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jueves, 18 de abril de 2013

EL CRIMEN DE LA BIBLIOTECA

Ahora que lo releo... creo que este relato es realmente un cuento de hadas.





LA PROTAGONISTA INVOLUNTARIA


María cerró la puerta despacio, respiró hondo, aliviada, y se sacó los zapatos allí mismo, a la entrada de la casa, apoyándose en la vieja estantería. Avanzó pasillo adelante, con pasos torpes, mientras dejaba rastros por el camino. El abrigo en una silla, la bufanda en otra, el bolso en uno de los pomos del perchero. Cuando llegó a la cocina miró hacia la pila de platos sucios pero no la vio, tampoco vio las dos bolsas de basura que esperaban en un rincón. En el frigorífico encontró una manzana todavía en buen estado, la tomó con desgana y se dirigió al salón, mirándola como si buscara el lugar adecuado para empezar a morderla. Se tiró en el sofá, le dio el primer mordisco y cerró los ojos para olvidarse de los guantes de goma, del olor del amoníaco, de los cientos de metros cuadrados de oficinas que había limpiado desde las cinco de la mañana; de las montañas de ropa que había planchado en la tintorería.

Aquella noche, ya lo había decidido, sería Laura, la protagonista.

No sabía cómo le había ocurrido, a ella, precisamente, que no había podido terminar la secundaria, que pasaba doce horas de sus días trabajando y las otras doce intentando reponerse del cansancio, que a lo largo de su vida no había leído más que media docena de novelitas policíacas. Pero una noche llegó a casa y al tumbarse en el sofá ocurrió. Fue como una revelación, como un relámpago en su mente agotada: sería el señor González, un hombre culto, de brillante carrera, encargado de la biblioteca en la que había aparecido el cadáver de una mujer. Como responsable de la institución, tuvo que atender a la Policía y ayudar en sus pesquisas, explicar la rutina diaria, enseñar las entradas y salidas del edificio, informar sobre los horarios y los trabajadores a su cargo.

La despertó el estrépito del camión de la basura. Frente a sus ojos abiertos, la lámpara del techo rompía la oscuridad de las cuatro de la mañana, hora de levantarse.

A la noche siguiente, también tumbada en el sofá, también con los ojos cerrados, fue el Inspector Castro, un joven con el ascenso recién estrenado, atractivo y educado, riguroso en su trabajo, deseoso de mostrar a todo el mundo sus habilidades investigadoras, y luego fue el señor Sánchez, flaco y un tanto desgarbado, un hombre que a veces llevaba barba y a veces no, un asiduo de la biblioteca que pasaba allí horas y horas consultando un libro tras otro y escribiendo no se sabía qué en un cuaderno de tapas negras. Con el tiempo, el señor González y él habían trabado una cierta amistad y solían ir a tomar café al bar de enfrente.

Luego tuvo un catarro muy fuerte y estuvo varias noches sin poder ser nadie porque el anticatarral que le había recetado el médico llevaba un componente que le daba mucho sueño y se había quedado dormida nada más tumbarse en el sofá, sin que le hubiera dado tiempo a quitarse la ropa, a empezar a soñar. Pero en cuanto se recuperó volvieron sus personajes y fue, sucesivamente, el anticuario que había sido la última persona que había visto con vida a la mujer asesinada, la anciana aristócrata en cuya casa la fallecida llevaba trabajando como secretaria varios años, un antiguo novio de la muerta que había marchado a París a trabajar en un museo y había vuelto hacía pocas semanas sin que se supiera exactamente el motivo de su regreso, el párroco de la iglesia a la que la mujer acudía todos los domingos a oír Misa de doce.

Pero aquella noche iba a ser Laura, la ayudante del señor González, una joven que era todo lo que ella no había podido ser. Universitaria, inteligente, bonita, tan seria y tan elegante con sus trajes de chaqueta y sus blusas blancas cuando iba a trabajar y tan moderna con sus vaqueros y sus camisetas en el fin de semana. Laura era muy lista y había hablado mucho con el señor González a raíz de la aparición del cadáver en el pasillo de “Historia del Arte”, y luego también había conseguido que el inspector Castro, que no había podido resistirse a su habilidad y a sus encantos, le revelara algunos detalles de la investigación. A Laura había empezado a gustarle el inspector Castro y, tal vez por eso, había decidido ir a verle a su comisaría para contarle las conclusiones a las que había llegado por su cuenta.


A pocas calles de distancia del sofá de María, el escritor clicó en la tecla “Cerrar”, clicó en “Sí” cuando la pantalla le preguntó si quería guardar los cambios efectuados en “Misterio en la biblioteca” y decidió que al día siguiente terminaría la novela. Gracias a Laura, la ayudante de la biblioteca, el crimen se resolvería de forma espectacular y sorprendente. Aún no tenía decidido el final pero, probablemente, acabaría mandando a Laura a pasar el fin de semana a algún lugar tranquilo en compañía del inspector que había llevado el caso. También pensó que, tal vez, si el primer libro se vendía bien, podría escribir una segunda parte y continuar con las aventuras del inspector Castro, siempre ayudado por Laura, su sagaz esposa.


Cuando María abrió los ojos, no escuchó el estrépito del camión de la basura ni vio la lámpara del techo rompiendo la oscuridad de las cuatro de la mañana, no llevaba puesta la ropa de trabajo sino un elegante traje de chaqueta azul y, a la luz del medio día que entraba por un ventanal, escuchaba sonriente al policía que, con voz grave, en el mostrador de recepción de la comisaría, le estaba diciendo que avisaría al inspector Castro de su llegada.

4 comentarios:

  1. Podemos ser tantos como queramos... ahí reside nuestro poder.

    Me parece sencillamente, estupendo.

    Besos.

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  2. Desde ambos lados de la pantalla.
    Un beso.

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  3. Es lo que tiene el placer de la escritura, ser bailarina o astronauta. Cómo me gustan tus sorpresas.
    Un abrazo.

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    Respuestas
    1. Exactamente eso es lo que tiene, Rosa: poder ser todas las cosas, vivir en todos los mundos.
      Por eso escribo.
      Besos, cariño, y gracias, siempre.

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