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domingo, 2 de junio de 2013

MANERAS DE PERDER

Casi todos los que se asoman a este blog lo saben pero, por si acaso alguien todavía no se ha enterado, diré que el pasado 24 de mayo presentamos en Madrid, en la Asociación de Escritores y Artistas Españoles (AEAE), mi segunda novela, publicada en la colección Netwriters de la editorial Atlantis.

Valga esta entrada como comunicado de la noticia y como aperitivo, porque os dejo, para abrir boca, el primer capítulo.

Y valga también como publicidad: no os perdáis el resto de los títulos de la colección. Si os gusta la literatura, aquí la encontraréis en grandes dosis.








NEON BLUES
(Luigi, el solitario)

Hay noches en que lo único sensato que puedo hacer es emborracharme. Si no lo hiciese, lo más probable sería que acabara echándome a la calle, con la rabia reventándome las venas, y terminara a las pocas horas bajo las ruedas de un tren o al fondo de cualquier callejón con una navaja entre las costillas, que es el destino de los insensatos y de los desesperados. Así que me quedo en casa, apago las luces y espero a que acabe la tarde, a que oscurezca más allá de los cristales, y el maldito rótulo de neón empiece su irritante intermitencia: rojo... apagado, verde... apagado, amarillo... apagado, azul... apagado. Y vuelta a empezar, una y otra vez los cuatro malditos colores, hasta el amanecer.
En el dormitorio la luz entra desde arriba, en diagonal a través de la ventana, y se proyecta sobre la cama en un rectángulo de bordes difusos. Abro la puerta y me quedo mirando la colcha como si fuera el mapa en el que he perdido un tesoro y empiezo a recordar otras noches, hace tantos meses que ya he perdido la cuenta, cuando aún podía ver cómo esa misma luz se reflejaba en ella: pelo rojo, pechos verdes, vientre amarillo, muslos azules... pelo verde, pechos amarillos, vientre azul, muslos rojos... Yo besaba el amarillo en su boca, el azul  en sus pezones, el rojo en su pubis, el verde en sus rodillas; me arrodillaba entre sus piernas y ascendía hasta encontrarme el azul en su pelo, el rojo en su cuello; esperaba hasta que el verde llegaba a sus ojos.
Una rabia sorda, ácida, empieza a empujar desde la boca del estómago, me encoge los pulmones y me hace cerrar los ojos. Pero incluso con los ojos cerrados puedo verla: pelo amarillo, pechos azules... No puedo soportar esa luz sin curvas, plana y fría sobre el cobertor, así que vuelvo a la sala y me siento de espaldas a los destellos, cojo la botella y mi vaso favorito (tan favorito como que es el único que queda, todos los demás los he ido estrellando contra la pared, noche tras noche) y me quedo tirado en el sofá hasta la madrugada, los ojos abiertos de par en par, sin asomo de sueño, viendo un canal de esos en los que solo ponen películas porno. Pero ni así consigo exorcizar su recuerdo.
Se lo cuento a Nico, el de la tienda de licores. No todo, solo lo del insomnio.
—No es el alcohol, Luigi —me dice alargándome la segunda botella de la semana. Y estamos a miércoles—, es tu  cerebro.
     Nico sabe lo que pasa. Íbamos a menudo a comprar cervezas o a tomar una copa porque su tienda queda muy cerca de casa y él siempre le decía algo agradable a Miriam. “Estás cada día más bonita, muchacha”, o algo parecido, y luego me miraba como preguntándome si estaba de acuerdo. A mí al principio me ponían un poco celoso esas cosas hasta que me dí cuenta de que Nico lo hacía solo por adularme. Así que el primer día que fui solo a la tienda me miró sorprendido.
—¿Dónde has dejado a...?
Pero entonces se fijó en mi cara y no terminó la pregunta. Sin que se lo pidiera, me sirvió el doble de whisky y dejó la botella junto al vaso. Ha tenido la delicadeza de no querer saber qué pasó exactamente, de no pedir detalles, y, quizá por eso, a veces no puedo contenerme y le cuento cosas. Me resulta mucho más fácil contárselas a él que a otro cualquiera. A fin de cuentas, Nico está en su negocio y sé que, cinco minutos después de que me haya ido, habrá olvidado todo lo que le he dicho. Es su trabajo.
—¿Sabes? —le digo—, hay días que me despierto y voy derecho a la cocina a buscarla. Todavía espero encontrarla haciendo café.
—Claro —dice. Y sigue escuchándome con paciencia, asintiendo de vez en cuando, mientras seca los vasos o limpia el mostrador.
