Translate

sábado, 31 de agosto de 2013

MANERAS DE PERDER (II)


Para todos pero en especial para Rosa Jaén Moreno (para que se acabe de enganchar.



 FINE WINES AND SPIRITS
(Nico, el de la tienda de licores)

Veintitrés años. Veintitrés años detrás de este mostrador. Lo dices en un segundo y resulta que es más de la mitad de tu vida.
No hay muchas novedades al otro lado del escaparate. Por mucho tiempo que pase hay cosas que no varían, como si su destino fuera, precisamente, hacernos ver el lado inmutable de la vida: fachadas con ventanas de madera en la acera de enfrente, farolas de hierro fundido, escaleras, dos filas de coches aparcados, alguna bicicleta atada a una verja y las mismas caras grises de siempre. Dicen que todo cambia constantemente, que a cada segundo que pasa el mundo es distinto, pero yo, cuando miro hacia la calle a través del escaparate, tengo serias dudas sobre eso. Sin duda ocurren cosas que a cada minuto que pasa hacen que cambie el mundo, pero no es menos cierto que, a veces, nos enseña su cara más estática. Creo que alguien dijo una vez que hay que cambiar para que todo siga igual.
—Entonces viniste a Boston cuando tenías... –quiere saber Santo.
—Catorce —le informo.
Estamos hablando precisamente de eso, de lo mucho que ha cambiado la ciudad en treinta años: barrios de amplias calles completamente nuevos, avenidas, rascacielos, centros comerciales, parques... Sin embargo, hay lugares que siguen igual, como esta calle. Se diría que alguien los ha conservado para, precisamente, recordarnos que a pesar de los cambios hay cosas que siempre serán las mismas. Como el chaquetón de Santo, por ejemplo. Lleva el mismo desde hace diez inviernos. Cuando le digo que ya es hora de que se compre uno nuevo me hace palpar uno de sus faldones y afirma: “Muchacho, ya no hacen paños como este”. Y el gorro de lana verde que se cala hasta los ojos tiene todo el aspecto de haber visto la llegada del Mayflower.
—Es increíble lo rápido que pasa el tiempo —sentencia. Y me hace una señal para que vuelva a llenarle el vaso.
Tengo que ir a la trastienda a por otra botella. Hoy la rodilla me duele como si me la hubieran rellenado con alfileres y los veinte pasos que hay hasta la estantería se me antojan veinte millas. Maldita sea la guerra de Vietnam. Maldita sea la guerra de Vietnam y la de Corea y todas las guerras del mundo. Y malditos sean los que las empiezan, los que las alimentan y los que no quieren que terminen. Malditos todos ellos. Por su culpa casi me remuerde la conciencia por tener solo una rodilla destrozada. Pienso en lo mucho que han perdido otros y me digo que no tengo derecho a quejarme. No solo soy de los afortunados que sobrevivieron a las balas y a las emboscadas del Viet-Cong, al calor, a la humedad y a los mosquitos, a la desesperación y a la locura. Además, soy de los afortunados que pueden caminar con las dos piernas, mover los dos brazos y ver con los dos ojos. Pero lo que yo perdí por su culpa no puede medirse en cicatrices. Yo perdí algo que para mí valía mucho más que una rodilla, que un brazo, que una mente que no ha caído en el pozo del terror. Yo perdí a Amy, la mujer de la que estaba enamorado, la mujer con la que quería pasar el resto de mi vida. Amy me amaba pero no pudo soportar la angustia de saberme lejos y en peligro constante, no pudo soportar la incertidumbre de mi regreso y no me esperó. “Nico”, me escribió, “todas las noches me acuesto pensando que tal vez al día siguiente me llegue la noticia de que te ha ocurrido algo malo y no puedo dejar de llorar”. Cuando volví, se había casado con Murray, con mi amigo Murray, el muchacho soso y desgarbado que no había podido alistarse por su escandalosa miopía. Cuando volví, no me esperaban unas manos y una voz para ayudarme a olvidar el horror que había vivido sino la terrible decepción de verme abandonado por quien yo creía que me iba a acompañar el resto de mi vida. Después de Amy yo no he podido querer a ninguna mujer. Por culpa de los señores de la guerra tengo una rodilla hecha pedazos y perdí a la mujer a la que amaba. Pero no tengo derecho a quejarme. No, señor, no tengo derecho. Otros perdieron mucho más que yo.
De repente, siento envidia de Santo. Es un buen tipo, un cliente de los de antes. Suele llegar sobre las cinco, toma un par de copas, me da un poco de conversación y se marcha a casa a ayudar a su mujer a preparar la cena. La mujer de Santo se llama Nora y se está quedando ciega.
—Sin mí no podría ni encender el horno, muchacho —me dice como si se excusara por no quedarse más tiempo.
Por eso me da envidia. Tiene más de setenta años y una esposa a la que cuidar. Yo jamás tendré eso.
Una mujer cruza desde la acera de enfrente. Me quedo mirándola porque camina como si su cuerpo no pesara, liviana sobre unos tacones altísimos. Tiene bonitas piernas y un rostro de facciones serenas. No puedo evitarlo, es una costumbre de juventud que no ha desaparecido con los años: la imagino con un ligero traje de verano ciñéndose a sus caderas y a sus pechos en cada paso, el escote amplio, el vuelo de la falda en torno a los muslos. Pero lo cierto es que lleva un abrigo negro y una gorra de la que se escapan unos rizos pelirrojos. Me recuerda a alguien. Se detiene frente al escaparate y se queda mirando las botellas de vino.
—No tiene arreglo, Nico —dice Santo, que me ha visto mirarla—: nosotros somos cada vez más viejos y ellas cada vez más jóvenes.
Miro a Santo y sonrío dándole la razón. Es cierto lo que dice: nadie nos salva de la vejez, de la muerte. Y la gente como esta mujer, que casi es todavía una muchacha, nos hace recordar que cada día que pasa nos acerca un poco más al final del camino. No sé cuánto falta para llegar al final del mío pero sé que va a ser muy pesado porque he de hacerlo solo, solo con mis pensamientos y con mis recuerdos, con la amargura de pensar que todo podría haber sido distinto. Intento imaginar mi vida dentro de diez, quince años, pero no puedo. Seguramente las casas, al otro lado de la calle, seguirán igual, con sus fachadas de ladrillo rojo, sus ventanas que tal vez alguien se haya decidido a pintar, y sus viejas escaleras de incendios. Pero yo... ¿cómo seré para entonces? ¿Habré envejecido tanto que no me reconoceré al mirarme al espejo? ¿Habré enfermado y pasaré los días encerrado en casa, llevando la cuenta de las pastillas que he de tomar en la cena? ¿Habré cerrado mi negocio, cansado de la rutina, o seguiré aquí, vendiendo cervezas y botellas de whisky, arrastrando mi maltrecha rodilla, charlando con Santo cada tarde y mirando de vez en cuando más allá del escaparate con la esperanza de que, algún día, Amy me sonría desde el otro lado del cristal?
Miro ahora el rostro de la mujer, sus manos pequeñas, sus labios pintados de rojo. Es guapa. Estoy tan absorto contemplándola que casi no oigo la campanilla de la puerta. Cuando por fin, me vuelvo veo a Luigi que se dirige al mostrador con la cabeza hundida en el pecho. La levanta un segundo para saludarme, le da una palmada en el hombro a Santo y se acomoda en la barra. No creo que venga a por más whisky, el lunes se llevó una botella. Entonces caigo en la cuenta: la mujer del escaparate me recuerda a la chica con la que Luigi estuvo hasta el año pasado, aquella muchacha pelirroja de mirada triste. Creo recordar que se llamaba Miriam.



