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sábado, 14 de diciembre de 2013

VIENTO DEL CARIBE

No me parece gran cosa este relato pero... no sé... 





VERBENA

Cuando Felisa vio el cartel que anunciaba la verbena y el nombre de la orquesta que (tal como rezaba el programa de festejos) la amenizaría, sintió que un calambre le ablandaba las piernas y  estuvo a punto de caerse al suelo.

¡Gran Orquesta “Viento del Caribe”! ¡Recién llegada de Cuba, en exitosa gira por todo el país!

Apoyó la mano en la pared y bajó la cabeza mientras intentaba recuperar el control sobre sus extremidades inferiores y disimular el vértigo que le rodeaba la cabeza pero, al cerrar los ojos, sobre la pantalla en negro de su mente se proyectó la escena como una brillante diapositiva por la que no hubieran pasado dos años: la terraza del salón “Atlántico” asomaba al mar sus luces, sus palmeras y su bullicio mientras varias decenas de turistas, alegres y despreocupados, intentaban que sus evoluciones sobre la pista de baile se parecieran lo más posible a la coreografía canónica de los ritmos caribeños. Los mojitos y los cuba-libre habían demostrado hacía rato su efecto desinhibidor y Felisa, pareja en aquel momento del Jefe de Compras, se esforzaba por recordar y poner en práctica lo que había aprendido en la academia de baile “La latina”. Fue entonces, en medio de las evoluciones del baile, cuando sintió los ojos del saxofonista clavados en sus caderas y un calor repentino le estalló en el vientre. Encontrarse con él en el pasillo que conducía a los lavabos no le extrañó, ni tampoco su abordaje, tan franco y descarado que casi parecía sincero.

—Ya tú ves, mamasita…

Vio en aquel momento y le vio el resto de la noche mientras duraron la música y el baile, las miradas y el fuego en su piel, y siguió viéndole a la luz de la luna que había invadido su habitación del séptimo piso hasta que el amanecer los encontró tendidos sobre la cama, desnudos y enredados con las sábanas como niños revoltosos.

—Ya tú ves, mamasita…

Abrió los ojos y levantó la vista hasta la foto del grupo. Le buscó entre los rostros de los demás componentes de la orquesta, impecablemente vestidos de blanco, la cintura ceñida por un fajín rojo, la camisa y los pantalones ajustados a la piel. Le encontró entre el guitarrista de pelo blanco y el trompetista de bigote “Pancho Villa”, moreno, provocador, sonriéndole a la cámara, y de nuevo se le aflojaron los músculos y se le nubló la vista.

¿Cómo decir ahora que no quería ir a la verbena si había insistido durante semanas hasta que Martín había accedido a ir con ella a la academia? ¿Cómo justificar una decisión así cuando su marido llevaba tres meses luchando contra su innata torpeza para aprender los pasos de la salsa, el merengue, la bachata y chachachá, para moverse con un poco más de gracia que un pato mareado?

Respiró hondo y se alejó de la foto de la orquesta “Viento del Caribe”, que siguió pegada a la pared ajena por completo a la conmoción que acababa de causar. La terraza del Casino se desplegaba a la sombra de los plátanos en un lateral de la plaza. Se sentó, pidió un vermouth rojo con mucho hielo y se quedó mirando fijamente el templete que presidía el ágora del pueblo. Ya estaba adornado con las habituales guirnaldas, que se mecían con un ligero vaivén al ritmo de un airecillo tímido que bajaba del monte y refrescaba un poco la mañana veraniega. Por un momento imaginó a la orquesta “Viento del Caribe” llenando el pueblo de ritmo y sabor, imaginó a sus vecinos y amigos bailando sones latinos bajo las banderolas y al saxofonista, moreno y prieto, siguiéndola con los ojos, atento al vuelo de su falda. A pesar de que julio cumplía rigurosamente su papel de mes caluroso, sintió un escalofrío. No, no podía ir a la verbena, no podría resistir de nuevo aquella mirada sobre ella, no podría luchar contra el deseo de volver a verle.


Sonó el móvil. Contestó y la voz de Martín sonó un poco quebrada.

—Felisa… ven al Centro de Salud… me he caído por la escalera y creen que me he roto algo…

Las palabras de su marido siguieron unos segundos dando vueltas en su cerebro. “Me he caído por la escalera y creen que me he roto algo…” Un tobillo, un dedo… Imposible bailar con algo roto en un pie.


Miró de nuevo el templete y suspiró. Una mezcla de pena y alivio le subió  lentamente hasta la garganta y le llenó los ojos de agua. Parpadeó para aclararse la mirada y se bebió de un trago el resto del vermouth. A continuación, guardó el móvil en el bolso, sacó un pañuelo y se limpió las lágrimas.

7 comentarios:

  1. El infortunio de unos puede traducirse en la dicha o el alivio de otros. Un relato espléndido, el de la nostalgia de un amor nunca olvidado. Me ha encantado.
    Un abrazo.

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    1. Gracias, Josep. Algo así quise escribir y, por lo que dices, me salió bien.
      Otro abrazo para ti, muy grande.

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  3. A mí, como a Josep Mª, me parece un relato espléndido: el corazón humano en pleno ejercicio de sí mismo, es decir, hecho un laberinto de contradicciones y pasiones.
    Felicidades, querida!!
    Mil besos

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    1. No sabes cómo llena de orgullo y satisfacción que consideres espléndido algo que yo he escrito, hermana.
      No, no te haces idea.
      Dos mil.
      :-)

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  4. ¡Jopé, amiga! Ya me gustaría que la Dra. de Vallavalencia, tuviese algún fallo, pero no, se supera en cada relato y, ¡Cómo disfruto con cada uno!
    Besitos.

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    1. Ay, Rosa preciosa... qué gafas benevolentes te pones cuando me lees...
      Un abrazo enorme, cariño.

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