Tampoco le cuento mucho más. No me gusta hablar de mí. Recuerdo a Sarah, la de la Escuela de Interpretación. Ella fue la primera mujer con la que llegué a intimar un poco. De hecho, nos estuvimos acostando durante un semestre, pero era solo eso: acostarnos. Bueno, también éramos compañeros, incluso se podría decir que amigos si no fuera porque estoy convencido de que yo nunca he tenido ni tendré nada que merezca ese nombre. Teníamos una buena relación, nada de compromisos, nada de ataduras sentimentales ni de promesas que nadie sabe si va a cumplir. Durante mucho tiempo pensé que había sido injusto con ella, que ella me lo había entregado todo y yo, a cambio, apenas si le había dado unos pocos buenos ratos, pero un día me di cuenta de que había sido justo al contrario: había sido ella la que se había aprovechado de mí, la que me había usado como un juguete al que se coge cariño. Yo creía que en nuestra extraña relación prevalecía mi deseo de no sentirme sujeto a nada cuando, en realidad, era ella la que iba y venía, libre como un pájaro, entrando y saliendo de mi vida a su antojo. Mucho más libre que yo. Porque ella era franca, decidida, se mostraba tal como era sin temor a lo que los demás pudieran pensar. Y yo me ocultaba. Siempre me he ocultado.
—Dios mío, Luigi —me dijo una vez—... ¿cómo puedes vivir con tanto miedo?
—¿Miedo?
Creo que Sarah llegó a conocerme muy bien. Seguramente por eso nunca pensó en quedarse conmigo. Se podría decir que no soy el tipo de hombre más adecuado para formar una pareja y Sarah era una chica muy lista.
—Sí, miedo. Miedo a desnudarte —La miré como si no entendiera: estábamos completamente desnudos sobre la cama, acabábamos de hacer el amor. Pero yo sabía muy bien que no era eso a lo que se refería—... a entregarte, a mostrarte tal como eres...
Bueno... siempre ha sido así. Uno nace de una manera y, por mucho que se empeñe, hay cosas que no se pueden cambiar. Yo nací con miedo y moriré con él. Nunca le diré a nadie lo que soy, nunca me entregaré totalmente. Y lo peor de todo no es eso. Lo peor de todo es que, cuanto más quiero a alguien, más miedo le tengo. Parece una contradicción pero no deja de tener su lógica: las personas que más amamos son las que más nos pueden herir. Leí una vez que hay personas que tienen tanto miedo a perder la felicidad que se resisten a atraparla, aunque la tengan al alcance de la mano, y prefieren dejarla pasar, seguir adelante con una vida sin sobresaltos, antes que arriesgarse al dolor de perderla. Puede que yo sea una de ellas. Cuando acabó el curso, Sarah se fue a vivir con el profesor de Lenguaje Corporal.
Va a tener razón Nico. Lo que tengo hecho un asco no es el hígado, es la cabeza.
No sé quién ha tocado el maldito libro pero está encima de la mesa, asomando una esquina de la portada en la que puede verse un trozo de la frente y un ojo de Leonard Cohen, por debajo de todo ese montón de publicidad estúpida. Algún día, en vez de recogerla y subirla a casa, le prenderé fuego al buzón. Me pregunto a qué clase de mente perversa se le ocurre enviar toda esa porquería. Como si en esta vida algo pudiera arreglarse comprando un set de jardinería, una tabla para hacer abdominales en el salón, un juego de cuchillos de acero inoxidable o un colchón que se infla solo en dos minutos. Bueno, tal vez con el juego de cuchillos sí podría arreglarse algo: siempre se puede usar uno bien afilado para cortarse las venas.
Seguramente he sido yo quien ha puesto el libro sobre la mesa pero no me acuerdo. De un tiempo a esta parte me cuesta mucho recordar las cosas. No todas, claro, solo algunas. Me cuesta recordar su cara, por ejemplo, la sonrisa que solía enviarme por encima de la taza del desayuno, el gesto que ponía un segundo antes de llegar al orgasmo. Hay en mi mente una niebla que emborrona sus rasgos y los veo como si mirara a través de un cristal sucio. Su voz, en cambio, la recuerdo perfectamente. En algunos momentos, sobre todo cuando mi cuerpo se rinde y consigo cerrar los ojos, en ese instante en que parece que voy a conseguir dormir, llego a escucharla, llego a notar su aliento en el cuello. Era un murmullo cálido que iba directamente de mi oído a mis venas llenándolas de un calor inexplicable.
Abro el libro y una cuartilla sale volando en zigzag. Observo su descenso oscilante como si fuera el péndulo de un hipnotizador. Seguramente hay una ecuación matemática para ese movimiento. La recojo del suelo. Es su letra. Leo.
               
