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martes, 24 de diciembre de 2013

TRABAJO DOMÉSTICO (segunda parte)

¿Os acordáis de la mujer de Tron, la amiga de Hug (Huguita para las amigas) que se pasaba el día limpiando restos de pintura en su cueva?
(Creo que se llama Ran pero no estoy segura)




SOLSTICIO DE INVIERNO (II)


Pasa, Huguita, hija, que tengo la hoguera encendida desde buena mañana y he conseguido que la cueva coja calor. Qué frío hace, ¿verdad?, y qué manera de nevar. Menos mal que tenemos buena provisión de leña para estos días. Porque Tron será lo que sea, que ya ves cómo despotrico de él a cuenta de sus pinturas, pero no se descuida con estas cosas, al contrario, se preocupa muchísimo de que haya de todo en casa y, en cuanto empieza el otoño, coge a los niños y se van al monte y se pasan varios días acarreando ramas y troncos y hojas. Te digo que desde que vivimos aquí, no nos ha faltado leña ningún invierno.

Ya ves que estoy en plenos preparativos. He tenido que asear toda la cueva porque vienen los primos del Valle Oriental con sus pequeños, he preparado jergones para todos pero he tenido que pedirle prestadas a Huna, la vecina, un par de pieles de mamut, porque con las nuestras no era suficiente. ¡Es que, entre niños y grandes, son ocho! Y luego la comida, claro, que no veas el apetito que se gastan los primos. He guardado muchísima carne seca enterrada y tengo un montón de cuencos con frutos de todas clases, bellotas, castañas, moras, uvas pasas, setas desecadas… que llevo recolectando desde el equinoccio, hija mía, no veas la trabajera.

Pero bueno, todo sea por pasar estos días juntos y celebrar el solsticio. Qué ganas de que empiecen a alargarse los días, ¿verdad? Yo llevo malamente esto de que oscurezca tan pronto, te lo digo como lo siento, porque con buen tiempo puedes salir a disfrutar del sol, del aire, de un buen paseo por el arroyo, o simplemente ponerte a tejer cestos a la puerta de la cueva y charlar con las vecinas, pero de noche… ¿qué se puede hacer de noche? Nada. Y si encima hace un frío que pela… pues menos aún. Todo lo más, podemos reunirnos en la cueva de alguien y contarnos historias hasta que nos entre sueño. Así que, aunque sea mucho trabajo y un follón horrible tener la cueva llena de gente, reconozco que me encantan estos días porque nos reunimos y lo pasamos muy bien, que solo de pensar que a partir de ahora los días serán más largos parece que te entra otra alegría.

¡Me has traído el collar! Cuánto te agradezco que me lo prestes, Huguita, mi piel de ciervo es muy bonita pero como no tiene estampado queda muy sosa. Con tu collar… es que es tan bonito… con todas esas cuentas de colores… amarillo, rojo, anaranjado… y dices que tus antepasados encontraron las piedras a orillas del Gran Lago… con tu collar mi vestido quedará mucho mejor, ya lo creo. Ya verás, voy a ser la envidia de las mujeres del clan, la reina de la fiesta de La Noche Más Larga.

Qué buena amiga eres, no sé lo que haría sin ti. Ven, vamos a sentarnos junto al fuego, ¿te apetece una infusión de valeriana?



domingo, 22 de diciembre de 2013

EL VIRUS E

El virus L, el virus E... Algún día la humanidad reconocerá mi labor y agradecerá mi aportación a la comunidad científica.
Mientras tanto, vayan leyendo.








LA HISTORIA DEL MAGO


Si su pobre madre hubiese conocido la célebre frase de Mimi, la tía de John Lennon (“John, eso de la guitarra está muy bien pero nunca te dará de comer”) es muy probable que la hubiera parafraseado en más de una ocasión para dirigirse a ella con la sensata intención de sacarle los pájaros de la cabeza: “Jo, le habría dicho su madre en nombre de la sensatez, eso de contarle cuentos a la gente está muy bien pero nunca te dará de comer”.

Y, probablemente, ella habría pensado que tenía razón. Lo de estudiar, francés, por ejemplo, fue un intento de sus padres de desviar su atención hacia ese mundo fascinante que es el secretariado bilingüe. No resultó una mala experiencia, desde luego. A esa carrera tiene que agradecerle su estancia en Lisboa, su matrimonio con Jorge (aunque terminara en divorcio)  y, sobre todas las cosas, el nacimiento de su hija Jessica.  

Pero en la vida hay cosas que resisten cualquier barrera de racionalidad o sentido común, cosas que se abren paso a través de todos los obstáculos como si la persona en la que habitan y crecen fuera el vehículo elegido para darles existencia. En la vida hay tendencias, pulsiones, que se instalan en el espíritu de alguien y no lo abandonan jamás, como si estuvieran codificadas en su ADN o ensambladas en sus linfocitos. Son como un virus que a veces da síntomas y a veces no, pero que nunca abandona su refugio celular.

