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sábado, 31 de agosto de 2013

MANERAS DE PERDER (II)


Para todos pero en especial para Rosa Jaén Moreno (para que se acabe de enganchar.



 FINE WINES AND SPIRITS
(Nico, el de la tienda de licores)

Veintitrés años. Veintitrés años detrás de este mostrador. Lo dices en un segundo y resulta que es más de la mitad de tu vida.
No hay muchas novedades al otro lado del escaparate. Por mucho tiempo que pase hay cosas que no varían, como si su destino fuera, precisamente, hacernos ver el lado inmutable de la vida: fachadas con ventanas de madera en la acera de enfrente, farolas de hierro fundido, escaleras, dos filas de coches aparcados, alguna bicicleta atada a una verja y las mismas caras grises de siempre. Dicen que todo cambia constantemente, que a cada segundo que pasa el mundo es distinto, pero yo, cuando miro hacia la calle a través del escaparate, tengo serias dudas sobre eso. Sin duda ocurren cosas que a cada minuto que pasa hacen que cambie el mundo, pero no es menos cierto que, a veces, nos enseña su cara más estática. Creo que alguien dijo una vez que hay que cambiar para que todo siga igual.
—Entonces viniste a Boston cuando tenías... –quiere saber Santo.
—Catorce —le informo.
Estamos hablando precisamente de eso, de lo mucho que ha cambiado la ciudad en treinta años: barrios de amplias calles completamente nuevos, avenidas, rascacielos, centros comerciales, parques... Sin embargo, hay lugares que siguen igual, como esta calle. Se diría que alguien los ha conservado para, precisamente, recordarnos que a pesar de los cambios hay cosas que siempre serán las mismas. Como el chaquetón de Santo, por ejemplo. Lleva el mismo desde hace diez inviernos. Cuando le digo que ya es hora de que se compre uno nuevo me hace palpar uno de sus faldones y afirma: “Muchacho, ya no hacen paños como este”. Y el gorro de lana verde que se cala hasta los ojos tiene todo el aspecto de haber visto la llegada del Mayflower.
—Es increíble lo rápido que pasa el tiempo —sentencia. Y me hace una señal para que vuelva a llenarle el vaso.
Tengo que ir a la trastienda a por otra botella. Hoy la rodilla me duele como si me la hubieran rellenado con alfileres y los veinte pasos que hay hasta la estantería se me antojan veinte millas. Maldita sea la guerra de Vietnam. Maldita sea la guerra de Vietnam y la de Corea y todas las guerras del mundo. Y malditos sean los que las empiezan, los que las alimentan y los que no quieren que terminen. Malditos todos ellos. Por su culpa casi me remuerde la conciencia por tener solo una rodilla destrozada. Pienso en lo mucho que han perdido otros y me digo que no tengo derecho a quejarme. No solo soy de los afortunados que sobrevivieron a las balas y a las emboscadas del Viet-Cong, al calor, a la humedad y a los mosquitos, a la desesperación y a la locura. Además, soy de los afortunados que pueden caminar con las dos piernas, mover los dos brazos y ver con los dos ojos. Pero lo que yo perdí por su culpa no puede medirse en cicatrices. Yo perdí algo que para mí valía mucho más que una rodilla, que un brazo, que una mente que no ha caído en el pozo del terror. Yo perdí a Amy, la mujer de la que estaba enamorado, la mujer con la que quería pasar el resto de mi vida. Amy me amaba pero no pudo soportar la angustia de saberme lejos y en peligro constante, no pudo soportar la incertidumbre de mi regreso y no me esperó. “Nico”, me escribió, “todas las noches me acuesto pensando que tal vez al día siguiente me llegue la noticia de que te ha ocurrido algo malo y no puedo dejar de llorar”. Cuando volví, se había casado con Murray, con mi amigo Murray, el muchacho soso y desgarbado que no había podido alistarse por su escandalosa miopía. Cuando volví, no me esperaban unas manos y una voz para ayudarme a olvidar el horror que había vivido sino la terrible decepción de verme abandonado por quien yo creía que me iba a acompañar el resto de mi vida. Después de Amy yo no he podido querer a ninguna mujer. Por culpa de los señores de la guerra tengo una rodilla hecha pedazos y perdí a la mujer a la que amaba. Pero no tengo derecho a quejarme. No, señor, no tengo derecho. Otros perdieron mucho más que yo.
