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sábado, 28 de septiembre de 2013

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En Dueñas, el pueblo en el que pasé la mayor parte de mi infancia, a los perros se los llamaba genéricamente "chitos". "¡Quieto, chito!", "Ábrele la puerta al chito", "Dale el pan al chito".
Valga este relato como pequeño homenaje al lugar y a las gentes que, siguiendo a Rilke, configuraron buena parte de mi patria.






BLUES


Estaba tan absorto en la contemplación de la chimenea apagada que no se percató de la lenta aproximación de Chito. El perro se había acercado con pasos cortos y silenciosos, se había sentado entre sus piernas y, topando suavemente en sus manos, había reclamado atención y caricias.

—Hola, Chito —murmuró Jesús, y empezó a rascarle detrás de las orejas.

El animal levantó unos ojos interrogantes y tristes.

—Sí, se nos ha muerto el amo —contestó Jesús a la pregunta del perro—, ya lo sé. Pero tú no te preocupes…

Chito había llegado a la casa once años atrás para sustituir a Tron, que había muerto de viejo. Casi desde el principio, se entendió con Aniano, el padre de Jesús, como si le leyera el pensamiento.

—¡Chiiiiiiiiiiiiito! —llamaba Aniano, alargando la vocal—… chisss, chisss, chisss…

Y, solo por el tono de voz, el perro sabía si tenía que reagrupar el rebaño, ir en busca de un cordero remolón o azuzar a los animales para emprender el regreso.

Aniano había sido pastor desde los doce años, primero de ovejas ajenas, luego, tras mucho esfuerzo, de las propias. Había conseguido aprender a leer y a escribir y, a pesar de no haber ido a la escuela más que lo imprescindible, en su zurrón los libros habían hecho compañía a la comida y a la bota de vino. Por eso, cuando el maestro dijo que Jesusín era un chico muy inteligente, que podría estudiar lo que quisiera, Aniano no dudó en mandarlo a la capital para que hiciera el bachillerato y una carrera en la universidad.

Colgada sobre el aparador, sin nada alrededor que distrajera la atención de su marco de madera tallada, la orla de la Facultad de Derecho proclamaba que en aquella casa, en aquella familia, había un licenciado.

Jesús siguió pasando la mano por la cabeza peluda con movimientos pausados, rituales. “Es curioso -pensó de pronto- me sé casi de memoria la ley de Enjuiciamiento Civil pero no sabría distinguir una espiga de cebada de una de centeno”. La mirada se le detuvo en el estante sobre el que aún destacaba el viejo radiocasete.

—¿Qué música es esa? —había preguntado su padre al oír la última canción de la cinta.
—Es blues, padre.

Ramiro, el hijo del médico, le había pasado a Jesús una cinta con una selección de canciones que había grabado de un programa de radio.

—¿Blus? ¿Eso qué quiere decir?
—Es una clase de música, la hacen los negros de los Estados Unidos.
—Suena un poco triste pero me gusta.
—Es una canción funeraria.
—¿Funeraria? Hum… es triste pero no fúnebre… ¿Seguro que es funeraria?
—Seguro, padre.
—En ese caso —Aniano había dudado un segundo antes de concluir—… en ese caso es una canción para alguien que haya muerto en paz.

Seguramente su padre tenía razón. Era una canción para alguien que hubiera muerto conforme con su existencia, con su destino y con su final; para alguien que hubiera muerto con la conciencia tranquila porque había cumplido siempre con su deber y que no dejaba ningún asunto pendiente.

Se acercó al estante, cogió la cinta y se la echó al bolsillo. Chito le siguió hasta la calle y le acompañó hasta la puerta de la Iglesia.

En el funeral de Aniano no sonó el “Adagio” de Albinoni ni el “Canon” de Pachelbel, ni siquiera el “Aria de la Suite en Re” de Bach. En el funeral de Aniano sonó la “Funeral music from Mississipi John Hurt”, de John Fahey.