En su caso, la pulsión se manifestó casi al mismo tiempo que se le cayeron los dientes de leche: a los seis años. Cuando alguien empieza a escribir a esa edad es para echarse a temblar: está contagiado, está invadido. Nunca se librará de esa dolencia. Como para el amor, no hay cura para esa enfermedad.

Su virus, ese virus personal que invadía su sangre sin que nadie supiera de dónde había venido, superó la Universidad, los estudios de francés y un tentador curso en París; superó el trabajo en Amnistía Internacional y las clases de inglés en Lisboa. En un tren, viajando desde Manchester a Londres, todas las dudas que desde la infancia había albergado acerca de la vida de los dragones, de las propiedades de ciertas varitas y de la verdadera existencia de los magos, se catalizaron en la mejor idea que había tenido jamás. Una idea que la enamoró y en la que se puso a pensar inmediatamente; en la que no dejó de pensar y trabajar en los años siguientes: el virus había encontrado la manera de manifestarse plenamente.

La mesa de un café cercano a su casa y la sillita en la que dormía la pequeña Jessica fueron los testigos de su entusiasmo. Tenía la idea y… la puso en palabras.


Tuvo que esperar más de un año y digerir el rechazo de varias editoriales antes de ver su idea plasmada en letra de imprenta, antes de coger en sus manos un volumen que tenía su nombre en la portada y que contaba una historia que empezaba diciendo: “El señor y la señora Dursley, que vivían en el número 4 de Privet Drive…”

miércoles, 18 de diciembre de 2013

TELÉFONO

Un poco (ciento veinte palabras) de ciencia ficción.




Imagen tomada de www.telefonosantiguos.es





PROBLEMAS DE COMUNICACIÓN



Aquellos seres tenían una complicada forma de comunicarse. Emitían sonidos ininteligibles y, ante todo, indescifrables. Sobre un cuerpo desproporcionado y un cuello casi inexistente, la cabeza, diminuta, mostraba un rostro, casi desagradable de puro tenso, que a veces arrugaban en gestos histriónicos. Su comportamiento era casi tan extraño como su sistema de comunicación, por no hablar de sus rudimentarios medios de transporte.

Sin embargo, no se desanimó. Tuvo que armarse de paciencia, recurrir a todos sus conocimientos sobre criaturas galácticas y recordar claves y sistemas de descodificación que ya casi había olvidado pero, después de varias jornadas de intenso trabajo y de mucho esfuerzo, encontró el modo de entenderse con ellos y hacerles llegar su mensaje:


“Mi caaaaaaaasa, teleeeeeeéfono…"



sábado, 14 de diciembre de 2013

VIENTO DEL CARIBE

No me parece gran cosa este relato pero... no sé... 





VERBENA

Cuando Felisa vio el cartel que anunciaba la verbena y el nombre de la orquesta que (tal como rezaba el programa de festejos) la amenizaría, sintió que un calambre le ablandaba las piernas y  estuvo a punto de caerse al suelo.

¡Gran Orquesta “Viento del Caribe”! ¡Recién llegada de Cuba, en exitosa gira por todo el país!

Apoyó la mano en la pared y bajó la cabeza mientras intentaba recuperar el control sobre sus extremidades inferiores y disimular el vértigo que le rodeaba la cabeza pero, al cerrar los ojos, sobre la pantalla en negro de su mente se proyectó la escena como una brillante diapositiva por la que no hubieran pasado dos años: la terraza del salón “Atlántico” asomaba al mar sus luces, sus palmeras y su bullicio mientras varias decenas de turistas, alegres y despreocupados, intentaban que sus evoluciones sobre la pista de baile se parecieran lo más posible a la coreografía canónica de los ritmos caribeños. Los mojitos y los cuba-libre habían demostrado hacía rato su efecto desinhibidor y Felisa, pareja en aquel momento del Jefe de Compras, se esforzaba por recordar y poner en práctica lo que había aprendido en la academia de baile “La latina”. Fue entonces, en medio de las evoluciones del baile, cuando sintió los ojos del saxofonista clavados en sus caderas y un calor repentino le estalló en el vientre. Encontrarse con él en el pasillo que conducía a los lavabos no le extrañó, ni tampoco su abordaje, tan franco y descarado que casi parecía sincero.

—Ya tú ves, mamasita…

Vio en aquel momento y le vio el resto de la noche mientras duraron la música y el baile, las miradas y el fuego en su piel, y siguió viéndole a la luz de la luna que había invadido su habitación del séptimo piso hasta que el amanecer los encontró tendidos sobre la cama, desnudos y enredados con las sábanas como niños revoltosos.

—Ya tú ves, mamasita…

Abrió los ojos y levantó la vista hasta la foto del grupo. Le buscó entre los rostros de los demás componentes de la orquesta, impecablemente vestidos de blanco, la cintura ceñida por un fajín rojo, la camisa y los pantalones ajustados a la piel. Le encontró entre el guitarrista de pelo blanco y el trompetista de bigote “Pancho Villa”, moreno, provocador, sonriéndole a la cámara, y de nuevo se le aflojaron los músculos y se le nubló la vista.