  He volado contigo hasta las nubes
   y he bajado de tu mano a los infiernos.
   Por ti conozco el lado luminoso de la vida
   y también el más oscuro.
   Pero hace mucho tiempo que te perdí, que te perdiste,
   y ahora no quiero perderme a mí misma.
   Lo siento, pero no puedo seguirte,
   no te voy a acompañar en este viaje.

   Quiero quererte
   pero cada día me lo pones más difícil

Me quedo mirando la cuartilla, los diez renglones escritos con tinta negra, y, de pronto, la veo sentada en el sofá, con aquel jersey azul tan grande que se ponía cuando estaba en casa y tenía frío, las piernas encogidas y el cuaderno apoyado en las rodillas; imagino su mano apartando los rizos que le caen sobre la cara, su mirada ausente mientras busca las palabras que necesita para decir lo que quiere decir.
Algo empieza a apretarme el pecho, me cuesta respirar y cada vez veo las letras más borrosas. A mi espalda, las luces siguen encendiéndose y apagándose como si fueran los latidos de un corazón artificial y luminoso.
No tengo ni idea de dónde estará en estos momentos pero algo en mi maldito cerebro me dice que nunca ha estado tan lejos.

6 comentarios:

  1. He tenido el privilegio de poder leerla entera y no puedo sino recomendarla de todo corazón. Disfrutadla.

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  2. ¡Artista! ¡Excelsa! ¡Tertuliana! ¡Renacentista!

    Enhorabuena por el nuevo "hijo".

    Una de besos.

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  3. Una de las mejores novelas que he leído, sin exageraciones de ninguna clase.

    Ayer, comentándola con una amiga, llegamos a la conclusión de que sería un excelente guión de cine... ¿ lo habías pensado?

    Besos y, por favor, continúa escribiendo. Es un lujo leerte, querida.

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  4. ¡Qué amigos tengo, por dior! No solo son unos lectores extraordinarios sino que, además, no son nada exagerados.
    :-)
    Muchísimas gracias a los tres (a los cuatro, incluyo a tu amiga, Carmen)porque lo más gratificante que le puede pasar a alguien que escribe es que le digan que lo que ha escrito ha llegado a su destino: el corazón y la mente del lector.
    (Me ha quedao pelín redicho, ¿no? Pero vosotros me entendeis)
    Un abrazo enorme.
    Bueno, no, mejor cuatro abrazos enormes.

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  5. Qué ganas tengo de hincar el diente a esta novela. Mañana mismo. No parece mala idea lo que dice Carmen. Había por NW una muchacha que se dedicaba a hacer cine cuyo nombre no recuerdo ahora mismo. Lo buscaré. Un beso.

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  6. ¡Humm! Este aperitivo me ha sabido a poco y he tenido que ir a leer el "menú" expuesto, por un momento pensé que estaba ante un relato (redondo y no de ternera) y no, se trata de una novela. ¿Qué habrá dejado para el resto de la carta esta vichita?
    Besitos de postre.

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