De repente, siento envidia de Santo. Es un buen tipo, un cliente de los de antes. Suele llegar sobre las cinco, toma un par de copas, me da un poco de conversación y se marcha a casa a ayudar a su mujer a preparar la cena. La mujer de Santo se llama Nora y se está quedando ciega.
—Sin mí no podría ni encender el horno, muchacho —me dice como si se excusara por no quedarse más tiempo.
Por eso me da envidia. Tiene más de setenta años y una esposa a la que cuidar. Yo jamás tendré eso.
Una mujer cruza desde la acera de enfrente. Me quedo mirándola porque camina como si su cuerpo no pesara, liviana sobre unos tacones altísimos. Tiene bonitas piernas y un rostro de facciones serenas. No puedo evitarlo, es una costumbre de juventud que no ha desaparecido con los años: la imagino con un ligero traje de verano ciñéndose a sus caderas y a sus pechos en cada paso, el escote amplio, el vuelo de la falda en torno a los muslos. Pero lo cierto es que lleva un abrigo negro y una gorra de la que se escapan unos rizos pelirrojos. Me recuerda a alguien. Se detiene frente al escaparate y se queda mirando las botellas de vino.
—No tiene arreglo, Nico —dice Santo, que me ha visto mirarla—: nosotros somos cada vez más viejos y ellas cada vez más jóvenes.
Miro a Santo y sonrío dándole la razón. Es cierto lo que dice: nadie nos salva de la vejez, de la muerte. Y la gente como esta mujer, que casi es todavía una muchacha, nos hace recordar que cada día que pasa nos acerca un poco más al final del camino. No sé cuánto falta para llegar al final del mío pero sé que va a ser muy pesado porque he de hacerlo solo, solo con mis pensamientos y con mis recuerdos, con la amargura de pensar que todo podría haber sido distinto. Intento imaginar mi vida dentro de diez, quince años, pero no puedo. Seguramente las casas, al otro lado de la calle, seguirán igual, con sus fachadas de ladrillo rojo, sus ventanas que tal vez alguien se haya decidido a pintar, y sus viejas escaleras de incendios. Pero yo... ¿cómo seré para entonces? ¿Habré envejecido tanto que no me reconoceré al mirarme al espejo? ¿Habré enfermado y pasaré los días encerrado en casa, llevando la cuenta de las pastillas que he de tomar en la cena? ¿Habré cerrado mi negocio, cansado de la rutina, o seguiré aquí, vendiendo cervezas y botellas de whisky, arrastrando mi maltrecha rodilla, charlando con Santo cada tarde y mirando de vez en cuando más allá del escaparate con la esperanza de que, algún día, Amy me sonría desde el otro lado del cristal?
Miro ahora el rostro de la mujer, sus manos pequeñas, sus labios pintados de rojo. Es guapa. Estoy tan absorto contemplándola que casi no oigo la campanilla de la puerta. Cuando por fin, me vuelvo veo a Luigi que se dirige al mostrador con la cabeza hundida en el pecho. La levanta un segundo para saludarme, le da una palmada en el hombro a Santo y se acomoda en la barra. No creo que venga a por más whisky, el lunes se llevó una botella. Entonces caigo en la cuenta: la mujer del escaparate me recuerda a la chica con la que Luigi estuvo hasta el año pasado, aquella muchacha pelirroja de mirada triste. Creo recordar que se llamaba Miriam.