¿Cómo decir ahora que no quería ir a la verbena si había insistido durante semanas hasta que Martín había accedido a ir con ella a la academia? ¿Cómo justificar una decisión así cuando su marido llevaba tres meses luchando contra su innata torpeza para aprender los pasos de la salsa, el merengue, la bachata y chachachá, para moverse con un poco más de gracia que un pato mareado?

Respiró hondo y se alejó de la foto de la orquesta “Viento del Caribe”, que siguió pegada a la pared ajena por completo a la conmoción que acababa de causar. La terraza del Casino se desplegaba a la sombra de los plátanos en un lateral de la plaza. Se sentó, pidió un vermouth rojo con mucho hielo y se quedó mirando fijamente el templete que presidía el ágora del pueblo. Ya estaba adornado con las habituales guirnaldas, que se mecían con un ligero vaivén al ritmo de un airecillo tímido que bajaba del monte y refrescaba un poco la mañana veraniega. Por un momento imaginó a la orquesta “Viento del Caribe” llenando el pueblo de ritmo y sabor, imaginó a sus vecinos y amigos bailando sones latinos bajo las banderolas y al saxofonista, moreno y prieto, siguiéndola con los ojos, atento al vuelo de su falda. A pesar de que julio cumplía rigurosamente su papel de mes caluroso, sintió un escalofrío. No, no podía ir a la verbena, no podría resistir de nuevo aquella mirada sobre ella, no podría luchar contra el deseo de volver a verle.


Sonó el móvil. Contestó y la voz de Martín sonó un poco quebrada.

—Felisa… ven al Centro de Salud… me he caído por la escalera y creen que me he roto algo…

Las palabras de su marido siguieron unos segundos dando vueltas en su cerebro. “Me he caído por la escalera y creen que me he roto algo…” Un tobillo, un dedo… Imposible bailar con algo roto en un pie.


Miró de nuevo el templete y suspiró. Una mezcla de pena y alivio le subió  lentamente hasta la garganta y le llenó los ojos de agua. Parpadeó para aclararse la mirada y se bebió de un trago el resto del vermouth. A continuación, guardó el móvil en el bolso, sacó un pañuelo y se limpió las lágrimas.

sábado, 7 de diciembre de 2013

LOCURA PRIMIGENIA

Ciento veinte palabras para algo que pudo haber sido así (cosas más raras se han dicho).




LOCURA PRIMIGENIA

El Padre y la Madre cruzaron una mirada de alivio. Acostumbrados a las locuras de su hijo, la que ahora les presentaba era de una inocencia conmovedora. Comparadas con su última ocurrencia —una especie de móvil gigantesco en el que esferas de distintos tamaños y colores giraban sin orden aparente alrededor de la mayor de ellas—las dos figuritas, toscamente moldeadas en barro, resultaban candorosas.
—Muy bonitas, cariño —dijo por fin la Madre.
—Ya les he puesto nombre.
—¿Sí? —se interesó el Padre— ¿Y cómo las vas a llamar?
El Hijo tomó las estatuillas y las levantó con orgullo.

—Esta se llama Adán y esta, Eva.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

MICROIRREVERENTES

Dos irreverentes, uno bíblico y uno clásico.




¿EL REY SABIO?

Cuando aquellas dos mujeres se presentaron ante él para resolver su disputa sobre el niño, el Rey compuso el gesto de mayestática serenidad que tan ensayado tenía y anunció con voz solemne que, dada la gravedad del asunto, debía retirarse para meditar y dictar  una sentencia justa.
Doce horas después, el rey compareció en la sala donde se celebraba el juicio e hizo pública la decisión que todo el mundo conoce.
—¡Qué grande vuestra sabiduría, señor! —le alabó el Consejero Mayor— ¡Qué astucia la vuestra al proponer que partieran al niño por la mitad! Estaba claro que la auténtica madre no consentiría tal cosa.
El rey se volvió hacia el Consejero y lo miró perplejo.

—Lo dije completamente en serio…





LOS MALOS DEL CUENTO

—Estoy harta —dijo La Bruja Piruja.
—Y yo — dijo El hombre Del Saco.
—Todos estamos hartos —suspiró El Hada Malvada.
El Ogro se revolvió en el sillón pero no habló, solo miró hacia El Lobo, que sostenía el portátil en sus rodillas y miraba hipnotizado la pantalla.
—Siempre los malos,  siempre haciéndole la puñeta al protagonista… —continuó lamentándose La Bruja Piruja.
—Nadie ha pensado nunca en nuestro lado bueno, que lo tenemos —se lamentó El Coco.
Todos callaron, pero el silencio duró solo unos segundos. El Lobo Feroz lo rompió con un gozoso aullido.
—¡Auuuuuuuuuuuuuuuuuu! ¡Mirad lo que he encontrado! ¡Esto puede ser nuestra salvación!
Todos se acercaron a mirar. En la pantalla del ordenador resplandecía un título:
“Clásicos irreverentes”

martes, 3 de diciembre de 2013

SERIE NEGRA IX (OBRAS)

