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miércoles, 24 de abril de 2013

OTRA CLASE DE JUSTICIA

Ya que no soy Dios y no puedo administrar justicia divina, empleo la que está a mi alcance: la justicia poética.









LAS VOCES DE LOS MUERTOS

Desde que huí hacia el norte, hacia las orillas del Báltico, desde la primera noche que pasé en los calabozos de los aliados, ellos empezaron a hablarme.
Al principio sus voces fueron solo un ligero rumor que sonaba lejano en mi cabeza, a duras penas conseguía entender lo que decían aunque distinguía algunas palabras, a veces era confuso porque algunos no hablaban en alemán, pero, poco a poco, sus voces se fueron acercando, los sonidos se concretaron  y empecé a comprender. Eran voces de rostros difusos, cabezas cubiertas con gorras y pañuelos, cuerpos encogidos envueltos en mantas raídas o viejos abrigos, y me hablaban, todos ellos me hablaban sin cesar, de las casas que habían abandonado, de los negocios que habían tenido que cerrar, de su rabino y de su sinagoga, de su barrio, del hijo del que los habían separado, de la anciana muerta en el tren que los llevaba al campo de trabajo, del viaje en medio de la noche, de la angustia de la incertidumbre, del frío de los barracones, del hambre, del miedo… Y no callaban.
No sirvió de nada que mis captores se tragaran la mentira de mi nombre falso y me dejaran en libertad ni tampoco los ocho meses de trabajo en la granja. Había conseguido ponerme en contacto con mi esposa pero la esperanza de reunirme con mi familia se diluía en el coro de voces que no me había abandonado, que ganaba fuerza y potencia con el tiempo, como el arroyo que acaba convirtiéndose en río caudaloso. No gritaban, no chillaban, era un sonido monocorde, monótono, sin matices, pero el ruido crecía en intensidad, como en una taberna atestada de gente en la fiesta de Octubre, y llenaba mi cabeza vaciándola de cualquier sensación o pensamiento. Me aturdía durante el día hasta hacerme perder la noción de la realidad y me hacía enloquecer al ahuyentar el sueño durante la noche.
Yo no sentía piedad por ellos ni lástima. Tampoco, por supuesto,  remordimientos. Yo me había limitado a cumplir con mi deber, como todo buen militar, yo solo había obedecido órdenes y procurado hacer mi trabajo lo mejor posible.
Maldije la mala suerte que hizo que la ampolla de veneno se rompiera justo dos días antes de que los ingleses me encontraran. Pensaba que, de haberla tenido, me habría ahorrado no la prisión ni los interrogatorios ni los juicios, eventualidades que, para un militar bien entrenado, eran relativamente fáciles de soportar, sino trece meses de continuo suplicio; pensaba que, con el veneno, acabaría el tormento de no dejar de oír sus voces hablándome cada segundo, cada minuto, cada hora, día y noche.
Dicen que acepté mi condena a muerte con indiferencia, la misma con la que llegué al patíbulo en el que me ahorcaron. En realidad, me alegré cuando el tribunal de Cracovia puso plazo a mi sufrimiento: la idea de morir no me espantó, por el contrario, fue un alivio para mi mente atormentada, porque estaba seguro de que la muerte acabaría con ellos, con sus voces, con su continuo retumbar dentro de mi cabeza, y yo podría, por fin, descansar.

Pero me equivocaba. Aun aquí, en medio de la inmensa soledad de una nada tenebrosa, aún ahora, sesenta y cinco años más tarde, me siguen hablando.


3 comentarios:

  1. La conciencia que no calla...

    Estremecedor, amiga.

    Besos.

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  2. Ahora entiendo lo de la pluma es más fuerte que la soga (entre otras cosas) :)

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  3. ¡Uff! Es terrible pensar que algunas cosas no desaparecen con la muerte.
    Un abrazo

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