miércoles, 28 de agosto de 2013

AGUA


Para todos pero, en especial, para Pili Albertos, que sé que le gustará.





AGUA CORRIENTE


A lo lejos, la línea sinuosa de las dunas separa dos colores casi idénticos: el naranja del cielo del crepúsculo y el cobrizo del suelo arenoso. En el aire, ya quieto, no queda rastro del polvo que el viento arrastró por la mañana y el sol es un gran balón amarillo que cae despacio, tan despacio que nadie puede notar su movimiento.

Mahmud sigue inmóvil, sentado en el suelo. Se abraza las rodillas, aprieta los párpados para mirar al horizonte como si quisiera ver el mar que queda más allá de donde va a ponerse el sol y escucha en su cabeza la tonada que Sara solía tararear por la mañana mientras hacía tostadas y ponía la mesa para el desayuno. No entendía la letra pero le gustaba la melodía, sonaba dulce y al oírla daban ganas de bailar. Y Sara siempre sonreía.

Ha jugado con Rayhan y con Nura a saltar por encima de la cuerda que sostenían Anisa y Hashim y ha saltado más que ninguno, aunque el último intento tuvo que hacerlo de un brinco, encogiendo el cuerpo y girando sobre la cuerda, y la caída en el suelo le dejó dolorido el costado. Luego llegó Tayyeb con la vieja bicicleta de su padre y se alejaron un poco del campamento para hacer carreras, a ver quién iba más lejos mientras los demás contaban hasta diez, y esta vez ganó Anisa pero solo porque es dos años mayor que los demás y tiene las piernas más largas.

Con Laura y Raúl también montaba en bicicleta pero tenían una para cada uno, salían de casa y se iban a recorrer el pueblo y siempre acababan en la plaza con los demás niños, porque en la plaza se juntaban todos para jugar a lo que fuera y comprar golosinas en el quiosco de Pedro, que era un señor muy mayor con bigote blanco y gorra de béisbol que le llamaba Majamú.

Iban a empezar a jugar al “ratón escondido” cuando ha llegado Farid, el hermano mayor de Tayyeb, venía corriendo y le gritaba a Tayyeb que su padre estaba furioso porque necesitaba la bicicleta para ir al ambulatorio y no la encontraba por ninguna parte, así que Tayyeb salió a toda prisa con la bicicleta y los demás dijeron que ya se iban a casa porque pronto empezaría a anochecer y estaban en las noches sin luna.

Pero él no se ha marchado con ellos, los ha acompañado hasta la primera casa, la de Harun, el mecánico, y de repente ha tenido ganas de quedarse solo. Se ha despedido de sus amigos y se ha alejado de nuevo hasta el lugar donde han estado haciendo carreras con la bicicleta. Se ha sentado en el suelo mirando hacia el lugar por el que se esconderá el sol y ha imaginado el mar que está más allá.


Y ha recordado el otro pueblo, el pueblo de Sara, Laura y Raúl en el que estaba la casa grande que tiene una cama con sábanas y una bañera y piscina y una bicicleta para cada niño, y se ha puesto a tararear la canción que cantaba Sara por las mañanas mientras hacía el desayuno y ha pensado en las dos cosas que le habría gustado traerse a Samara: su mamá española y un grifo.   

lunes, 26 de agosto de 2013

SERIE NEGRA VI: EL OSCURO PASAJERO

Para los seguidores de la serie, los veteranos (Carmen Fabre, Pedro P. de Andrés, Lydia Cotallo, Cristina Ares, MCarmen Azcona...) y los recién llegados (Rosa Jaén, Paloma Navarro..)
Espero que os guste.
Y para todos los que se acerquen a leer, claro.






DE MÍ NADIE SE RÍE 


Tomó la decisión de no ir derecho a casa un instante después de que su secretaria le dejara sobre la mesa la última firma del día. Detrás de la ventana, la ciudad empezaba a anochecer sobre el telón anaranjado del otoño. Aún era pronto, aún podía inventar una excusa.
Llamó al fijo y adujo un problema de última hora, uno de esos contratiempos que surgen cuando uno piensa que ya ha terminado. Su mujer no puso objeciones, como siempre. Se limitó a hacer la preceptiva observación de que, una noche más, los niños se acostarían sin verle, pero ni un asomo de reproche en su voz, ni un indicio de protesta. Después de quince años, estaba casi acostumbrada.

Iván llevaba varias semanas esquivándole, ignorando sus llamadas. No había contestado ni a uno solo de sus mensajes y había dejado de aparecer por los lugares en los que solían encontrarse.
Cuando se quiso dar cuenta, ya era demasiado tarde para sujetar aquella rabia que, día a día, le había crecido en las tripas hasta envenenarle el pensamiento.

—No sigas —le había dicho la primera vez.
—Claro que voy a seguir —había contestado Iván, arrodillado entre sus piernas.
Luego le había ofrecido su dorso moreno, la oquedad oculta entre sus nalgas. Él se había aferrado a aquella grupa y le había montado sin darse cuenta de que aquel galope era la entrada de un túnel que tal vez no tenía salida.

Su coche era uno de los pocos que quedaban en el parking de la Comisaría. Condujo deprisa hasta el “Oasis”. Sabía que Iván no estaría allí pero tenía la esperanza de encontrar a alguno de sus amigos, tal vez Joâo, el brasileño que de vez en cuando le pasaba una china, o Trini, la compañera de piso de su antiguo novio.