Parcialmente basado en hechos reales: al vecino de abajo le salió una gotera y la fuga estaba a la altura de nuestro piso.
(A veces, para escribir solo hace falta abrir los ojos) 




LAS BUENAS OBRAS


El precio tendría que haberla alarmado. Incluso en plena crisis era escandalosamente bajo, un precio ridículo para un piso de más de cien metros cuadrados en pleno centro, en un llamativo edificio decimonónico rehabilitado hacía unos años. Pero cuando, medio en serio, medio en broma, preguntó en la agencia dónde estaba la trampa, la empleada que la atendía se limitó a decir que el vendedor tenía problemas de cash y que le urgía vender, que eso era todo y que ella podía considerarse afortunada por haber llegado a tiempo de conseguir semejante ganga.

Le faltó tiempo para firmar el contrato, solicitar la hipoteca y organizar la mudanza.

Fueron tres semanas de locura, nunca pensó que la compra de un piso exigiera tal cantidad de trámites ni tampoco que todas las cosas que había acumulado en cuatro años de vida independiente ocuparan tanto espacio.

Cuando el último empleado de la empresa de mudanzas cerró la puerta tras de sí, suspiró con alivio. Aún le quedaba el trabajo de vaciar las cajas, de volver a organizar y colocar, de limpiarlo todo, pero lo más importante ya estaba hecho. Aquella noche, por fin, dormiría en su nueva casa.

El soniquete del despertador la sacó de un sueño angustioso y se dio cuenta de que, por primera vez en su vida, había tenido una pesadilla. Antes incluso de abrir los ojos, pensó que seguramente se debía a la tensión y al cansancio de los días anteriores. Era lo más lógico porque ella conocía las pesadillas solo por referencias, jamás había tenido un mal sueño, ni siquiera de niña. Nunca había soñado nada que la asustara. Pero lo que había soñado aquella noche había conseguido angustiarla de tal modo que había deseado despertar para escapar de un agobio que le apretaba el pecho, gritar para librarse de él.

El escenario era el pasillo del nuevo piso en el que una luz agónica apenas permitía distinguir los contornos de las cosas. A pesar de eso, la figura del hombre que avanzaba hacia ella tenía una nitidez inquietante. Llevaba pijama y zapatillas y caminaba despacio, con pasos lentos que aseguraba apoyándose en un bastón, y pedía ayuda, eso lo sabía ella sin necesidad de que el hombre pronunciara una palabra, necesitaba ayuda y recurría a ella porque era su última esperanza. No había nada en el hombre que resultara amenazador, al contrario, sus movimientos eran pausados, casi podría decirse que tranquilos, y su cara, que apenas podía distinguir en la penumbra, tampoco parecía mostrar un gesto agresivo. La angustia que le producía su presencia, su avance, procedía de la súplica que ella percibía con la misma certeza que habría resultado si el hombre la hubiera formulado en voz alta.


El sueño se repitió la segunda noche, casi idéntico, y la tercera y la cuarta. Eran demasiadas noches para que la pesadilla fuera consecuencia de la tensión de la mudanza y recurrió al ansiolítico que tenía guardado en el fondo del botiquín, pero ni siquiera con una dosis que doblaba la recomendada en el prospecto consiguió que el hombre abandonara sus sueños.

Intentó colaborar con lo inevitable, aceptar aquella presencia sin resistirse a ella como quien se resigna a un compañero de viaje que se empeña en dar conversación, pero la conformidad no aliviaba la angustia de sentir, cada mañana, que el hombre le pedía ayuda y que ella no sabía cómo dársela.

Estaba a punto de descolgar el teléfono para pedir cita con un psiquiatra cuando sonó el timbre de la puerta. Era el vecino de abajo, tenía una mancha de humedad enorme en el techo de su dormitorio y todo parecía indicar que procedía de la bajante a la altura de su piso, venía a pedirle permiso para que el fontanero picara en su casa. Le extrañó que un edificio recién rehabilitado tuviera problemas de fugas de agua pero accedió, no podía hacer otra cosa.

El fontanero subió a los pocos minutos y cuando entró en el dormitorio se quedó mirando la zona que colindaba con el cuarto de baño con gesto de extrañeza.

—Vaya —musitó mientras se acercaba a la pared. La golpeó en varios puntos, sonó a hueco—…  Señora, ¿hay un armario por el otro lado?

—¿Un armario? —preguntó desconcertada— No, no hay nada, que yo sepa, la casa está tal cual la compré…

—Se lo digo porque en el piso de abajo esta esquina no existe, voy a tener que picar estos dos tabiques porque la bajante está detrás, en el rincón…


Los primeros golpes evidenciaron que, tal como había sospechado el fontanero, detrás del tabique había un hueco. Los sucesivos dejaron al descubierto un espacio en el que descansaba, acurrucado en el suelo, un esqueleto sobre el que se ondulaba la tela medio podrida de un pijama. Los pies bailaban dentro de unas viejas zapatillas y en los huesos de la mano derecha se apoyaba un bastón.