A la mañana siguiente, Jesús se levantó antes de que amaneciera. Buscó el zurrón de su padre y metió pan, queso, chorizo y vino, pero no cambió el libro que su padre estaba leyendo. Se puso una vieja zamarra y, con el perro pegado a sus pasos, salió al corral. Junto a la puerta del aprisco descansaba el cayado con el que su padre había salido a pastorear toda la vida.
La cancela chirrió al abrirla.

—¡Chiiiiiiiiiiiiiiiiiiito! —llamó Jesús, alargando la vocal—, chisss, chisss, chisss…

Y, solo con oírle, Chito supo que tenía que entrar al aprisco y azuzar a las ovejas para que salieran hacia la trasera, para que emprendieran camino hacia las eras en las que pastarían hasta el anochecer.

martes, 24 de septiembre de 2013

PALABRAS

El desasosiego del estribillo macachón hecho realidad.



 





PAROLE, PAROLE



“Parole, parole, parole…” La canción le volvía a la cabeza con la irritante insistencia de un vendedor de telemárquetin, repetitiva, obstinada. Había sonado a primera hora de la mañana y se le había metido en casa y en el cerebro, transportada por una nube de vapor, a través de la ventana del cuarto de estudio, que daba al patio de luces; todo parecía indicar que, en el piso inferior, algún vecino con severa hipoacusia se estaba duchando con agua casi hirviendo a pesar de que, según el informativo radiofónico, la temperatura ya superaba los veinticinco grados. “Hay que estar loco”, pensó, y se puso un café muy cargado porque, por culpa de calor, había dormido poco y se había despertado agobiado y sudoroso. La música cesó pero eso no fue suficiente para borrarla de su mente.

“Parole, parole, parole…” ¿Quién podría ser el trastornado que…? No podía haber muchas opciones, lo más probable era que en la finca quedaran a lo sumo cuatro o cinco vecinos; el resto había salido, huyendo del aire sahariano, hacia la costa donde, aunque los pronósticos decían que las temperaturas también serían altas, existía al menos el consuelo de la cercanía del mar. Quizás era Genaro, el anciano que vivía solo en el primero A… Pero no, la víspera se había encontrado con él en la escalera y le había dicho que se iba con sus hijos al chalet… Tal vez Emilio, el joven perito grafólogo del primero B… pero tampoco: los sábados, Emilio acudía muy temprano a su cita con la Filmoteca… Sólo quedaba el primero C pero no recordaba quién vivía allí. La canción volvió a sonar a mediodía, acompañada esta vez de un agradable olor a sofrito de cebolla. No se oyó la protesta de ningún vecino, seguro que en el edificio solo quedaban el loco sordo de la ducha caliente y él.

“Parole, parole, parole…” No apetecía comer nada con aquel calor, con aquel aire caliente que parecía capaz de secar los pulmones y que agotaba las fuerzas al menor movimiento, la sola idea de coger una cazuela o una sartén y encender un fuego de la vitro le mareaba. Mejor un poco de gazpacho, aunque fuera de bote, un poco de gazpacho y un helado, sería suficiente para coger fuerzas y ponerse a trabajar. El frasco vacío sobre la mesa le recordó que tenía que comprar otro tintero pero esperaría al lunes, no pensaba salir de casa mientras durara aquella pesadilla climática.

“Parole, parole, parole…” El ventilador no hacía otra cosa que mover la arena microscópica suspendida en el ambiente pero no quiso apagarlo: verlo en marcha le permitía mantener la ilusión de que tenía algo con lo que defenderse.

“Parole, parole, parole…” Mierda de estribillo, si al menos le gustara… Pero los solistas italianos nunca habían sido santo de su especial devoción, siempre había preferido, con diferencia, a los melenudos de Liverpool o a los dos judíos, el canadiense y el de Minnesotta. Imposible hacer nada aquella tarde, hasta el rincón más fresco de la casa parecía estar junto a la puerta abierta de un horno. Mejor una ducha, fría, por supuesto, y luego se tumbaría en la cama e intentaría sacarse de la cabeza aquella musiquilla estúpida.