El local estaba menos iluminado que de costumbre pero no le costó trabajo distinguir a Joâo al fondo de la barra, cerca de los servicios, entretenido en algo que tenía todo el aspecto de ser un intercambio. Se abrió paso entre le gente que cercaba la barra, esperó a que Joâo acaba la transacción y, sin darle tiempo a nada, le agarró por las solapas y le estampó la espalda contra la pared.
—Me vas a decir ahora mismo dónde está Iván si no quieres tener a la pasma en tu casa dentro de una hora haciéndote un registro.
Joâo intentó zafarse pero en el primer intento su cabeza golpeó con fuerza el muro. Le miró asustado y lo que vio en sus ojos debió de ser más fuerte que su orgullo.
—No sé dónde puede estar —balbució, pero un nuevo golpe le decidió a seguir hablando—… pero últimamente va mucho por “Morgana”…

El “Morgana” estaba a las afueras, medio oculto por una chopera a la que se llegaba por un desvío de la carretera nacional. Aparcó lejos de la puerta junto a un murete que separaba las fincas y, antes de entrar, se aseguró de que llevaba la pistola en el bolsillo.
Iván estaba bailando casi en el centro de la pista, muy abrazado a un grandullón rubio de aspecto inquietante. Llegó hasta ellos y, ocultándola entre el cuerpo de ambos, sacó la pistola.
—Lárgate —le dijo al rubio, que dudó un instante antes de ver el arma y retroceder con gesto incrédulo —Y tú —dijo encañonando a Iván—, te vas a venir conmigo.

No quiso escucharle, no quiso oír las excusas que Iván le ofrecía mientras le llevaba a trompicones por el camino de grava, agarrado del brazo, hasta el coche.
—Tío, no seas capullo, ¿quieres creer lo que te digo?
Le empujó sobre el capó, le buscó las manos y le puso las esposas.
—Como grites te mato aquí mismo —dijo inclinándose sobre él.
Le bajó el pantalón.
—De mí no se ríe nadie, ¿te enteras? —dijo con la primera embestida—a mí nadie me da esquinazo ni deja de contestarme ni me toma el pelo, cabrón de mierda.

Procuró no hacer ruido al acostarse y se durmió enseguida, arrastrado por el alivio y el desahogo. No sabía que, desde hacía una hora, un oscuro pasajero en forma de retrovirus navegaba su sangre a bordo de sus linfocitos T.

domingo, 25 de agosto de 2013

TERAPIA

Este relato es relativamente reciente pero ayer estuvimos hablando de organizar una merienda a base de helados, horchata, gazpacho, melón y otras cosas fresquitas y, claro, me acordé de él. 








LABERINTO

Tengo que llamar al doctor Sugrañes y decirle que necesito ir a verle mañana mismo. Tal como estoy, no resisto hasta el jueves de la semana que viene, vamos, ni pensarlo, en cuanto vuelva a pensar en lo que ha pasado me da otra vez el  ataque y me falta el aire y me pongo malísima y me mareo toda y se me duermen las manos.

Y, aunque no me guste decir “Se lo dije”,  porque parece que me cargo de razón, le tendré que decir “Se lo dije, doctor, le dije que aún era pronto”.

Pero, claro, como él es el médico y ha estudiado en París y en Leipzig y tiene las paredes de la consulta llenas de diplomas y de títulos… pues no tuve más remedio que decir que lo intentaría, porque quién soy yo para discutirle a una eminencia laureadísima.

“Que sí, Amparo, que tienes que empezar a salir. Ve poco a poco, pero empieza ya. Primero un paseo cortito, hasta la esquina, y luego, cada día un poco más hasta que te recuperes del todo”.

Yo intenté explicarle otra vez que no me siento segura, que necesito moverme en un lugar que conozca al dedillo, donde sepa que está cada cosa. Aquí el librero de la abuela, con sus tres figuritas de Lladró y el portarretratos con la foto de Sebastián con uniforme de gala; cuatro pasos más allá, el recodo del pasillo y a la derecha la puerta del salón, cinco pasos hasta el sofá y sortear la mesita del teléfono con cuidado de no darle un golpe a la lámpara de pie, los cojines pegados al respaldo y el mando de la tele en la esquina izquierda de la mesita baja, al lado del Hola. Y así todo. Y que si no es así me descentro y me da la ansiedad y me empieza a entrar el miedo a caerme de espaldas y de ahí al ataque de pánico hay un paso.

Pero no le convencí y, aunque no las tenía todas conmigo, decidí hacerle caso, por si por una vez fuera a tener razón. Más que nada para que luego no dijera que si no sigo sus recomendaciones no me voy a curar nunca. Me puse una tarea sencillita y me lancé a la calle.