El vecino de abajo le ofreció alojamiento y ella, todavía confusa, lo aceptó. Tal vez habría sido más razonable irse a un hotel mientras duraran las obras y el trabajo de la policía pero, aunque pudiera parecer insensato, no quería alejarse de su casa.

Aquella noche el sueño se repitió, como todas las noches, la misma luz imprecisa, los mismos contornos borrosos, la misma angustia  de siempre, pero esta vez el hombre no se detuvo a mitad de camino. Avanzó lentamente hasta que quedó frente a ella y entonces, iluminado por un leve resplandor, pudo ver su rostro anciano, su mirada cansada y un gesto de alivio y agradecimiento que tampoco necesitó palabras. Después el hombre dio media vuelta y caminó, pasillo adelante, hacia la puerta.


viernes, 29 de noviembre de 2013

LA VOZ DE SU AMO

Ciento veinte palabras para nuestros pequeños grandes amigos. Josep, tú me lo has recordado.



LA VOZ DE SU AMO
Desde que había vuelto del hospital, el perro no se había separado de él. Durante el día, vigilaba desde la puerta del dormitorio y por la noche se tumbaba en la cama, a sus pies, durmiendo sin dormir. Una rutina de varios meses que no abandonó en ningún momento. Para llevarlo al veterinario su hijo mayor tuvo que cogerlo en brazos y esquivar varios amagos de mordisco.
Aquella noche le despertaron los lametazos del perro en su mano. Todos sus dolores habían desaparecido y lo envolvía un extraño bienestar.
—Ya viene a buscarme, ¿verdad? —preguntó.

El perro le dio otro lametón y luego se acurrucó a su lado. Él cerró los ojos y le acarició la cabeza. 

jueves, 28 de noviembre de 2013

SERIE NEGRA VIII (CINE NEGRO)

Lo último de mi musa (de vez en cuando es buena y vuelve)






SESIÓN DE NOCHE


Llegó tarde, como de costumbre. La película había empezado diez minutos antes y el vestíbulo estaba ya en penumbra y completamente vacío, ni siquiera se había encontrado con el acomodador. Entró en la sala y esperó unos segundos a que su vista se acostumbrara a la oscuridad. Dio una ojeada al patio de butacas y, apoyándose discretamente en el bastón, avanzó por un pasillo lateral y se sentó en una de las últimas filas dejando cuatro o cinco asientos libres entre el suyo y el que ocupaba un hombre de mediana edad que miraba absorto la pantalla. Abrió su viejo bolso de piel de cocodrilo, sacó un caramelo y se dispuso a disfrutar de la historia.

Siempre le había gustado mucho el cine pero nunca había tenido ocasión de disfrutarlo como habría querido. Cuando era pequeña, porque la dureza de la posguerra lo convertía en un lujo y, de joven, porque era inadmisible que una mujer acudiera sola a ciertos sitios y ella, con su leve cojera y sus gafas de miope, nunca había encontrado un novio que la llevara a ver Casablanca o Rebeca.

Pero las cosas habían cambiado a lo largo de los años y, poco a poco, dejó de estar mal visto que una mujer se sentara en una cafetería sin más compañía que la de su bolso y su bastón o que pidiera una sola entrada en la taquilla de un cine de estreno.

La sala estaba casi vacía a pesar de que la película, una fantasía futurista llena espectaculares efectos especiales, era la más esperada y promocionada de las últimas semanas. Una cosa así habría sido impensable solo unos meses atrás pero… 

La ciudad tenía miedo, un miedo que había ido ocupándola poco a poco, ganando uno a uno a sus habitantes como una plaga contagiosa, adueñándose de su espíritu, a lo largo de casi un año.

El primer asesinato había pasado casi desapercibido, la noticia estuvo apenas dos días en la prensa local y los dueños del cine donde había aparecido el primer cadáver no vieron seriamente alterados sus ingresos. Con el segundo ocurrió algo parecido. Habían transcurrido varios años y los pocos días los ciudadanos habían olvidado no solo el crimen sino la coincidencia de que el segundo muerto hubiera aparecido también bajo las amplias butacas del moderno cine de un centro comercial.

Con el tercero las cosas empezaron a cambiar. Las radios locales, las cadenas de televisión, los periódicos, rescataron de sus archivos los casos anteriores y empezaron a prestar atención a las circunstancias en las que habían tenido lugar las tres muertes. Por primera vez, hablaron y escribieron sobre la posibilidad de que se tratara de un asesino en serie. La policía no quiso dar más información que la estrictamente necesaria pero no hacía falta ser un genio para encontrar lo que los tres casos tenían en común: los tres cadáveres habían aparecido en cines de la ciudad, los tres fallecidos eran varones relativamente jóvenes y el arma del crimen, que era uno de los escollos de la investigación, era la misma en los tres casos.

Una vez dada la alarma, los cines de la ciudad no tardaron en notar los efectos. Las salas se vaciaron progresivamente y solo el viernes por la noche, si había suerte y una película con mucho tirón, se ocupaba un tercio de las localidades. La gente tenía miedo.