La canción rompió el silencio del atardecer y su sueño recién iniciado con la potencia de muchos decibelios.

—Parole, parole, parole…

Furioso, se levantó bruscamente, se asomó a la ventana y pidió a gritos que quitaran la música. A los dos segundos, la respuesta fue un considerable incremento del volumen. Soltó una maldición, se puso una camiseta y se precipitó escaleras abajo dispuesto a partirle la cara al sordo del primero C. Aporreó la puerta y esperó unos segundos. La canción se oía en el descansillo como si hubiera un altavoz en el techo. Iba a golpear la puerta otra vez cuando oyó el clic de la mirilla al abrirse y cerrarse. Un instante después, la puerta empezó a abrirse lentamente.

—Vaya, vecino —dijo la mujer, gloriosamente envuelta en una toalla de baño—… Le ha costado venir a verme —Le miró con ojos soñadores—… ¿Le gusta la tortilla de patata?  

jueves, 19 de septiembre de 2013

CONDENA

El Infierno puede tener tantos matices...







THE BRIGHT SIDE OF THE ROAD


Le habría gustado olvidar todo lo sucedido, sobre todo lo ocurrido después de la fiesta, pero era evidente que nunca podría hacerlo.

Una noche más, en medio de esa oscuridad incierta que precede al alba, recorre la senda de grava que lleva a la salida de la finca de su hermano y a la carretera comarcal. En los dos segundos que se demora antes de girar a la derecha para enfilar el camino de vuelta a casa, a la ciudad, vuelven las imágenes, perfectamente ordenadas, a velocidad de vértigo.

Allí estaban su hermano y su cuñada, perfectos anfitriones de sonrisa falsa, recibiendo a sus invitados, los socios de la empresa, los políticos del ramo… y también estaba ella, de pie en el grupo de los banqueros y periodistas  amigos, bebiendo champán a pequeños sorbos, hermosa como una deidad pagana. Con una excusa banal, abandonó a Alicia en un corrillo de esposas y se dedicó a averiguar, disimulando su interés, quién era ella y qué hacía allí, y luego a seguirla de lejos durante casi toda la velada, hasta que consiguió que ella le viera, se fijara en él y le dedicara una sonrisa que le derritió la espina dorsal. “Cuando quieras nos vamos”, le había dicho Alicia en un momento entre las tres y las cuatro de la madrugada. “¿Qué prisa tienes?”, había contestado él mientras cogía al vuelo una copa de una bandeja que pasaba a su lado. “¿Cuántas llevas?”. “No te pongas pesada, ésta es la última”. Pero hubo tres últimas copas más antes de lograr un breve acercamiento a la diosa, de averiguar su nombre y de conseguir algo que podría parecerse a una promesa de cita. Cuando se sentó al volante, una euforia desconocida le tensaba los nervios.

Condujo rápido a través de la oscuridad, solo los conos de luz de los faros iluminaban brevemente la carretera que desaparecía bajo el coche a toda velocidad. La emoción de ver las curvas apenas un segundo antes de llegar a ellas le aceleraba el corazón y le acercaba al éxtasis. Alicia aguantó la primera media hora pero el amanecer agotó su resistencia. “Como sigas conduciendo así nos vamos a matar”. “No digas tonterías, he hecho mil veces esta ruta, podría conducir con los ojos cerrados”.

Pero no los cerró y, a la salida de una curva, la luz del sol naciente le dio de lleno en los ojos y le impidió ver el trazado. Se estrellaron contra el trozo de  pared montañosa mejor iluminado, el rostro ensangrentado de Alicia le miraba desde el asiento del copiloto.


Y una noche más, como todas las noches desde entonces, sube al coche, sale de la finca de su hermano y conduce a toda velocidad por la carretera que baja de la montaña. No vuelve la cabeza pero sabe que, desde el asiento de al lado, Alicia le mira con el rostro ensangrentado, no deja de mirarle en todo el trayecto, hasta que se salen de la curva y se estrellan contra la pared de la montaña, en el lado iluminado de la carretera.


sábado, 14 de septiembre de 2013

CROSSROAD

Un relato de BlackkJack. Es un poco relato-cómplice, un poco Serie Negra... Para saber más, solo hay que decirle al tío Gúguel que busque a Robert Johnson, su historia, su leyenda y lo que se cuenta sobre cómo murió.
Para todos pero, especialmente, para Pili Albertos, estoy segura de que le gustará.