6 comentarios:

  1. Me encanta el aire nostálgico de este bar, que es una nostalgia de barrio por mucho que esté en Boston :) y Nico, con su soledad y su rodilla dolorosa.
    Precioso, hermana!!

    Besazo de sábado tarde.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. El concepto de "barrio" es sobre todo humano, no urbanístico ni arquitectónico. Así que sí, hermana, tienes razón: es un bar de barrio, con su dueño, su calle y sus clientes de siempre. Esté donde esté.
      Un abrazo muy grande.

      Eliminar
  2. Me gusta, como muy bien dices, son gentes de barrio de cualquier ciudad, aunque cada vez, la gente se vuelva más arisca o quizás sólo sean más maleducados y ni siquiera te contesten al saludo.
    Me gusta, porque habla de gente corriente, con los problemas de cada día.
    Un abrazo, preciosa.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Así es, Rosa. Si Nico se llamara Luis, viviera en Zaragoza y su local se llamara "La tabernita", lo que dice serviría también. El ser humano es igual en todas partes.
      Gracias por leer y por comentar.
      Un abrazo muy grande.

      Eliminar
  3. Por unos breves minutos me he sentido Nico, tras la barra del bar, identificándome con él y sus penas. Eso es lo que tiene ser un nostálgico leyendo una narración tan cautivadora como esta. Tienes una forma que escribir que "engancha" tras leer las primeras líneas. Un saludo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Cómo me alegra lo que dices, Josep, porque es, precisamente, lo que yo pretendía: que el lector se sintiera identificado con los personajes, que viera lo que tiene en común con cada uno de ellos.
      Gracias a ti también por leer y por comentar.
      Un abrazo.

      Eliminar