Pero ella no. Ella había dejado de tener miedo hacía mucho tiempo.

Le dio un violento ataque de tos justo cuando en las imágenes se libraba una feroz batalla espacial entre los dos ejércitos rivales y el estruendo de las detonaciones y los impactos, amplificado por los altavoces, hacía temblar el suelo de la sala. Se levantó y empezó a avanzar hacia el pasillo. Al verla llegar, el hombre joven, sin quitar los ojos de la pantalla, se levantó para facilitarle el paso. No llegó a ver cómo ella sujetaba el bastón con una mano y con la otra tiraba de la empuñadura. No llegó a ver la fina hoja que brilló unos instantes a la luz de la última explosión, ni siquiera llegó a sentirla cuando le atravesó el vientre.

Se dirigió a la salida por el pasillo central. A pocos minutos del desenlace de la lucha galáctica, nadie se fijó en ella, en que cojeaba levemente y se tapaba la cara con un pañuelo mientras tosía.

“Asesino en serie”, pensó, y sonrió levemente, “asesino…”

  

sábado, 23 de noviembre de 2013

SERIE NEGRA VII (VISITAS)

Hay visitas que... 



VISITA INESPERADA


Comprendo su sorpresa al verme después de tantos años, señor. Yo, con su permiso, también estoy un poco sorprendida porque no pensé que usted siguiera viviendo en esta casa después de lo que sucedió. Parece mentira, han pasado casi cuarenta años y es como si hubiera sido ayer, ¿no cree? Veo que ha hecho cambios, que ha quitado el papel de las paredes y ha sustituido varios muebles. Yo hubiera hecho lo mismo. En realidad, lo hice en mi casa cuando murió mi marido. La pinté de arriba abajo, cambié los muebles de sitio y me fui a dormir a otra habitación. En la de matrimonio había estado mi marido de cuerpo presente y, qué quiere que le diga, no podía. Usted no llegó a conocerle, claro, me casé después de dejar esta casa. Le ha quedado muy bonita, señor. Parece que tiene más luz, que es más alegre. Así resulta más fácil convivir con los recuerdos.

¿Ha arreglado la cocina también? Perdonará la curiosidad pero... cómo se lo diría yo, la cocina era el lugar de esta casa que era más mío. La cocina era mi sitio, usted comprende lo que quiero decir. No me diga que ha puesto una de esas modernas vitrocerámicas... Espero que el señor no haya olvidado mis patatas a la importancia, mi cordero al horno y mi arroz con leche. Ah, qué feliz fui entre esas paredes, preparando los platos favoritos de todos ustedes. Su señora madre, no me olvido, se volvía loca con el cardo en salsa de almendras. El señorito Andrés, en cambio, andaba siempre pidiéndome que le hiciera natillas. Pobre señorito Andrés... era apenas un niño, ¿verdad? Y pobre señora... Tan joven, tan hermosa... quién nos iba a decir, señor.

No, gracias, no me gustaba el alcohol y sigue sin gustarme pero... le aceptaría un café. ¿Quiere que lo prepare yo? Todavía me acuerdo de dónde se guardan el café y la cafetera. Qué buenos recuerdos me trae ese aroma... cuántas tardes la señora, que en paz descanse, se sentaba aquí, conmigo, y charlábamos de nuestras cosas... Ella me contaba, ¿sabe?

Seguro que el señor se pregunta el motivo de mi visita. Se lo diré con franqueza: no ha sido una casualidad. No ha sido que algún asunto me haya traído hasta aquí, tan lejos de donde yo vivo, y haya aprovechado para venir a verle. No. He venido a propósito, señor, porque tengo una importante noticia que darle, una muy importante noticia. El señor ha de saber que, desde hace dos días, el señor es viudo.

Sí, no me mire con esa cara. Ya comprendo que esté sorprendido pero... es la verdad: usted enviudó hace cuarenta y ocho horas.

Seguramente el señor se acuerda de un joven mecánico que contrató cuando se jubiló el viejo Pascual, ¿verdad? Pues bien, señor, aquel joven,  que se llamaba Jacinto, lo recuerdo bien, fue quien ayudó a la señora. Ella ya estaba muy cansada, señor, muy harta. De usted, de su señora madre... Jacinto fue quien le dio la idea del accidente y el que le explicó la mejor forma de hacerlo: el coche debía caer al pantano en la mitad del puente, justo donde el agua es más profunda, donde los cienos del fondo no dejarían encontrar los cadáveres. Era un conductor muy bueno, muy hábil, supo cómo hacer derrapar el coche para que las huellas en el asfalto no dejaran lugar a dudas.

Luego los tres se marcharon tan lejos como pudieron. No querían que nadie los encontrara ni que nadie pudiera reconocerlos. Vivieron muy felices todo este tiempo, eran una auténtica familia. Jacinto murió hace dos años y la señora... ya se lo he dicho: hace dos días.

