APÁTRIDAS
Fue mi
madre la que me habló de él, el año pasado, en verano.
—Siempre
está en la calle de Miguel Iscar, en la acera frente a la casa de Cervantes.
Por las mañanas a veces está y a veces no, pero por la tarde, siempre. Y le doy
algo, claro. Yo creo que está en una residencia o algo así porque se ve que le
cuidan, va muy limpio…
La calle
de Miguel Iscar es uno de los tramos del camino más recto entre la casa de mi
madre y la mía de modo que es inevitable que, tanto ella como yo, pasemos por
allí con relativa frecuencia.
Ayer le
tocó a ella. Desde hace unas semanas viene cada tres o cuatro días para que le
ponga una inyección. Ácido pantoténico, para el pelo, que dice que se le cae
mucho. Cuando se marchó, la acompañé.
—Voy contigo, mamá, que tengo que pasar por el cajero.
El
termómetro de la plaza de Zorrilla marcaba seis grados positivos pero el aire,
que había sobrevolado la nieve de los alrededores, dejaba la temperatura en
bastante menos.
—Te
acompaño hasta la plaza de España.
Como si
llevara todo el camino pensando en ello, a la entrada de la calle Miguel Iscar
habló de él.
—Cuando
pasé antes por aquí ya había llegado. Se estaba quitando el pantalón del
chándal. Le he dicho que cómo se le ocurría hacer eso con este frío pero me ha
contestado que le da igual, que no lo siente.
Le vi de
lejos, entre la gente que pasaba a su lado sin fijarse en él. En un banco
cercano, la bolsa de plástico que —pensé— contenía su pantalón de chándal,
parecía esperarle; en el suelo, una caja de cartón, abandonada en medio de la
acera, solicitaba discretamente una ayuda mientras él paseaba arriba y abajo
por delante de la verja de la casa de Cervantes, sin dirigirse a los
transeúntes, sin hacer ningún gesto, serio, digno. Busqué el monedero en las
profundidades del bolso y saqué un billete de cinco euros.
—¿Eso le
vas a dar? —se asombró mi madre.
—Pues sí.
¿No dices que tú cada vez que pasas le das algo? Pues yo, como paso menos, se
lo doy todo junto.
—Ya, mujer,
pero… cinco euros…
—Seguro
que muchas veces me he gastado cinco euros en cosas más tontas.
No dejé
el billete en la caja de cartón, tuve miedo de que algún desaprensivo tuviera
la poca vergüenza de robarlo. Se lo puse en la mano al pasar a su lado.
—¡Qué
cara de alegría se le ha puesto! —dijo mi madre cuando le dejamos atrás.
Bajé con
el perro a media tarde, justo cuando empezaba a llover. No me entretuve mucho,
no llevaba paraguas y no me apetecía mojarme. Cuando volvíamos a casa me acordé
de él, de que, seguramente, estaría en la calle de Miguel Iscar, paseando
frente a la Casa
de Cervantes con las piernas desnudas, aguantando el frío y aquel aire que
convertía las gotas de lluvia en alfileres de hielo.
—Voy a
hacer un recado —le dije a mi marido.
Y me fui
a la calle de nuevo, esta vez con paraguas.
Allí
estaba, la bolsa de plástico descansando en el banco, la caja de cartón en el
suelo. Sus piernas no son más gruesas que mis muñecas. Una extraña mezcla de
malformación y parálisis hace que sus movimientos se asemejen a los de una
marioneta torpemente manejada y que cada uno de sus pasos parezca el fruto de
un esfuerzo titánico.
Hoy
tampoco he dejado el dinero en la caja.
—¿Por qué
no te vas a casa? Hace mucho frío.
—Hoy día
tres, último día para pagar alquiler y yo no tengo todo dinero que hace falta,
ciento cuarenta euros…
Tenía
razón mi madre: va limpio. Es más, huele bien, a ropa recién lavada. Es joven,
moreno, muy delgado. Y sonríe.
—Yo
trabajo una hora más y me voy… Si no pagas alquiler no quedar en habitación…
Me hace
gracia ese “yo trabajo” y, por un momento, siento la tentación de darle los
ciento cuarenta euros y mandarle a casa. Pero me desconcierta su sonrisa, su
entereza, su dignidad.
—¿De
dónde eres?
—De
Bulgaria.
Aún tengo
apretada su mano, noto el calor de las monedas. Presiono un poco más fuerte y
sonrío para despedirme.
—Adiós.
—Adiós.
Vuelvo a
casa por otra calle, esquivando los canalones que escupen chorros de agua y los
paraguas de los demás transeúntes. No puedo evitar pensar que mi hija pequeña
es capaz de gastarse ciento cuarenta euros en llamadas de teléfono y maldigo
este mundo desquiciado, enloquecido, estúpido.
Algo que
no es lluvia me moja la cara mientras pienso que un mundo así no puede ser mi
patria.
Ni la de
nadie.
Qué hermoso retrato de una escena tan triste y tan injusta... Por desgracia tan cotidiana, tan presente, que acabamos por no verla.
ResponderEliminarMontón de besos, hermana.
Me has removido la conciencia.
ResponderEliminarGracias, reina y un beso