Juro que yo iba con la mejor predisposición, de verdad, dispuesta a superar la prueba, incluso contenta si no tenía más remedio que darle la razón al doctor Sugrañes. Pero no pudo ser.

Ya desde el principio tuve la sensación de que las cosas iban mal cuando vi que la puerta de cristal, una de esas tan listas que se abren y se cierran con solo mirarlas, no estaba donde había estado siempre. La habían cambiado de sitio y, en lugar de seguir de frente, tuve que torcer a la izquierda. Eso me despistó mucho porque entonces ya no supe si el pasillo que yo buscaba era el segundo o el tercero. Seguí por el tercero pero, para mi desconcierto, terminaba en una bifurcación. Elegí la derecha pero allí no estaba lo que buscaba y además acababa en un espacio amplio en el que hacía mucho frío. Me pareció ver a lo lejos una estantería que me era familiar pero cuando llegué no era la estantería que yo pensaba y entonces torcí a la izquierda por otro pasillo que me llevó a otro espacio tan abierto que casi producía agorafobia, pero al fondo me pareció ver… y fui para allá pero tampoco y giré a la izquierda y llegué al pasillo más ancho pero no vi lo que estaba buscando y decidí regresar al punto de partida pero cuando me di la vuelta no supe distinguir por qué camino había llegado y entonces me entró de golpe toda la angustia y me empezó la opresión en el pecho y el ahogo y los calambres en la piernas y ya no pude más y me puse a gritar pidiendo que me sacaran de allí.

Así que le diré al doctor Sugrañes que lo he intentado pero yo tenía razón, que es demasiado pronto para que yo vuelva a la calle; que bajé a Mercadona y no fui capaz de encontrar la sal.


domingo, 18 de agosto de 2013

ELLOS TAMBIÉN VAN AL CIELO

El pasado jueves, 16 de agosto, en Cambados, nos sorprendió la procesión. Cohetes, gaiteros, banda, autoridades, fieles devotos y... la imagen del santo. Y me acordé de este relato, dedicado en su día a nuestro amigo Dekay y a su familia, que tanto querían a su perra Erka.






ELLOS TAMBIÉN VAN AL CIELO


El veterinario le acarició la cabeza y luego le cogió la pata. Lo último que vio, un segundo antes de que el líquido de la inyección le entrara por la vena, fue la cara del amo, una cara apenada pero que le sonreía, y lo último que sintió fueron sus dedos rascándole detrás de la oreja. Cómo la conocía el amo, cómo sabía qué era lo que más le gustaba. También dijo algo el amo, tal vez “Tranquila, Tana”, que era lo que decía cuando ella se ponía nerviosa, pero no llegó a oírlo.
Cuando despertó, miró alrededor pero no vio a nadie conocido. De hecho, no vio nada. No estaba la camilla a la que la habían subido ni estaban los carteles que tenía el veterinario colgados en las paredes de la consulta. Tampoco tenía alrededor los muros de su caseta ni de frente la pantalla del televisor, que era lo primero que veía cuando se despertaba después de haber dormido la siesta  en el sofá, a los pies del amo. No había nada, ni rastro del ama ni de los niños, solo una niebla extraña en un lugar completamente vacío y una luz muy tenue que no se sabía de dónde procedía.
Levantó la cabeza y olfateó pero el aire no olía a nada en aquel lugar desierto. Ladró un par de veces pero nadie le contestó. Empezaba a inquietarse cuando vio a lo lejos que la niebla se empezaba a disipar. Poco a poco, un haz de luz empezó  a destacarse de la penumbra y contra él se recortó una silueta humana. Volvió a ladrar, por si acaso, pero la silueta se acercaba a ella confiada, tranquila. Cuando estaba a pocos metros logró distinguirla. Era un hombre con barba. Vestía una larga capa y se apoyaba en un bastón de peregrino. Cojeaba un poco de la pierna izquierda. Le gustó.
—Hola, Tana —dijo.
“¿Quién eres?”
—¿No me reconoces? Soy Roque de Montpellier.
“Pues la verdad…”
—No pasa nada, anda, acompáñame.
La voz del hombre era dulce y sintió que podía confiar en él tanto como en los amos. De hecho, desde que él había aparecido, el lugar había empezado a parecerle agradable.
Le siguió a través de la niebla hasta que, a los pocos pasos, se abrió ante ellos el más frondoso parque que Tana hubiera podido imaginar.
“Guauuuuuuuuuuuuuuuu…”
—Es hermoso, ¿verdad?
“Madre mía, ¡cuántos árboles!... y pájaros… y ardillas… y…”
—Y más cosas que te voy a enseñar.
Moviendo el rabo a toda velocidad, caminó detrás de Roque hasta que llegaron a una parcela de césped en cuyo centro se levantaba una bonita caseta de madera. 
“¿Qué pone en ese letrero pintado sobre la puerta?”
—¿Qué va a poner? Pues “Tana”. Es tu casa.
Se acercó y olfateó alrededor de la caseta. Luego pasó al interior, que era muy amplio y tenía una manta de lana, un comedero lleno de sus bolas de pienso favoritas y un recipiente con agua fresca. Qué bien olía también allí dentro… Era un olor distinto a todos los que conocía, tan agradable, tan especial, que parecía llenarla de una paz que nunca había sentido.
—Ven, Tana, vamos al mirador.
De nuevo caminó detrás de Roque hasta que llegaron a una zona del parque llena de pequeños visores. Roque le señaló uno.
—Asómate.
Tana se acercó al visor, miró con atención y, sorprendida, vio a los amos sentados en el salón de su casa. El amo le acariciaba una mano al ama y ella se limpiaba los ojos con un pañuelo. Levantó las orejas y ladró.
—No te pueden oír —dijo Roque.
“¿No? Qué pena… Me gustaría decirles lo bien que estoy, contarles lo bonito que es esto, lo feliz que me siento aquí… Igual si lo supieran no estaban tan tristes”
—No te preocupes por eso, Tana, alguien se lo dirá y entonces se alegrarán por ti.
“Y ahora… ¿quién va a sacar al amo a pasear todas las noches?”
—Tranquila, seguro que se arregla. Los hombres, aunque no lo parezca, están llenos de recursos. Por cierto, mira quién viene…
Tana volvió la cabeza y vio que se acercaba a ellos un ángel moreno, delgado. Llevaba una correa de la mano y vestía la camiseta del Cádiz C.F.
—Venga, Tana —le dijo—, vamos a sacar la basura.
Y Tana fue tras él con trote alegre, las orejas levantadas y moviendo el rabo como una batidora.