¿Su hijo? Un hombre de bien que ha formado su propia familia. Ahora está triste porque en dos años ha perdido a sus padres (ha oído bien, he dicho sus padres. Porque su hijo siempre dijo que él no había tenido más padre que Jacinto) pero sabe que la vida es así. Es fuerte, como lo era él, y decidido, como la señora. No, no creo que quiera saber nada de usted porque... ¿sabe, señor?... la señora me contaba.

lunes, 18 de noviembre de 2013

ALGO ESTÁ PASANDO

Hablando de relatos cómplice, este lo es y mucho. 
Quien sepa a quién apodaban Koba tiene la mitad del trabajo hecho. 
Sin embargo, no faltan pistas a lo largo del cuento, por si alguien 
sigue leyendo sin acudir a Google y descubre la historia antes 
de llegar al final o justo en el final, en ese 19 de agosto.





LA SOMBRA DE KOBA
  
—¿Cómo estás, Leo?

Así me saluda Lupe, que acaba de salir a la terraza y de dejar sobre la mesa una jarra de agua fría, lo único que me apetece beber en esta tierra reseca. Se queda mirándome como si esperara una orden, como si sólo hiciera falta que yo expresara un deseo para que ella corriera a satisfacerlo.
Se sienta a mi lado y apoya su mano sobre la mía.

—¿Cómo estás, Leo?— repite

Su voz es musical, cantarina. Se empeña en quitarme la consonante final (y con ella el acento en la última sílaba) y mi nombre suena casi amable en sus labios. Pero echo de menos que alguien me llame Lev Davidovich, como Grigory solía hacer. “Lev Davidovich, camarada, ¿no crees que lo que pretendes es una utopía?”

—Compré duraznos...

Me asombra su piel oscura, me recuerda a la de Frida. Parece tan densa que se diría que nada puede herirla. Sin querer la comparo constantemente con la de Irina, blanca, frágil, casi transparente. Irina... Ya corre 1940, Irina. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde nuestras promesas?. En realidad, da igual cuánto haya sido: parece una eternidad. Desde esta ciudad, luminosa y polvorienta, las demás ciudades en las que he vivido, todos los paisajes que he conocido, todas las casas que he habitado, incluso todos los rostros que alguna vez han estado ante mis ojos, parecen terriblemente lejanos como si, en vez de pertenecer a mi vida, formaran parte de un sueño.

—Leo...

Lupe está preocupada por mí. Cuando llegó a casa al día siguiente del tiroteo y vio la huella de los disparos en las paredes se arrojó en mis brazos gritando mi nombre y hablando tan deprisa que apenas pude entender lo que decía. De repente se había dado cuenta de que algo estaba pasando y ella no sabía lo que era. Iá bami ocheróban, le dije entonces. Nunca le he dicho “te adoro” a ninguna mujer, ni siquiera a Irina, pero a Lupe puedo decírselo porque sé que no me entiende.

Ahora se sienta en el suelo, a mis pies, y apoya la cabeza en mis rodillas. Acaricio su pelo negro y brillante, como seda. Ven, pequeña diosa, niña de piel color canela y ojos como pozos. Te contaré que el otro día, cuando Sheldon y yo salíamos de Museo, una vieja india llena de collares y brazaletes se empeñó en leerme la mano. Veo un martillo cerca de ti, me dijo. Y una hoz, le contesté, casi divertido. Ten cuidado, me advirtió con gesto sombrío.

Claro que tengo que tener cuidado. La sombra de Koba es tan larga como los cauces de todos los ríos soviéticos y tan penetrante como el aire helado de Siberia. Puede llamarse de muchas maneras: NKVD, KGB, GRU... pero siempre es su sombra. Llegó a Prinkipo, llegó a París y a Noruega y ahora ha llegado a Coyoacán. La diferencia entre Koba y el frío siberiano es que del viento gélido de la estepa puedes encontrar con qué protegerte.

Ven, pequeña Lupe. Comeremos duraznos y beberemos agua helada mientras esperamos la caída del sol, un poco de alivio para este calor sofocante. Todavía queda mucho verano, hoy es 19 de agosto.


sábado, 16 de noviembre de 2013

VERANO INOLVIDABLE Y SU CONSECUENCIA

Ocurrió que alguien propuso escribir sobre el tema "Verano inolvidable". Ocurrió que yo escribí el microrrelato que se lee más abajo en primer lugar. Ocurrió que alguien (y no miro a nadie) lanzó un reto y yo, que me tiro a cualquier charco, lo acepté.




UN TEMA DIFÍCIL

“Verano inolvidable, “Verano inolvidable”…  Menudo tema ha ido a poner. Como si hablar del verano fuera sencillo. ¿Qué pasa, no había otro? Se me ocurren cientos, miles. “El cielo y las estrellas”, por ejemplo.  “Mi segunda piel”, por ejemplo. “Aurora boreal”, por ejemplo. Y si hablamos de “inolvidables” la lista se alarga casi hasta el infinito. “Un viaje inolvidable”, “Una aventura inolvidable”, “Una noche inolvidable”…  Incluso valdría  “Mi reno y yo”, si me apuras.
Tal vez lo ha puesto porque estamos en agosto y, claro, piensa que agosto es igual en todas partes.
¡Pues no, agosto no es igual en todas partes!
“Verano inolvidable”… Uf…

Voy a barrer la entrada del iglú a ver si barriendo se me ocurre algo.





