Otro relato acorde con la fecha. Si no me equivoco, es de los que le gustan a Sap.
MEDICINA Y CARIDAD
Don Cosme Gredilla Cifuentes (“Cosme, el del segundo” para los vecinos más antiguos, “Don Cosme, el del andador”, para los vecinos del barrio) se bajó con evidente dificultad del taxi que le había dejado en la puerta de Urgencias del Hospital. Caminó lentamente hacia la entrada y, cuando divisó a los celadores, dobló ligeramente la espalda, se llevó una mano a la cintura y, con gesto dolorido, les hizo señas para que le acercaran una silla de ruedas.
Un joven delgado de facciones agradables se apresuró a coger la que tenía más cerca, la condujo hasta él, le ayudó a sentarse y le acercó a la ventanilla.
—¿Qué es lo que le pasa? —preguntó la señorita de recepción después de haber tomado nota de sus datos personales.
Don Cosme reprimió un quejido al contestar.
—Un dolor, hija mía… qué dolor… no me ha dejado dormir y me está matando. Mire, me empieza por aquí…
—Bien, no hace falta que me lo cuente. Pedro, llévale a la sala de espera. Le avisaremos por megafonía, Cosme.
La sala de espera del Servicio de Urgencias del Hospital era, como todas las salas de espera del mundo, impersonal y desangelada, pero don Cosme ensayó una sonrisa cuando el celador aparcó la silla de ruedas en un rincón desde el que se veía la tele. Era la hora de su concurso preferido y Don Cosme prestó atención al presentador pero, al ver que habían eliminado a su concursante favorita (una chica joven y listísima que se sabía todas las respuestas), apartó la vista de la pantalla y se dedicó a mirar alrededor.
Justo debajo de la repisa en la que descansaba el televisor estaba sentada una mujer de unos treinta y tantos años, morena y pálida, que le recordó a su hija Marialuisa. Marialuisa se había ido de casa muy joven, detrás de un novio que tenía entonces y que la había dejado tirada, sin dinero y sin casa pero con una adicción a la heroína que amenazaba con matarla. En vez de volver con sus padres, Marialuisa prefirió ingresar en un centro de desintoxicación y no habían vuelto a verla. Ni siquiera había acudido al entierro de su madre y, aunque escribía de vez en cuando diciendo que estaba bien y que ya no se metía nada, Don Cosme sentí una punzada de dolor en medio del pecho cada vez que pensaba en ella.
Todo lo contrario que Jorgito. Qué cosas, dos hermanos, dos hijos del mismo padre y de la misma madre y tan distintos. Jorgito había sido un niño muy estudioso, muy trabajador, había sacado su carrera de ingeniero a razón de un curso por año y al terminar le estaban esperando, a la puerta de la Facultad , como quien dice, con un contrato de trabajo que tenía la cifra del sueldo en blanco. Lástima que la empresa fuera extranjera. Jorgito había acabado en los Estados Unidos, en Ojayo (aunque se escribía “Ohio”, ya se sabe lo raros que son los ingleses pronunciando) y solo veía a su padre una vez al año, dos si había suerte y su mujer (una americana pelirroja llena de pecas que hablaba como si mordiera) le dejaba ir en verano.
La megafonía anunció su nombre y le rogó que pasara a la sala número cinco. A los pocos segundos, el celador joven de facciones agradables apareció en la puerta, se acercó a él y empujó la silla hacia la salida.
Don Cosme recompuso el gesto: se llevó de nuevo una mano a la cintura mientras apoyaba en la otra la cabeza y arrugaba la cara en muestra de un dolor casi insoportable.
Diría que notaba un dolor terrible en la espalda, a la altura de los riñones, tan intenso que le encogía la pierna derecha y no le dejaba dormir. Como era viernes y la tarde estaba avanzada, entre los trámites, los análisis de rutina y las radiografías, se echaría la noche encima. Le ingresarían en la planta de trauma y, con el fin de semana de por medio, hasta el lunes no empezarían a hacerle pruebas. Él seguiría quejándose de tremendos dolores y los doctores le pedirían análisis y radiografías y resonancias y de todo para dar con la causa de su mal. Así iría pasando el tiempo, una o dos semanas, mejor si eran tres, y, mientras los médicos buscaban el origen de su dolencia, él estaría en el hospital, acompañado, calentito y comiendo cinco veces al día; no tendría que gastar en comida ni en luz ni en calefacción, y podría estirar su pensión un poco, no mucho, solo lo suficiente para subir la cuesta de enero.
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ResponderEliminarEn efecto, sabes bien cuál es mi ley, Vichoff: Toda historia con ingredientes suficientes como para transformarse en película de Berlanga, Masó o Forqué y capacitada para albergar en su reparto a José Isbert, Manolo Morán, Tony Leblanc, etc. y trasladable a cualquier tiempo... arf, arf... me place mucho.
En otro tiempo, en blanco y negro, ¿no podría encarar a don Cosme Pepe Isbert o Alberto Romea? Pues eso. Que yo encantado de la vida con tus películas.
(¡¡¡Vichooooofff, que sales a Tinterazo por día, criatura!!! ¡Qué marcha! ¡me tienes con la lengua fuera!)
:-*
Pepe Isbert lo habría clavado, Sap, sem dúbida.
EliminarNo te preocupes, un día de estos se me acaba la reserva (gran reserva), osea, el fondoarmario, y vuelvo al relato semanal.
:-)
Un abrazo, cosa bonita.