domingo, 11 de agosto de 2013

SERIE NEGRA (V): SE VENDE

Una nueva entrega, especialmente dedicada a sus seguidores (Pedro P. Andrés, Carmen Fabre, Lydia Cotallo, Cristina Ares...)






UNA VOCE MOLTO FA


Adela se ajustó el pantalón a la cadera, ahuecó las solapas de la chaqueta vaquera y se estiró la camiseta hasta la frontera del ombligo. Dio un último vistazo a su imagen y, satisfecha, salió de su cuarto y bajó las escaleras con el entusiasmo de una adolescente a la que esperara el chico de sus sueños.
Al llegar al hall se detuvo un instante frente al espejo que colgaba sobre la consola para comprobar la simetría del colorete. Fue entonces cuando oyó la voz de su madre.

—¡Adelaida! —Era un grito— ¿Su puede saber dónde vas con esas pintas? ¿No te da vergüenza? ¡Una mujer de cuarenta años vestida como una quinceañera! 

Su madre siempre había sido así: gritona, dominante, meticona. Adela no podía recordarla de otro modo. Miró al techo, suspiró entre aburrida y resignada y con el dedo anular borró una pequeña porción de perfilador que se salía del margen de la comisura.

—¡Adelaida! ¿No pensarás salir a la calle vestida así, verdad?

Dio media vuelta y abrió con decisión la puerta del garaje. La cerró de un portazo y entró en el coche pero incluso hasta allí llegaban los gritos.

—¡Una furcia! ¡Eso es lo que pareces: una furcia! ¡Ningún hombre decente se ha de acercar a ti!

Pulsó el mando a distancia, arrancó y puso la radio a todo volumen pero no fue suficiente: la voz de su madre seguía llegando hasta sus oídos.

—¡Zorra!

Cuando el portón estaba a media altura, avanzó lentamente marcha atrás. Antes de alcanzar la calle detuvo el coche y miró hacia la primera planta de la casa, hacia la ventana de la que provenían los gritos que, por fin,  ya no se oían.

“Menos mal que fuera de la casa no se oyen”, pensó. “Una lástima tanto esfuerzo... al final... voy a tener que venderla...”

