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viernes, 29 de marzo de 2013

LABERINTO

A todos nos ha pasado alguna vez: de pronto, nuestro cerebro se bloquea y no reconoce ni interpreta lo que está viendo y, por unos segundos, angustiosos y eternos, nos quedamos fuera del tiempo y del espacio, fuera de nuestra vida.
A veces también ocurre en los sueños.








SUCEDIÓ EN EL METRO

Salió del vagón atropelladamente, empujando casi al hombre gordo que se había interpuesto entre él y la salida. Ya sabía que era inútil pero intentaba reducir el retraso de cinco minutos que había supuesto no coger el convoy de las 7:15. Se desabotonó la chaqueta, apretó con fuerza el maletín y se dirigió a las escaleras mecánicas.
Treinta segundos de relajación, de dejarse llevar hacia el nivel superior observando la espalda de la mujer de abrigo negro situada un peldaño más arriba, de mirar sin ver a los ocupantes de la escalera de bajada mientras pensaba una vez más en la Nuria dormida que había dejado en casa, desnuda, el pelo revuelto sobre la almohada, un brazo lánguido asomando por el borde del edredón. Ya se enderezaban los escalones cuando el cartel que pendía del techo llamó su atención: 7-Las Flores, 11-Rivera, 23-Vegaluz. Aquella no era su salida, ¿qué había ocurrido?
Pensó que, sin duda, se había equivocado y había tomado las escaleras de la derecha, qué despiste, cinco años haciendo el mismo camino todos los días y se iba a equivocar hoy, cuando más prisa tenía. Tras un segundo de vacilación se agarró al pasamanos y giró ágilmente hacia la escalera de bajada, justo detrás de una jovencita de pelo rojo y pantalón ceñido, detrás de un joven trajeado que peleaba para acomodar el trolley que sujetaba con la mano derecha y que había quedado suspendido entre dos peldaños, en la profundidad del túnel empezaba a distinguirse el banco de madera pegado al muro, junto a la papelera, pero... en esa pared no había un banco... en esa pared siempre había estado la máquina de chocolatinas...
En el andén los letreros anunciaban la estación y los enlaces: Las Puertas, 28-Camino del Otero, 2-Guadiana, 17-Ayuntamiento. Era absurdo: él no había bajado del tren en Las Puertas. Él había bajado, justo detrás del señor gordo, en la estación de Sotoverde, en la que se podía enlazar con las líneas 4, 14 y 18 pero en modo alguno con 28, 2, 17. ¿O no había sido así? ¿Cabía la posibilidad de que se hubiera equivocado en su estación, en Plaza norte, y hubiera cogido el tren que no era? Pero eso era imposible, desde Plaza norte no se podía enlazar con la 28 y mucho menos con la 2, para llegar a Guadiana desde su barrio había que hacer transbordo. En todo caso... estaba muy lejos de la oficina, la reunión con los compradores alemanes dependía del informe que llevaba en el maletín y que le había costado dos semanas de trabajo, en aquel momento el gerente tenía que estar subiéndose por las paredes. Las 7: 55. Notó la espalda llena de sudor. Tendría que ir a la 17, coger un tren hasta Meridiano y allí enlazar con la 15 que le dejaría, si no había contratiempos, a la puerta de la oficina en treinta minutos, no quería ni pensar en la cara del gerente cuando le viera aparecer con más de media hora de retraso.
Se dirigió al túnel de la izquierda, el letrero lo decía bien claro: 17-Ayuntamiento, y caminó treinta metros antes de desembocar en el andén pero allí los carteles no decían Las Puertas sino La Luz, y los enlaces no eran 28, 2, 17 sino 6, 9, 19 y, de lunes a viernes, 31. Era imposible, en el túnel por el que había llegado lo ponía bien claro: 17-Ayuntamiento, no podía estar al otro extremo de la ciudad. Dio media vuelta y volvió sobre sus pasos pero... se había confundido otra vez, por ese túnel no se regresaba a Las Puertas sino que conducía a Parque Ferial-Jardín Botánico, la estación más al norte. Sacó el pañuelo para secarse la frente, dio la vuelta otra vez y regresó al andén donde un letrero le informó de que se encontraba en Villa Sur y de que podía enlazar con las líneas 5 y 16. Se fijó en otra salida que antes no había visto, se dirigió hacia ella, subió en la escalera mecánicas y ascendió, detrás de un joven melenudo con cazadora de cuero negro, hasta desembocar en Plaza del Mercado, donde, en aquel momento, se detenía un convoy que se dirigía a Estación Central. Por un instante pensó en subirse, bajar en La Glorieta y allí enlazar con la línea 30, pero el maletín se le resbalaba de las manos, tenía la camisa pegada al cuerpo y la boca seca.
No, mejor no. Mejor esperar al siguiente que tardaría, como mucho, cinco minutos. Mejor descansar un momento, relajarse, dejar que el sudor se evaporara. Mientras se entretendría tramando una excusa para el gerente que resultara verosímil, lo bastante para justificar un retraso tan grande justo el día en que tenían la reunión con los alemanes, pero, sin darse cuenta, se sorprendió a sí mismo al pensar que tal vez debería buscar una cabina para llamar a Nuria y decirle que no le esperara a cenar.


5 comentarios:

  1. Ocurre en los sueños… o en las pesadillas. Madre mía qué angustia, qué bien escrito… Aunque no sé de qué me sorprendo :-)

    Yo más que bloquearme, lo que me ocurre es que hago cosas pensando en otras, y así me va. Me monto en el metro y, de repente, me doy cuenta de que todavía no debería ver la luz por las ventanas del comboy, y que… Pero esa es otra historia.

    Besos y abrazos.

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    1. Creo que ya sé qué historia dices.
      Y yo pretendía exactamente eso, cariño: reproducir la angustia de ciertas pesadillas.
      Un abrazo apretadísimo, preciosa.

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  2. ¡Qué angustia, hija mía! Muy bien, Vichoff. Transmite totalmente lo que se persigue. ¡Menuda pesadilla!
    Un beso gordísimo, cariño.

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    1. Qué bien haberte angustiado, Laura.
      Bueno, qué mal. Pero qué bien, tú me entiendes.
      :-)
      Gracias por leer, cariño, un abrazo enorme.

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  3. Angustioso, a mi me pasó no hace mucho, me bloqueé porque no encontraba el billete recien comprado, compré otro. Me dirigí a un vigilante para preguntarle cual era el andén, me indicó el del frente. No suelo frecuentar la estación de Atocha. Lo cogí apresuradamente, en el vagón me di cuenta de que iba en dirección contraria. Volví al punto de partida. Llegué media hora tarde a la cita con mi hija, era tan rocambolesco lo que me había sucedido que no me creyó. Callé el desencadenante, mientras palpaba el billete en el bolsillo de la chaqueta, aún lo tengo con tan sólo un viaje utilizado. Aquel sábado me quedé sin visitar Valladolid.

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