https://www.youtube.com/watch?v=hjK-97hODZY

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