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martes, 22 de octubre de 2013

ANATÓMICO FORENSE


¿Serie Negra? No sé, no lo parece, pero tal vez... 






LAS ÚLTIMAS COPAS


El doctor Lapuente apagó la luz de su despacho, cogió su portafolios y salió a la penumbra del pasillo donde la limpiadora comenzaba su turno.

—Hasta mañana, Josefina.
—Hasta mañana, doctor.

La mujer acompañó su saludo con una leve sonrisa que siguió al doctor hasta el aparcamiento del Anatómico Forense. Quizás aquella sonrisa, vecina al palo de la fregona, había sido lo único agradable de una jornada marcada por las malas noticias: una carta del banco le había notificado el lamentable estado de su cuenta corriente, todavía deudora de su ex-mujer; su hermana le había llamado para decirle que su padre había sufrido un nuevo ataque; su hijo le había comunicado, por correo electrónico, que había aceptado la oferta de la empresa y que a primeros de mes tenía que estar en Dubai.

Después de ocho horas a la intemperie, el interior del coche había sido invadido por una fría humedad que intentó disolver poniendo el aire acondicionado y la calefacción mientras conducía hacia el extremo opuesto de la ciudad. Allí, en una de las calles amplias y solitarias cercanas al parque, la barra del Edimburgo le esperaba como cada noche.

Tal vez la penumbra y una melancólica música celta no sean la compañía más adecuada para alguien que rebosa soledad, tal vez el whisky no sea el amigo ideal para alguien que ha perdido la costumbre de hablar con los demás para otra cosa que no sean necesidades laborales o convenciones sociales, tal vez el silencio no sea la medicina indicada para alguien que pasa ocho horas al día rodeado de cadáveres. Pero la decoración del pub produce un efecto casi acogedor, el barman tiene la virtud de parecer, sin serlo, un confidente, el taburete recibe su cuerpo cansado casi con la misma eficacia que un sillón orejero y las cuatro o cinco copas que bebe cada noche le permiten hacerse la ilusión de que olvida.

Y además está la muchacha. Casi siempre al otro extremo de la barra, casi siempre vestida con faldas cortas o con escotes que rozan la provocación, casi siempre fumando un cigarrillo tras otro y consumiendo su bebida en un lento y estudiado ritual… Casi siempre sola.

No había hecho falta que el doctor Lapuente preguntara por ella. Sin que nadie se lo hubiera pedido, el barman le había puesto al corriente: era nueva, era amiga de “alguna de las del parque” aunque más discreta que ellas, rusa o búlgara o de algún lugar muy al Este. Alguna noche, no muchas, había salido del Edimburgo acompañada.

Era menuda, tenía la piel pálida, el rostro pequeño y los ojos azules. Se movía con la precaución del animal que aún no conoce el territorio en que se adentra. Incluso cuando, con un lento ademán, se apartaba de la cara un mechón de rizos rubios, su gesto estaba impregnado de cautela.

Por un momento, el doctor Lapuente se imaginó acercándose a ella, hablándole torpemente con unas pocas palabras rusas que aprendió de pequeño, alargando la mano para apartar de su cara un mechón de rizos rubios que no dejaban ver los labios jugosos, serenos. Imaginó una sonrisa, una mirada que prometiera un mundo y una respuesta. Imaginó…
—¿Le pongo otra? —preguntó el barman.

Como cada tarde cuando empujaba la puerta de su despacho, el doctor Lapuente pensó en las ventajas de empezar a trabajar a las tres. El edificio se vaciaba casi por completo a esa hora y entre aquello viejos muros de ladrillo rojo solo quedaba el personal necesario para trabajar sin interferencias administrativas. No se perdía el tiempo atendiendo llamadas ni acudiendo a los requerimientos de los superiores ni charlando en los pasillos con cualquier ocioso. El horario le permitía también dormir hasta tarde, levantarse con el tiempo justo para ducharse, leer el periódico, comer algo y salir hacia el Instituto. Solo con imaginar una jornada con toda la tarde libre se ponía enfermo.

Así, con ese horario contracorriente, era más sencillo hacer frente a la vida cotidiana, ponerse la bata, los guantes, la mascarilla, las gafas protectoras, entrar en la sala de autopsias y dirigirse a la cámara número ocho, donde le esperaba su trabajo. Así, con una rutina en la que no quedaba tiempo para pensar, resultaba mucho más fácil enfrentarse al contenido de la bandeja, tapado con la sábana como todas las bandejas de su vida, aunque al tirar de esta aparecieran un cuerpo menudo, unos rizos rubios, unos ojos que supo azules aunque estuvieran semicerrados, unos labios, ahora secos pero aún serenos, que podían haberle prometido un mundo.



4 comentarios:

  1. Pues a mí sí que me lo parece pero, sea como sea, me ha parecido una historia bellamente contada.

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    1. Gracias, Josep.
      No sabes la ilusión que me hace que te guste lo que escribo.
      Un abrazo.

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  2. .
    Los bebedores de gimlets arrastran graves problemas de soledad, Vichoff (¿o el cóctel de la foto es un Mint Julep?)... Lo malo fue cuando ambos descubrieron que bebían lo mismo.

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    1. Gimlet, creo, Sap . El mint julep lleva hierbabuena. Aunque para ser un gimlet es demasiado verde... ¿Tal vez un Kyoto cóctel?
      Un beso enorme, sevillano.
      (No estoy muy segura de que no bebamos todos lo mismo)

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