Parcialmente basado en hechos reales: al vecino de abajo le salió una gotera y la fuga estaba a la altura de nuestro piso.
(A veces, para escribir solo hace falta abrir los ojos)
LAS BUENAS OBRAS
El precio tendría que haberla alarmado. Incluso
en plena crisis era escandalosamente bajo, un precio ridículo para un piso de
más de cien metros cuadrados en pleno centro, en un llamativo edificio
decimonónico rehabilitado hacía unos años. Pero cuando, medio en serio, medio
en broma, preguntó en la agencia dónde estaba la trampa, la empleada que la
atendía se limitó a decir que el vendedor tenía problemas de cash y que le urgía vender, que eso era
todo y que ella podía considerarse afortunada por haber llegado a tiempo de
conseguir semejante ganga.
Le faltó tiempo para firmar el contrato,
solicitar la hipoteca y organizar la mudanza.
Fueron tres semanas de locura, nunca pensó que
la compra de un piso exigiera tal cantidad de trámites ni tampoco que todas las
cosas que había acumulado en cuatro años de vida independiente ocuparan tanto
espacio.
Cuando el último empleado de la empresa de
mudanzas cerró la puerta tras de sí, suspiró con alivio. Aún le quedaba el
trabajo de vaciar las cajas, de volver a organizar y colocar, de limpiarlo
todo, pero lo más importante ya estaba hecho. Aquella noche, por fin, dormiría
en su nueva casa.
El soniquete del despertador la sacó de un
sueño angustioso y se dio cuenta de que, por primera vez en su vida, había
tenido una pesadilla. Antes incluso de abrir los ojos, pensó que seguramente se
debía a la tensión y al cansancio de los días anteriores. Era lo más lógico
porque ella conocía las pesadillas solo por referencias, jamás había tenido un
mal sueño, ni siquiera de niña. Nunca había soñado nada que la asustara. Pero
lo que había soñado aquella noche había conseguido angustiarla de tal modo que
había deseado despertar para escapar de un agobio que le apretaba el pecho,
gritar para librarse de él.
El escenario era el pasillo del nuevo piso en
el que una luz agónica apenas permitía distinguir los contornos de las cosas. A
pesar de eso, la figura del hombre que avanzaba hacia ella tenía una nitidez
inquietante. Llevaba pijama y zapatillas y caminaba despacio, con pasos lentos
que aseguraba apoyándose en un bastón, y pedía ayuda, eso lo sabía ella sin
necesidad de que el hombre pronunciara una palabra, necesitaba ayuda y recurría
a ella porque era su última esperanza. No había nada en el hombre que resultara
amenazador, al contrario, sus movimientos eran pausados, casi podría decirse
que tranquilos, y su cara, que apenas podía distinguir en la penumbra, tampoco parecía
mostrar un gesto agresivo. La angustia que le producía su presencia, su avance,
procedía de la súplica que ella percibía con la misma certeza que habría
resultado si el hombre la hubiera formulado en voz alta.
El sueño se repitió la segunda noche, casi
idéntico, y la tercera y la cuarta. Eran demasiadas noches para que la pesadilla
fuera consecuencia de la tensión de la mudanza y recurrió al ansiolítico que
tenía guardado en el fondo del botiquín, pero ni siquiera con una dosis que
doblaba la recomendada en el prospecto consiguió que el hombre abandonara sus
sueños.
Intentó colaborar con lo inevitable, aceptar
aquella presencia sin resistirse a ella como quien se resigna a un compañero de
viaje que se empeña en dar conversación, pero la conformidad no aliviaba la
angustia de sentir, cada mañana, que el hombre le pedía ayuda y que ella no
sabía cómo dársela.
Estaba a punto de descolgar el teléfono para
pedir cita con un psiquiatra cuando sonó el timbre de la puerta. Era el vecino
de abajo, tenía una mancha de humedad enorme en el techo de su dormitorio y
todo parecía indicar que procedía de la bajante a la altura de su piso, venía a
pedirle permiso para que el fontanero picara en su casa. Le extrañó que un
edificio recién rehabilitado tuviera problemas de fugas de agua pero accedió,
no podía hacer otra cosa.