Imagen tomada de www.robertjohnson.it




EL PACTO



El bar está casi a oscuras. El dueño y su esposa, únicos empleados del negocio, van y vienen entre las mesas con bandejas cargadas de vasos y botellas. Una capa de humo flota en el aire del local, casi rozando el techo, como una veta de piedra blanca en la roca negra de la noche de sábado. Cuatro focos de luz amarilla iluminan el escenario sobre el que el muchacho, casi un niño, finge una expresión adulta mientras toca la guitarra y canta con voz quebrada.

I went to the crossroad, fell down on my knees
I went to the crossroad, fell down on my knees
Asked the Lord above “Have mercy, save poor Bob, if you please”

Nadie habla. Todos los clientes están quietos, con los ojos puestos en el escenario. Tal vez unos dedos tamborilean junto al vaso de whisky, tal vez unos pies siguen el ritmo debajo de la mesa, tal vez una cabeza se mueve a un lado y a otro al compás de la música, pero nadie habla. Cuando termina la canción, todos se levantan, aplauden con entusiasmo, silban, gritan. El muchacho, sorprendido, saluda una, dos, tres veces. Aunque apenas puede ver lo que hay más allá de la luz de los focos, levanta tímidamente el brazo derecho y sonríe al vacío. Luego baja del escenario y se dirige a la mesa que está en el rincón del fondo, junto a la salida de emergencia. El dueño pasa a su lado y, con un guiño cómplice, le pone en la mano un vaso de whisky.
—¿Qué te ha parecido, tío Bill? —pregunta.
El anciano tiene el pelo totalmente blanco y los ojos casi apagados por las cataratas. Respira hondo y bebe un trago largo antes de contestar. El chico quiere imitarle pero el viejo se lo impide poniendo la mano sobre la boca de su vaso.
—¿Has visto cómo te escuchaban?
—No.
—Yo sí.
—¿Cómo me escuchaban?
—Como si les estuviera cantando el mismísimo Dios.
El muchacho sonríe satisfecho, primero al anciano, luego al delantal blanco que prepara una bebidas detrás de la barra. La dueña del delantal le devuelve una sonrisa parecida.
—Te voy a contar una historia, Tom.
El anuncio hace que el chico vuelva a presar atención al viejo.
—Es la historia de alguien que nació hace muchos años, cerca de aquí, en Hazelhurst. Era un joven de gran talento, un poeta del blues, un músico extraordinario. Yo tuve la suerte de verle una vez, en un garito de Robinsonville lleno de putas y de tipos raros. Era negro como la boca de una mina pero despedía luz como si fuera un sol, no era un tipo guapo pero lo mirábamos arrobados como miraríamos a una diosa de Hollywood, era de carne y hueso pero atraía como el imán más potente. ¿Y sabes por qué sucedía todo eso? Sucedía porque su música se metía en las venas, llegaba a tu cerebro y a tus músculos y los hacía vibrar en ondas que transportaban al fondo del alma humana.
El viejo hace una pausa para dar otro trago a su bebida.
—Dicen que una noche fue a un cruce de caminos y allí vendió su alma al diablo a cambio de tocar blues como nadie lo había hecho hasta entonces.
—¿De quién me estás hablando?
—Deberías saberlo, es el autor de la canción que acabas de cantar. Pero eso no importa ahora. Lo que importa es cómo murió.
Los ojos del chico, que se habían vuelto de nuevo hacia la barra, regresan de golpe a la mesa.
—¿Cómo murió?
—No se sabe con seguridad pero cuentan que este hombre tenía una aventura con la esposa del dueño de un bar en el que tocaba. Un día, en mitad de una actuación, el dueño le ofreció una botella de whisky. Al parecer, además de whisky, en la botella había estricnina.
El muchacho, casi un niño, se queda mirando fijamente el líquido que llena su vaso. Después levanta la cabeza y pasea la mirada por el local, desde el escenario hasta la barra, desde la barra hasta los ojos del viejo, sin detenerse en el delantal blanco que en ese momento se inclina para dejar unas copas sobre una mesa cercana.
—¿Tú has estado alguna vez en un cruce de caminos? —pregunta el viejo.
—No, nunca —contesta el muchacho, casi un niño.
—Bien —concluye el anciano apurando su bebida—, en ese caso solo tienes que preocuparte de no beber de una botella que ya esté abierta o de una copa que no hayan preparado delante de ti.



