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miércoles, 30 de julio de 2014

CRISTALES ROTOS


Atendiendo a peticiones de los oyentes, para M.A.O., ansioso de novedades.






Foto tomada de ariadnatucma.com.ar


EL DESVÁN DE CATALINA


—¡Catalina!... ¡al desván!

La voz de la abuela Elpidia sonaba a silbo agudo, a pitido de cafetera, a cristales rotos. La locomotora que arrolló el carro en el que Catalina y sus padres volvían a casa tenía una chimenea que sonaba igual y también sonó así el frenazo de las ruedas sobre los raíles. Catalina y la mula sobrevivieron. La mula porque iba delante y  Catalina porque iba detrás, sentada en la trasera del carro con las piernas colgando. La mula se la quedó un vecina, pequeña y consumida, en pago por haberse ocupado de los trámites y de los gastos del entierro. A Catalina, doce años recién cumplidos, se la quedó la abuela Elpidia.

—¡Catalina!... ¡al desván!

Cada tarde, poco después de que el reloj de la sala diera ocho rotundas campanadas, Catalina recogía su costurero, su cuaderno, su lápiz y su libro y se preparaba para subir al desván. La abuela Elpidia, torpe y cegata, subía tras ella y trancaba la puerta desde fuera mientras, a través de los huecos de la casa, empezaban a llegar las primeras voces desde la planta baja. Primero se oía a las mujeres, que casi siempre hablaban en voz alta y reían con  carcajadas sonoras y vibrantes; luego, poco a poco, iban llegando los hombres, cuya presencia, más que sonora, era olfativa: el olor a humo de cigarro pronto ascendía y se filtraba por las rendijas de la tarima. A veces también había música, viejas polcas y valses antiguos que sonaban en la gramola que la abuela había comprado en uno de sus viajes a la capital. Más tarde, se escuchaban los pasos subiendo la escalera hasta el primer piso, a veces susurros, a veces risas o pequeños gritos de las mujeres y, casi siempre, el chirrido rítmico de los somieres.

Catalina dormía en un colchón de lana. La abuela Elpidia la despertaba al amanecer, cuando ya se había ido todo el mundo y en la casa no quedaba más que el silencio. Mientras preparaba el desayuno, la abuela, derrengada junto al fogón en su silla de mimbre, le iba diciendo los mandados: que comprara pan y leche, que pasara por la botica y preguntara si había llegado su remedio contra la migraña, que fuera a casa de Dora, la lavandera, a por las sábanas limpias.

Algunas veces la abuela la había acompañado a los recados, sobre todo al principio, cuando tenía que enseñarle dónde se hacía cada cosa.

—¿Y esta niña, Elpidia? —le preguntaban.

La abuela ponía cara de resignación, como si estuviera cumpliendo un castigo por un pecado que no hubiera cometido.

—Se te parece —opinaban.

La abuela argüía que en su familia, al menos en las tres generaciones que ella había conocido, nunca nadie había tenido el pelo rojo y la piel tan blanca.

—Pues los ojos son los tuyos —argumentaban.

Un día que la abuela se había quitado sus gruesos lentes de miope, Catalina había podido ver sus ojos sin el velo concéntrico de los cristales: eran grandes y azules,  como los suyos.



Una noche de primavera, cuando estaba a punto de quedarse dormida, la puerta del desván se abrió lentamente.

—Vaya, vaya —dijo la voz ronca y lenta—... miren lo que guarda aquí la vieja Elpidia.

El hombre era alto y grueso. Embutido en una guerrera oscura cuajada de medallas, arrastraba ligeramente la pierna izquierda, junto a la que se balanceaba el sable.

—No le digas a tu abuela que he venido —dijo más tarde, cuando se iba.

Y la mano en la empuñadura parecía confirmar la amenaza.




Nadie en el pueblo sabría decir cuando empezaron los rumores sobre la rebelión, sobre el Comandante que, en las montañas, estaba  reclutando un ejército de campesinos desesperados dispuestos a acabar con la tiranía del Gobierno Militar. Cuando los vieron llegar de lejos, por el camino de la Sierra, corrieron a encerrarse en sus casas y cerraron puertas y ventanas como si con eso pudieran conjurar el peligro. Una tropa de desarrapados, armados con azadones, guadañas y viejas armas de fuego, atravesó el pueblo de Norte a Sur camino del Valle Hondo. Algunos viajeros de paso dijeron que se les había visto acampados en las lomas de la Peña de Fuego, junto a las cuevas.


Aquella noche de agosto, el bullicio de la sala se apagó de repente, cuando un puñado de aquellos campesinos irrumpió en la casa, y fue sustituido por el estruendo de varias detonaciones, seguidas de un grito coral y desgarrado.

—¡¡¡Viva la revolución!!!

El General saltó del colchón de lana al escuchar los disparos pero no le dio tiempo a coger su sable. Catalina se le había adelantado.

El único homenaje que recibió su cuerpo ensangrentado fue el chillido de cristales rotos de la abuela Elpidia.

6 comentarios:

  1. ¡Por dió, Vichita! Te superas en cada final, nos embarcas, nos traes, nos llevas y luego ¡Zas!
    Un montón de besitos.

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    1. Gracias, Rosa preciosa.
      Muchos besos también para ti.

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  2. Magistral. Tiempo hacía que no leía algo así. Una narrativa propia de los grandes.
    Un abrazo.

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    1. Josep, cariño, qué sagerao, pareces andaluz.
      :-)
      Gracias por estar ahí, tu compañía es como el agua fresca en una tarde calurosa de agosto.
      Un abrazo enorme.

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  3. Preciosa historia y maravillosamente escrita y descrita. Digno de estar dentro de un libro de relatos. ¡Enhorabuena!

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    1. Gracias, Mariló. Es todo un honor recibirte en esta tu caja.
      :-)
      Pasa y ponte cómoda.
      Un abrazo.
      (¿Un café?)

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