Había sido mucho esfuerzo, sí. Primero había hablado con varios vecinos sobre la intención de su madre de irse a pasar una temporada al extranjero, con su hermano. Adela era hija única pero eso los vecinos no lo sabían. Dos días más tarde, mientras su madre se duchaba, la apuñaló al más puro estilo Psicosis. Su madre era menuda y delgada y eso le facilitó la labor. Durante una semana troceó su cadáver con paciencia de cirujano plástico y lo repartió en porciones que fue enterrando, día a día, en diferentes lugares dentro de un radio que llegó a alcanzar cuarenta kilómetros. Limpió escrupulosamente el baño y, durante los dos meses siguientes, se fue deshaciendo de la ropa de su madre a razón de una prenda por día. La noche que sacaba al contenedor la bolsa que contenía el último para de zapatos, oyó su voz por primera vez.

Tendría que vender la casa, sí: su madre no se callaba ni después de muerta.


jueves, 8 de agosto de 2013

CUALQUIER NOCHE PUEDE SALIR EL SOL

Lo que se en principio se planteó como un reto ad maiorem gloriam de Jaume Sisa, acabó convertido en un homenaje a José Luis Cuerda, el genio que nos regaló "Amanece que no es poco". 




COSAS DE PUEBLO


Nadie parecía recordar la fecha exacta hasta que Filonio, el hijo tonto del tío Bernardo, dijo con su habla babeante que las cigüeñas habían bajado a la plaza el nueve de mayo, que él se acordaba perfectamente porque había sido aquella mañana cuando su prima Sacramento le pilló a solas en la cuadra y estuvo un buen rato tentándole la entrepierna y él, a la vista del prodigio, le puso una vela a San Pacomio, santo del día, y, en agradecimiento, le rezó un Rosario entero, con sus quince misterios.

Lo de las cigüeñas fue solo el principio. Si bien en un primer momento los vecinos asistieron extrañados al fenómeno de verlas pasear por los soportales como si de uno cualquiera de ellos se tratara, lo cierto es que al cabo de unos días se acostumbraron a su presencia patilarga, a su caminar altivo y zancudo, y algunos incluso las saludaban al cruzarse con ellas en la plaza del pilón o en el corro de la iglesia.

Fue a la semana siguiente, en plena pelea del Ramoncín y el Tomasito a cuenta de una canica que, disparada por el primero, había hecho diana en el ojo del segundo, cuando, para asombro de los viejos que tomaban el sol en los bancos de la plaza, los Ángeles de la Guarda de ambos rapaces se enzarzaron en violenta discusión.

—¡A ver si vigilas bien a tu pupilo, so torpe, que casi me deja tuerto al niño!
—Vigila tú al tuyo, leñe, que no es más tonto porque no es más grande. ¿A quién se le ocurre agachar la cabeza cuando el otro va a tirar a guá?

Y siguieron varios minutos hasta que, tal vez convocados por una presencia invisible para los demás, desaparecieron tan rápido como habían aparecido. Ramoncín y Tomasito, perplejos, habían abandonado su propia disputa y no vieron llegar al burro del tío Julián, que hasta aquel momento había estado abrevando en la fuente con indiferencia pollina. El asno se acercó a los niños, miró primero al uno y luego al otro y, finalmente, le dio a Tomasito tal lametón en la cara que se la dejó llena de babas. Pero, para asombro de Ramoncín, que miraba a su compañero de juegos con los ojos abiertos de par en par, el moratón que circundaba el ojo de Tomasito despareció ante su vista en cuestión de segundos.

Por la tarde, todo el pueblo sabía ya que lo del Ángel de la Guarda no era una patraña inventada por el señor cura para que se sintieran menos inquietos por los peligros de la vida y que la saliva del burro del tío Julián tenía poderes curativos.

—¿Pero qué os pensabais, panda de incrédulos? —protestó airadamente el señor cura cuando le fueron con la noticia de los ángeles— ¿Cómo iba yo a engañaros en una cuestión tan importante como Esa? El próximo que me venga con una duda de semejante calibre se lee en penitencia la Summa Teologica, ya os lo aviso.

Por su parte, el tío Julián, para comprobar que lo de su buche no era una broma ideada por el tío Malaquías, que le tenía ojeriza desde que, en sus años mozos, le quitó la novia, se subió a lomos del animal y se dirigió a casa de su sobrina, que llevaba varios días atacada de fiebres. Ni que decir tiene que, en cuanto el burro lamió la frente de la enferma, esta empezó a mejorar y, a media tarde, ya pudo ir al huerto a coger una col y unos pimientos para la cena.