https://www.youtube.com/watch?v=GsB_cGdgPTo

jueves, 12 de septiembre de 2013

A LA MANERA DE...

Alguien tuvo la ocurrencia de sugerir que escribiéramos "A la manera de..."... de quien quisiéramos. Yo me acordé de Homero.





LA ESPARTÍADA

Canta, oh, diosa, la cólera de Aquilino, el Bravo, el de broncíneo rostro, cabellera engominada y cuerpo ágil, el favorito de Acción, dios de la Bolsa, y de la diosa Íbex, prima de Riesgo; el que dominaba una gran parcela del parqué a través de sus arriesgadas operaciones bursátiles; el valiente guerrero del tercero C que jamás se amilanó ante las dificultades ni dio por perdida una batalla, el electo Presidente de aquella su Comunidad.

¿Quién de entre los vecinos lanzó la manzana de la discordia? ¿Quién de ellos desató la tormenta que habría de producir tanto infortunio? Fue Colodio, el hijo de Cleta y de Zósimo, el comerciante de impecable guardapolvo y mirada aviesa, quien, como enviado por alguna deidad de ánimo adverso, suscitó, en aquella reunión de la Comunidad de Propietarios, la agria polémica: como dueño de uno de los locales situados en los bajos del inmueble, alquilado a un “cosetodo” desde los tiempos en que Fernando VII usara paletó, se negaba en redondo a la reforma de los espacios comunes y a la acometida de las obras necesarias para la instalación del ascensor. Él, Colodio, hizo valer su voto y asoló con infinitos males al resto de los propietarios.

Porque durante varios años, tantos que hasta Andrea, la hermosa Secretaria de níveos brazos que ocupaba el quinto H, había perdido la cuenta, las huestes del portal número quince de la calle Esparto, constituidas en enfurecido ejército y encabezadas por el Bravo Aquilino, el de broncíneo rostro, libraron la guerra más feroz y despiadada de que se tiene memoria. Fieramente armados con la Ley de Propiedad Horizontal, la Ley de Arrendamientos Urbanos,  la Ley de Ordenación de la Edificación y variada jurisprudencia, solicitaron y obtuvieron la ayuda de una parte del pueblo leguleo y durante años pelearon, como un solo hombre, en diversas Salas de Justicia.

—¡Recobremos nuestro valor! —exhortó Aquilinno a los convencinos antes de partir hacia el Juzgado— No somos rebaño de ovejas ni piara de cerdos, desconcertados ante el acecho de los lobos. Nuestra fuerza es la razón y ella nos asiste; ¡oh, Libra, hermana de Balanza, hija de Ecuánime, que habitas el paraíso de los justos!, tú velarás por nuestra causa. ¡Venceremos!

Y, dicho esto, tomó de la mano a Patronio, el de la voz de trueno y ágiles dedos, el fiel tesorero que habitaba en el cuarto F, y a Andrea, la de los níveos brazos, que cargaba con los libros de Actas, y juntos encabezaron la marcha de aquel ejército de aguerridos soldados, formado por la totalidad de los vecinos del inmueble número quince de la calle Esparto, todos ellos dispuestos a ganar aquella guerra o a morir en el intento.


