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jueves, 31 de enero de 2013

EL EFEBO DEL ÁTICA

Tal vez sería conveniente que el lector, antes de meterse en el relato, conociera la historia del príncipe Hukon... O mejor no, mejor se la contamos al final.





ESTATUA

Lo conoció a los dieciséis años cuando su imagen, desnuda y clásica, apareció de repente en la página veinticuatro del libro de Historia del Arte. Era joven y turbadoramente hermoso. En su quietud petrificada, el peso del cuerpo descansaba sobre la pierna derecha mientras el brazo, ligeramente adelantado, parecía rodear una cintura invisible. Era imposible definir la mirada que, blanca y vacía, podía dirigirse por igual al infinito que a un rostro cercano pero el movimiento que, a pesar de la piedra, sugería el cuerpo, era el que precede a un abrazo.
No tenía nombre propio, solo el común: Efebo, y la indicación de su lugar de origen: el Ática. El pie de foto decía que su belleza estaba al alcance de todos en el Museo de la Acrópolis.

Le pidió a su padre la cámara de fotos y lo fotografió veinticuatro veces variando la abertura del diafragma, la velocidad, la luz... Seleccionó la mejor de las veinticuatro fotos, la amplió a 37 x 57 y la pegó en la pared que quedaba frente a la cabecera de su cama. Todas las noches, al acostarse, miraba largamente su cabeza de rizos blancos, sus brazos fuertes, sus piernas firmes, su torso de atleta y su vientre cuadriculado del que pendía discretamente un hermoso fruto. Adivinaba una espalda recta y unas nalgas tensas. Y antes de apagar la luz le decía: “Algún día iré a verte”


Atenas era blanca, húmeda, cálida y soleada como cualquier ciudad abierta al Mare Nostrum. Llegó a media tarde, cuando el sol se dejaba caer hacia El Pireo y bañaba de luz anaranjada las piedras de la Acrópolis, la cima del monte Likabytos, las fachadas de Plaka. Se bañó lentamente en el agua calda de la piscina de la terraza del hotel y luego se tumbó a la sombra, feliz y acalorada. Paladeó el zumo de naranja helado sin dejar de mirar las columnas de Partenón mientras fantaseaba que su Efebo se consumía de impaciencia en el interior de su disfraz de mármol. “Mañana iré a verte”, pensaba.

Era aún más hermoso de lo que había imaginado. Sobre un pequeño pedestal, blanco como él, su figura desprendía una luz inexplicable y el aire que lo rodeaba  parecía estar a punto de agitarse por un movimiento inesperado.

Recorrió todo el Museo y, cuando faltaba poco para la hora de cierre, se escondió en los baños y esperó casi dos horas, hasta que se apagaron las luces y los ruidos y supuso a los guardas entretenidos con la cena, después de la primera ronda.
Salió sigilosamente y se dirigió a la sala. El Efebo seguía allí, envuelto en la penumbra de las luces de emergencia, inmóvil y blanco, con el brazo ligeramente levantado y la mirada perdida. Se puso frente a él, buscó sus ojos y, sin dejar de mirarle, se desnudó con movimientos ligeros y pausados, como quien cumple devotamente un rito o celebra una ceremonia. Luego, con pasos silenciosos, llegó hasta el pedestal y se detuvo un instante antes de ascender el peldaño que la colocaba a su altura. Notó el frío del mármol en los pechos y en el vientre cuando se apretó contra él buscando acomodo en el hueco de su brazo y luego en las yemas de los dedos cuando empezó a acariciarle el torso y el cuello. Después, lentamente,  se alzó sobre las puntas de los pies, le rodeó el cuello con los brazos y acercó los labios a los suyos. En aquel momento, un relámpago de calor le rodeó la cintura.

Cuando, en la ronda de las tres, los guardas llegaron a la sala del Efebo, vieron con horror que habían robado la estatua delante de sus narices. Para mayor desconcierto, en un rincón de la sala había un montón de ropa de mujer.  

Los periódicos dieron a toda plana la noticia del inexplicable robo de la estatua del Efebo del Ática (atribuida a Praxíteles) en el Museo de la Acrópolis y, en páginas interiores, confirmaban la misteriosa desaparición de una joven turista.


(Y ahora, la historia del príncipe Hukon: cuenta una vieja leyenda del reino de Usil-Hem que el rey Grop, segundo monarca de los Tiempos Primitivos, tuvo un hijo llamado Hukon. El príncipe era apuesto y hermoso pero de carácter arisco y soberbio. Fue su soberbia la que le llevó a profanar las Ruinas Veneradas, restos sagrados de los primeros pobladores entre los que se encontraba la tumba de Isha, la madre del pueblo hemita. Furiosos, los dioses le castigaron a vivir encerrado en mármol hasta que una mujer le besara por amor y solo cuando recibiera ese beso podría regresar a su reino y a su vida)

7 comentarios:

  1. ¡Ay, jamía, que acaba bien y todo, qué detallazo!
    Porque yo me la imaginaba saliendo del Museo con la camisa de fuerza.
    Por el amooor de una mujeeeeeeeeeeeer...

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  2. Un cuento de hadas ¿vivirían felices? Seguro que sí.

    Gracias y más felicidades¡¡

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    1. Seguro que sí, Carmen -contestó ella nueve meses más tarde.
      :-)
      Un abrazo, reina de picas.

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  3. Qué bonita historia y qué bien contada. Si lo llego a saber antes de ir a Atenas…

    Besos y abrazos

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    1. Habrías llegado tarde, Atxía, el príncipe ya había vuelto a su mundo.
      :-)
      Un beso, cariño.

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  4. ¡Qué belleza de amor, jamía! Si es que parecía que una mesma estaba allí. Te diré que una tuvo un amor, tal cual, con el Doncel de Sigüenza, que hasta mi marío y amante, decía: tomaré celos de él. Pero, no ha lugar, siguió mirándome con ojos tristes, sin mover ni una página del libro y .., sin levantarse a saludarme.
    Sujeté bien el brazo de mi amante y le dejé allí plantao al Doncel.
    Es que una es muy digna y más valía pájaro en mano.
    Ahora, lo del príncipe Hukon es, otra cosa.
    Besos para ti, princesa del Pisuerga.

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    1. A veces las estatuas son de un desconsiderado... Mira que ni saludarte...
      Hiciste bien, Rosa. Si se portó así, no se merecía a alguien como tú. Ea.
      Un abrazo, preciosa, y gracias siempre.

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