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viernes, 24 de octubre de 2014

ECLIPSE DE SOL

Sacado del fondo del armario.
Bueno, del fondo no, del segundo cajón.



Foto tomada de www.tripadvisor.com.ar



SUPERVIVIENTE


Miyoko nació el seis de agosto de mil novecientos treinta. El parto se había adelantado una luna y Miyoko nació pequeña, delgada y tan débil que apenas tuvo fuerzas para respirar. Su abuela Mariko la tomó en brazos, le limpió la cara con un lienzo de lino y la puso sobre el vientre de su madre.

—Dale tu calor, Kimiko, o no llegará a ver el sol de mañana.

Miyoko no sabía mamar. Durante sus primeras semanas de vida se alimentó de la leche que su madre, apretándose el pecho, dejaba caer sobre su boca. A pesar de la fatiga, la pequeña se afanaba en tragar cada gota y cuando su madre rozaba la palma de su mano con un dedo, los de la niña se cerraban en torno a él. La abuela Mariko, al ver el empeño de la criatura en seguir viviendo, la miraba con orgullo y decía  en voz baja: "Es luchadora, sobrevivirá".


Cuando Miyoko tenía siete años, la mula de su vecino, el señor Nakamura, la coceó cuando pasaba junto a la cerca y le rompió una pierna. Tuvo una infección tan grande que llegaron a temer por su vida, incluso pensaron que, de salvarse, quedaría coja para siempre. Pero Miyoko, con la misma tenacidad con que había bebido la leche de su madre, luchó contra la fiebre y contra el dolor y, a los pocos meses, caminaba como si nada hubiera sucedido.
El día de su decimoquinto cumpleaños, Miyoko se levantó temprano, puso guisantes y arroz cocido en la caja para el almuerzo y se despidió de su madre.

—Itekimas, okásan.

—Iterasai, Miyoko san.

Cogió su bicicleta y empezó a pedalear fuerte hacia la ciudad. Eran ya las ocho de la mañana y no quería llegar tarde a la escuela. Todos los alumnos habían sido movilizados por una Orden de Gobierno para realizar trabajos de prevención de incendios y el maestro les había insistido en la importancia de la tarea. Si se daba prisa, llegaría antes de las ocho y media.

Eran las ocho y cuarto cuando empezó a cruzar el puente Kyobashi. Miyoko levantó la cabeza hacia el cielo y agradeció el calor del sol y el aire limpio de la mañana. Sonrió al pensar en Yoshio, su compañero de clase, que la víspera la había obsequiado con una sonrisa y con un cisne de papel doblado, y en el regalo de cumpleaños que la esperaba cuando volviera a casa. Fue su último pensamiento antes de que la nube de viento abrasador la engullera e incendiara sus ropas.



Durante semanas, Kimiko curó las quemaduras del cuerpo de su hija. Al caer de la bicicleta, envuelta en llamas, Miyoko había rodado sobre el suelo y, finalmente, había saltado al río. Eso había salvado su vida.


Era una superviviente y había sobrevivido pero hasta que murió, el doce de octubre de mil novecientos noventa y cinco, no dejó de recordar ni un solo día la mañana de agosto en la que el sol había desaparecido ante sus ojos, eclipsado por una nube de uranio preñada de muerte.


4 comentarios:

  1. Terrible historia, no exenta de que se repita en cualquier lugar del planeta tierra.
    Un abrazo.

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    1. Podría ser la historia de cualquiera de los supervivientes de la locura humana, Rosa querida.
      Un abrazo enrome.

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  2. Hay heridas que se curan pero no cicatrizan nunca... Gracias por hacernos recordar con este emotivo y precioso relato.

    Besos y abrazos.

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    1. Ya sabes, niña dulce: de vez en cuando hay que recordar la historia para no repetirla.
      Un abrazo muy grande.

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