Esta crónica relata lo que sucedió a lo largo de aquellos diez años, las innumerables batallas que tuvieron que librar, los sufrimientos y penurias a los que tuvieron que hacer frente y los estragos que la lucha causó en ellos, para que  de su valor y su heroísmo quede testimonio imperecedero. 

jueves, 5 de septiembre de 2013

VIDAS SECRETAS


¿No os habéis preguntado nunca qué piensan de nosotros?





LA VIDA SECRETA DE LAS MASCOTAS


Hoy se ha ido más temprano que de costumbre. Como todos los días, he salido a despedirla hasta la puerta y he gruñido (discretamente, eso sí, sin enseñar los colmillos) pero lo bastante alto como para que mi disgusto no le pasara desapercibido. Ella, como todos los días, se ha vuelto y se ha agachado para acariciarme el cuello.
—Vengo enseguida, Sultán.
Sensu stricto, no tendría motivos para quejarme porque no me quedo solo, Cecilia está en casa toda la mañana y no se va hasta después de comer, cuando ella ya ha regresado, pero me puede esa vieja costumbre de mostrarle el desagrado que me produce su marcha.
Nos ha costado algún tiempo pero, poco a poco, hemos conseguido acomodarnos el uno al otro. Parte de la culpa es suya porque, durante los primeros años, me dejó en manos de los niños y no me hacía apenas caso. Eso me producía un desasosiego que mi carácter, un tanto bronco, no se molestaba en ocultar y que manifestaba en cuanto tenía ocasión en forma de gruñidos más o menos potentes o de ataques a los desconocidos. Pero conforme los niños se fueron haciendo mayores, no tuvo más remedio que asumir algunas tareas y eso me permitió empezar a enseñarle cosas. Afortunadamente, es bastante lista y aprendió enseguida.
De lo primero que se dio cuenta fue de que yo necesito un amo. A partir de ahí, todo resultó más fácil entre nosotros.
Apenas le llevó unos días averiguar que, para conseguir mi obediencia, no tenía que hacer más que mirarme fijamente y darme una orden. Al cuarto paseo ya sabía cómo hacerme caminar a su lado, y eso que yo, como buen macho, me dejo arrastrar con mucha facilidad por el olor de las meadas de mis congéneres, es algo superior a mis fuerzas. A veces me hago el tonto y actúo como si no la oyera, sobre todo cuando doy con el rastro de Tasca, esa hembrita dorada que vive en la plaza del quiosco y que me tiene loco. Entonces tiro de la correa y la arrastro por todos los árboles del paseo hasta que agoto su paciencia y me detiene con un enérgico “¡Sultán, aquí!”
También le he enseñado a mantenerme quieto mientras ella recoge el producto final de mis digestiones en una bolsa de plástico negra que apesta a perfume barato. En esas ocasiones suele mirarme con ojos asesinos y decirme con voz ronca “¡Quieto ahí!”. Y para que me deje cepillar ya sabe que tiene que darme, cada tanto, un trozo de esas barritas de carne que le regala el veterinario y que me saben a gloria.
Son cosas sencillas pero hay que tener las ideas claras para hacerlas bien.
Podría decirse que nuestra relación ha quedado establecida definitivamente. Ella es el ama y el resto de los miembros de la familia son mi manada. Yo cuido de todos pero, ante todo, la obedezco a ella. Por muchos arrumacos que les haga a los niños para pedirles que me saquen de paseo, por muchas fiestas que le haga al amo cuando vuelve a casa, ella es la que manda. Duermo a sus pies y me gusta tumbarme a su lado cuando se sienta al ordenador.
Lo que siento de verdad es que no hablemos el mismo idioma. Podríamos comunicarnos mejor y hablar de muchas cosas. Aparte de las menudencias cotidianas, me gustaría comentar con ella otros temas. Me gustaría, por ejemplo, saber qué opinión le merecen los haikus que ayer hice en su honor.

