Translate

martes, 1 de abril de 2014

APÁTRIDAS

En especial para MAO, a modo de ilustración de nuestras charlas teológicas.







APÁTRIDAS


Fue mi madre la que me habló de él, el año pasado, en verano.
—Siempre está en la calle de Miguel Iscar, en la acera frente a la casa de Cervantes. Por las mañanas a veces está y a veces no, pero por la tarde, siempre. Y le doy algo, claro. Yo creo que está en una residencia o algo así porque se ve que le cuidan, va muy limpio…
La calle de Miguel Iscar es uno de los tramos del camino más recto entre la casa de mi madre y la mía de modo que es inevitable que, tanto ella como yo, pasemos por allí con relativa frecuencia.
Ayer le tocó a ella. Desde hace unas semanas viene cada tres o cuatro días para que le ponga una inyección. Ácido pantoténico, para el pelo, que dice que se le cae mucho. Cuando se marchó, la acompañé.
—Voy contigo, mamá, que tengo que pasar por el cajero.      
El termómetro de la plaza de Zorrilla marcaba seis grados positivos pero el aire, que había sobrevolado la nieve de los alrededores, dejaba la temperatura en bastante menos.
—Te acompaño hasta la plaza de España.
Como si llevara todo el camino pensando en ello, a la entrada de la calle Miguel Iscar habló de él.
—Cuando pasé antes por aquí ya había llegado. Se estaba quitando el pantalón del chándal. Le he dicho que cómo se le ocurría hacer eso con este frío pero me ha contestado que le da igual, que no lo siente.
Le vi de lejos, entre la gente que pasaba a su lado sin fijarse en él. En un banco cercano, la bolsa de plástico que —pensé— contenía su pantalón de chándal, parecía esperarle; en el suelo, una caja de cartón, abandonada en medio de la acera, solicitaba discretamente una ayuda mientras él paseaba arriba y abajo por delante de la verja de la casa de Cervantes, sin dirigirse a los transeúntes, sin hacer ningún gesto, serio, digno. Busqué el monedero en las profundidades del bolso y saqué un billete de cinco euros.
—¿Eso le vas a dar? —se asombró mi madre.
—Pues sí. ¿No dices que tú cada vez que pasas le das algo? Pues yo, como paso menos, se lo doy todo junto.
—Ya, mujer, pero… cinco euros…
—Seguro que muchas veces me he gastado cinco euros en cosas más tontas.
No dejé el billete en la caja de cartón, tuve miedo de que algún desaprensivo tuviera la poca vergüenza de robarlo. Se lo puse en la mano al pasar a su lado.
—¡Qué cara de alegría se le ha puesto! —dijo mi madre cuando le dejamos atrás.


Bajé con el perro a media tarde, justo cuando empezaba a llover. No me entretuve mucho, no llevaba paraguas y no me apetecía mojarme. Cuando volvíamos a casa me acordé de él, de que, seguramente, estaría en la calle de Miguel Iscar, paseando frente a la Casa de Cervantes con las piernas desnudas, aguantando el frío y aquel aire que convertía las gotas de lluvia en alfileres de hielo.
—Voy a hacer un recado —le dije a mi marido.
Y me fui a la calle de nuevo, esta vez con paraguas.

Allí estaba, la bolsa de plástico descansando en el banco, la caja de cartón en el suelo. Sus piernas no son más gruesas que mis muñecas. Una extraña mezcla de malformación y parálisis hace que sus movimientos se asemejen a los de una marioneta torpemente manejada y que cada uno de sus pasos parezca el fruto de un esfuerzo titánico.
Hoy tampoco he dejado el dinero en la caja.
—¿Por qué no te vas a casa? Hace mucho frío.
—Hoy día tres, último día para pagar alquiler y yo no tengo todo dinero que hace falta, ciento cuarenta euros…
Tenía razón mi madre: va limpio. Es más, huele bien, a ropa recién lavada. Es joven, moreno, muy delgado. Y sonríe.
—Yo trabajo una hora más y me voy… Si no pagas alquiler no quedar en habitación…
Me hace gracia ese “yo trabajo” y, por un momento, siento la tentación de darle los ciento cuarenta euros y mandarle a casa. Pero me desconcierta su sonrisa, su entereza, su dignidad.
—¿De dónde eres?
—De Bulgaria.
Aún tengo apretada su mano, noto el calor de las monedas. Presiono un poco más fuerte y sonrío para despedirme.
—Adiós.
—Adiós.

Vuelvo a casa por otra calle, esquivando los canalones que escupen chorros de agua y los paraguas de los demás transeúntes. No puedo evitar pensar que mi hija pequeña es capaz de gastarse ciento cuarenta euros en llamadas de teléfono y maldigo este mundo desquiciado, enloquecido, estúpido.
Algo que no es lluvia me moja la cara mientras pienso que un mundo así no puede ser mi patria.
Ni la de nadie.

2 comentarios:

  1. Qué hermoso retrato de una escena tan triste y tan injusta... Por desgracia tan cotidiana, tan presente, que acabamos por no verla.
    Montón de besos, hermana.

    ResponderEliminar
  2. Me has removido la conciencia.

    Gracias, reina y un beso

    ResponderEliminar