El fontanero subió a los pocos minutos y
cuando entró en el dormitorio se quedó mirando la zona que colindaba con el
cuarto de baño con gesto de extrañeza.
—Vaya —musitó mientras se acercaba a la pared.
La golpeó en varios puntos, sonó a hueco—… Señora, ¿hay un armario por el otro lado?
—¿Un armario? —preguntó desconcertada— No, no
hay nada, que yo sepa, la casa está tal cual la compré…
—Se lo digo porque en el piso de abajo esta
esquina no existe, voy a tener que picar estos dos tabiques porque la bajante
está detrás, en el rincón…
Los primeros golpes evidenciaron que, tal como
había sospechado el fontanero, detrás del tabique había un hueco. Los sucesivos
dejaron al descubierto un espacio en el que descansaba, acurrucado en el suelo,
un esqueleto sobre el que se ondulaba la tela medio podrida de un pijama. Los
pies bailaban dentro de unas viejas zapatillas y en los huesos de la mano
derecha se apoyaba un bastón.
El vecino de abajo le ofreció alojamiento y
ella, todavía confusa, lo aceptó. Tal vez habría sido más razonable irse a un
hotel mientras duraran las obras y el trabajo de la policía pero, aunque
pudiera parecer insensato, no quería alejarse de su casa.
Aquella noche el sueño se repitió, como todas
las noches, la misma luz imprecisa, los mismos contornos borrosos, la misma
angustia de siempre, pero esta vez el
hombre no se detuvo a mitad de camino. Avanzó lentamente hasta que quedó frente
a ella y entonces, iluminado por un leve resplandor, pudo ver su rostro anciano,
su mirada cansada y un gesto de alivio y agradecimiento que tampoco necesitó
palabras. Después el hombre dio media vuelta y caminó, pasillo adelante, hacia
la puerta.
Qué narración más tétrica e inquietante. ¿Quién asesinó y emparedó al pobre hombre? ¿Cómo nadie le echó en falta? ¿Sabremos algún día la verdad o nos quedaremos con las ganas?
ResponderEliminarUn abrazo.
No me planteé esas preguntas al escribir el relato, Josep. Me pareció centré en que el pobre viejito por fin pudiera descansar el paz.
EliminarGracias por leer, un abrazo.
Buenísimo!! Yo lo conocía a través de Black y sin embargo sigo la trama con el mismo interés.
ResponderEliminarMil besos!
Hermana, la noche te confunde. Este relato no es de Black, ¡es mío!
EliminarBueno, da igual. A fin de cuentas, se podría decir que Black y yo somos la misma persona.
:-)
Cienes de besos.
Jo! qué mieditoooooo!!
ResponderEliminarSagerá.
Eliminar:-)
(Bueno, sí. Si lo lees de nocje, metida en la cama y con el pasillo a oscuras... sí, puede que dé miedito)
Besos.
Por cierto, me acordé de tí el otro día. Hilando series negras con relatos de pececillos, te gustará saber que uno de los peces de mi acuario es un asesino psicópata ….. por si se te ocurriera algo que escribir sobre él. Es pálido, muy pálido y ya se ha cargado unos cuantos compis. Lo que pasa es que el tío siempre hace que parezca un accidente! Un abrazo.
ResponderEliminarJuer con los peces de colores... Quién podría imaginar que tuvieran peligro...
EliminarBueno, tú déjame y dame tiempo. Algo se me ocurrirá (aunque ya sabes que soy tardona).
Un abrazo, cariño, y gracias.
¡Por dió! Eso le pasó por comprarse un piso grande y decimonónico, si se hubiese comprado uno de 60 m2 incluyendo el balcón, no habrían tenido espacio para "emparedados". ¡Pobre viejito!
ResponderEliminarUn abrazo, preciosa.
Es que era una ganga de piso, Rosa, compréndela.
Eliminar:-)
Y el viejito... pobre, alfinal descansó.
Un abrazo, preciosa.
Lo vuelvo a leer y diossss¡¡¡
ResponderEliminarEres buena, tía (y esa manera de expresarme no es mía, me han poseído) pero es así.
Besos, niña y reina de corazones, siempre.
Gracias, tía, de verdad, o sea, mola que te guste.
Eliminar:-)
Abrazo enorme.