“Llueve con ganas.
Me lleva de paseo:
Amo a mi mama”

Y este otro:

“Cae la tarde.
A los pies de mi ama
me lamo el pijo” 


martes, 3 de septiembre de 2013

EN LA PIEL DEL OTRO


¿Nunca habéis deseado que un canalla recibiera su merecido dándole una buena dosis de su propia medicina?
Pues eso.








EN SU PIEL

—Tengo algo especial para ti —dijo Leo con un brillo maligno en los ojos.
Arturo apenas levantó las cejas. No acababa de fiarse de Leo pero, a pesar del recelo, cogió la copa que acababan de servirle y le siguió hasta el reservado del fondo, el que quedaba al lado de la salida de emergencia. Leo apartó la cortina y se hizo a un lado para que viera lo que le había anunciado.
La mujer estaba sentada en un rincón del sofá corrido. Había cruzado las piernas y refugiaba las manos entre los muslos; la cabeza le caía sobre el hombro derecho, que parecía estar en tensión, como si quisiera impedir que resbalara el tirante del vestido. Tenía la piel muy blanca y los ojos cerrados.
—Vamos, Halina —la zarandeó Leo con voz áspera—, tienes trabajo.
Dos faros verdes se abrieron en la penumbra del reservado, miraron a Leo y, sin cambiar de expresión, se fijaron en Arturo.
—La han traído esta mañana, directamente desde la pensión de Grigori —informó Leo. Con gesto de amable anfitrión, invitó a Arturo a sentarse junto a la mujer mientras él rodeaba la mesa y se sentaba en el lado contrario —Lo más fresco del mercado, no tendrás queja.
Arturo recorrió el cuerpo de la mujer con mirada de experto tasador. Estaba flaca pero aún tenía carne en los lugares en los que hay que tenerla y su delgadez no había afectado demasiado al volumen de sus pechos.
—¿Habla español? —preguntó sin detener el examen.
—Ni una palabra. Pero a ti qué más te da. Para lo que tú quieres no hace falta hablar.
—Tú lo has dicho: lo que yo quiero. ¿Hará lo que yo quiero?
—Claro —afirmó Leo. Cogió el brazo de la mujer, lo estiró y le mostró a Arturo las marcas de los pinchazos —, lo que tú quieras. Todo lo que tú quieras.


Intentó no hacer ruido al entrar en casa y se desvistió a oscuras en el cuarto de baño. Se metió en la cama con sigilo y, en la oscuridad, sonrió satisfecho al recordar el cuerpo desnudo de la mujer, su fragilidad casi infantil y la sumisión absoluta que había mostrado. Se había quejado pero en ningún momento le había desobedecido.
—Hueles a puta —dijo la voz hastiada de su mujer desde el otro lado de la cama.
Y eso fue lo último que oyó antes de quedarse dormido.


Despertó sin abrir los ojos. Lo primero que quiso recordar fue lo sucedido la víspera en el local de Leo, rememorar aquellas horas para vivir de nuevo el placer que había sentido sometiendo a la mujer delgada de ojos verdes, fijar en la memoria la imagen de su cuerpo vencido, de su mirada suplicante, pero un frío intenso, paralizante, que le subía por las piernas y le contraía las tripas, le impidió seguir con ese pensamiento. Hizo el gesto de taparse el cuello con la manta pero su mano no encontró nada que asir para cubrirse, por el contrario, al llegar al hombro, tropezó con una estrecha tira de tela. La tocó, desconcertado, y debajo de ella encontró una clavícula apenas cubierta por la piel y un cuello fibroso en el que se marcaban los músculos. Comprendió que tenía las piernas desnudas y, casi al mismo tiempo, notó en los brazos un roce carnoso junto a las costillas y echó en falta la respiración de su mujer al otro lado de la almohada. El pánico empezó entonces, cuando comprendió lo que significaban las piernas desnudas, el frío en las tripas y el tirante del vestido en el hombro, una décima de segundo antes de oír el ruido de la cortina, de abrir los ojos y ver a los dos hombres al contraluz, antes de notar cómo Leo la agarraba del brazo, la zarandeaba y decía:

—Vamos, Halina, tienes trabajo.