MI RENO Y YO

No sé qué habría sido de mí y de mi negocio si él no hubiera aparecido pero puedo imaginarlo: la mercancía  sin repartir, el buzón lleno de airadas quejas de los destinatarios, defraudados por no haber recibido su pedido… Los proveedores, furiosos, me habrían retirado su confianza y cambiado de distribuidor.
Era la primera vez que el tiempo me jugaba esa mala pasada aunque, en realidad, me extrañó que no hubiera sucedido antes, dadas las fechas: una niebla densa, como ese puré de guisantes que flotaba antaño sobre Londres, que no dejaba ver más allá de un metro.
¿Quién se arriesga a conducir así?
Pero entonces llegó él, Rudolph.
Y con su nariz colorada iluminó el camino delante del trineo.


lunes, 11 de noviembre de 2013

COSAS DE FAMILIA

En todas las familias hay algún secretillo. O dos.








SUS ÚLTIMAS PALABRAS


—Perdona que te moleste, Lidia, pero es que últimamente veo a tu padre muy mal…

Así había empezado la llamada de Teo, en un susurro de clandestinidad a dos mil kilómetros de distancia. Lidia la imaginó esperando la hora de la siesta de su padre, acercándose con sigilo al viejo teléfono de dial que colgaba desde siempre de la pared del pasillo y arrugando los ojos para distinguir, en medio de la penumbra, las cifras apuntadas en una hoja de su bloc de notas que había pegado meticulosamente junto al aparato. “Así lo tengo a mano si necesito llamarte, hija”.
Teo era casi tan mayor como su padre y no se aclaraba con el inalámbrico. “Yo me confundo con todas esas teclas, Lidia, no quites el teléfono de la entrada que yo me manejo muy bien con él”.

No la había sorprendido. De hecho, llevaba varios años esperando el aviso, anticipando el momento en que tendría que hacer la maleta a toda prisa y tomar el primer avión porque a su padre o a Teo les hubiera ocurrido algo. Y el momento había llegado. Siempre supuso que su padre sería el primero en caer, tenía más años que Teo y su salud nunca había sido buena. Pero Teo siempre había cuidado de él. De hecho, Teo había cuidado de todos. En la memoria de Lidia, Teo era una presencia como la de sus padres o la de sus abuelos, era de la casa, de la familia, y su recuerdo estaba unido a un desvelo constante. Teo había velado sus fiebres infantiles, curado sus rodillas lastimadas en una caída y limpiado sus lágrimas. También la había abrazado en las noches de pesadillas y consolado en su primer desengaño. Y eso no le había quitado tiempo para estar pendiente de las comidas, de la limpieza, de las compras, de sus padres… Su madre había muerto cuando Lidia tenía quince años y Teo había sido primero la enfermera que la había atendido durante la enfermedad y luego el bastón en que Lidia y su padre se habían apoyado para superar su ausencia.

“Teo, ¿por qué yo no tengo hermanitos?”, había preguntado un día, después de jugar en la casa de familia numerosa de su amiga Teresa. “Porque los niños no vienen cuando uno quiere sino cuando Dios los manda”, había sido la respuesta de Teo, acompañada de una sonrisa de conformidad. Entonces ella corrió a buscar a su padre. “Papá, el domingo en Misa tenemos que pedirle a Dios que nos mande un hermanito”, le dijo, y le sonrió para que viera su entusiasmo. Su padre la había mirado despacio y luego le había acariciado la cabeza. “Cómo te pareces a tu madre”, había dicho.



No esperaba encontrarle tan mal. Según Teo, había empeorado mucho en las últimas veinticuatro horas y no había conseguido convencerle para ir al hospital. A duras penas había consentido la presencia del médico de cabecera.

—Se niega en redondo, Lidia, dice que quiere morir en su cama —le explicó con la voz entrecortada y unas lágrimas que no pudo disimular.
—Tan cabezota como siempre —contestó, y se abrazó a la mujer—. No te preocupes, seguro que no se muere.

Pero cuando le vio, pálido y fatigado por la disnea, dudó de lo que había dicho. Teo tenía razón, estaba muy mal.
Se acercó a la cama, se sentó en el borde y cogió la mano que descansaba sobre el embozo.

—Ya estoy aquí, papá —dijo en voz baja. Teo se había aproximado también, Lidia la sentía a su espalda—. Ya estoy aquí y te vas a poner bien, ya lo verás.

Su padre abrió los párpados lentamente y la miró un instante. Luego levantó los ojos por encima de su hombro y los dejó quietos allí unos segundos mientras en su cara aparecía un gesto de alivio.

—Hija —dijo, y aspiró de nuevo. Lidia comprendió que era su último esfuerzo—… cuida de tu madre.