Con todo, lo más asombroso ocurrió el día del Santo Patrón, San Antonio de Padua. En el sermón de misa de doce, el señor cura anunció unas rogativas para pedir la lluvia que tanta falta les hacía después de una primavera particularmente seca. A la salida, cuando casi todo el mundo se dirigía a la plaza para dar el obligado paseo de los días de fiesta o tomar el vermú, alguien echó en falta a las cigüeñas.

—Coño, pues es verdad —dijo el Alcalde—… Igual se han aburrido de andar por tierra y han vuelto a sus nidos.

Pero, a los pocos minutos, un sonoro aleteo llamó la atención de la gente. Al levantar los ojos al cielo vieron una enorme nube, gris y algodonosa, que, arrastrada por el rebufo de una bandada de cigüeñas, llegaba desde el norte.

—¡Mira dónde estaban! —exclamó el señor cura.

Aún no había dado las cuatro de la tarde cuando una lluvia de gotas menudas y lentas empezaba a caer sobre el pueblo.

—Desde luego —murmuró el Alcalde, que se había asomado al balcón al oír el repiqueteo del agua en la barandilla—… al paso que vamos, una noche de estas nos sale el sol.



domingo, 4 de agosto de 2013

SERIE NEGRA IV: FALSA IDENTIDAD

Para Frida y para Carmen Fabre, que gustan de esta serie, el relato que les prometí, el de mi amigo BlackJackk.







EL PROTEGIDO


Salió de la ducha y se miró en el espejo: la frente tersa, el tabique de la nariz completamente recto, los labios carnosos y ni rastro de ojeras. Le sonrió a su reflejo: “Tienes buen aspecto, tío”, le dijo en silencio. “Y también un buen cirujano”, añadió.

Las canas le avejentaban un poco pero, al mismo tiempo, le daban un aire casi intelectual. Con las gafas de pasta y el pelo peinado hacia atrás podía pasar fácilmente por un escritor acomodado que se hubiera retirado unos meses a escribir una novela de espías.

Llamó por teléfono para pedir que le subieran el desayuno a la habitación. Si había algo que le gustaba especialmente de aquella situación era poder tomarse el café en la terraza, mirando aquel mar que asombraba de tan azul y espiando a las turistas que tomaban el sol en la piscina. Y luego fumarse un cigarrillo, el primero de la mañana, el mejor del día, satisfecho y relajado, recordando la vorágine de los meses anteriores y disfrutando el alivio de haberla dejado atrás.

Ya no más viajes al juzgado en coches de cristales tintados, ya no más vivir oculto en pensiones de cuarta categoría o en alojamientos perdidos en el último rincón del mapa, ya no más tipos de pinganillo en la oreja y pistola en el sobaco, ya no más miedo.

Salió a la terraza y se apoyó en la barandilla. Desde aquella altura, todo lo sucedido empezaba a parecerse a un mal sueño: la desaparición de la coca, la implicación de los jefes locales, la persecución implacable del cártel… Le costaría adaptarse a su nueva vida pero, con tiempo, conseguiría olvidar, conseguiría borrar de sus sueños la cara del “Templao” gritándole en los pasillos del juzgado: “¡No te escaparás!”. Con tiempo.

El ropero estaba lleno de prendas veraniegas, ligeras. Escogió un pantalón de lino y una camisa estampada, unas sandalias de cuero. El atuendo típico del turista típico. No le importaba parecerlo mientras estuviera allí.

Al coger la cartera no pudo evitar echarle un vistazo a su pasaporte. Una imagen parecida a la del espejo le miraba con gesto indiferente desde la tercera página. “Te llamas Felipe del Hoyo, tío, no lo olvides, y eres comercial de una empresa de maquinaria agrícola”.

Al encender el móvil apareció una llamada perdida. Era el número de Rosales, su contacto. Seguramente había llamado para darle las instrucciones que, según estaba previsto, serían las últimas. Después, solo quedaría empezar de nuevo. Pero le llamaría más tarde, cuando hubiera desayunado. No pensaba bien con el estómago vacío.

Unos discretos golpes en la puerta anunciaron la llegada de su desayuno. Guardó el pasaporte, se estiró la camisa y preparó una sonrisa cortés para el camarero.

Casi no le vio la cara porque los ojos se le fueron, por pura deformación profesional, a la boquilla del silenciador que asomaba por debajo de la servilleta, pero reconoció la ceja partida del “Templao”, sus ojos saltones, su pelo rojo, su voz de aguardiente cuando dijo:

—Te dije que no te escaparías, cabrón.