Un relato... gastronómico. Y hasta aquí puedo leer.
Imagen tomada de www.cincovillas.com
GATO POR LIEBRE
Yo se lo había dicho cientos de veces pero ya sabéis cómo
era, que se creía el más listo del mundo, que pensaba que nunca le iba a pasar
nada y no le hacía caso a nadie.
Su madre tuvo problemas con él desde bien pequeño porque
se le escapaba en cuanto se descuidaba un segundo. Como se fuera a por la
comida o se entretuviera un poco con alguno de sus hermanos, él aprovechaba y se
escabullía, salía a todo correr, le daba igual hacia dónde, el caso era
escaparse, darse una vuelta por los alrededores o, incluso, aventurarse a
cruzar la calle y meterse en el taller mecánico, y luego la madre tenía que
andar buscándolo por todos los rincones del patio, por la casa, incluso por las
calles cercanas. Cuando lo encontraba, lo agarraba por el pescuezo y lo llevaba
de vuelta a casa pero él no aprendía, en cuanto la madre se daba la vuelta, él
volvía a marcharse, a fisgonear por las casas de los vecinos, a meterse en
corrales y huertas, a colarse por cualquier puerta que encontrara abierta.
Yo le decía a su madre que no se preocupara, que cuando
creciera sería más sensato, más consciente del peligro, pero en el fondo yo
sabía que le estaba mintiendo, que el que nace lechón muere marrano y no
cambiaría con el tiempo, pero igual tenía que decírselo, por consolarla un poco
más que otra cosa, que yo a la madre siempre la aprecié mucho, que la conocía
desde jovencita, cuando era una preciosidad de pelo negro, ojos verdes y
andares egipcios, de lo más bonito que se ha visto por este pueblo, y siempre
me gustó, lo confieso, pero ella nunca me prestó demasiada atención, se ve que
me encontraba mayor para ella.
El tiempo me dio la razón porque el hijo no cambió nada
al hacerse mayor, más bien al contrario, parecía que convertirse en adulto le
daba más aplomo en sus imprudencias. De hecho, fue el primero en marcharse de
casa, se fue un buen día, sin dar explicaciones a nadie, y se instaló en la
casa de las terrazas, esa tan grande que está al borde de la carretera, al lado
del mesón, la que tiene en la parte de atrás ese jardín tan grande, con tantos
árboles.
Yo creo que se fue allí por el mesón, que siempre le
había gustado mucho, más que cualquier otro lugar del pueblo. Ya desde pequeño
merodeaba por allí, se paraba a la puerta y se quedaba mirando a la gente que
entraba y salía, pero sobre todo le encantaba irse por la puerta trasera y
espiar al cocinero y a los pinches, fisgar lo que tiraban a la basura; incluso
varias veces llegó a entrar en la cocina y a quedarse escondido en un rincón hasta
que el cocinero lo descubría y lo echaba de allí a patadas y maldiciendo de él
y de su familia en todos los idiomas.
Yo le advertí que no jugara con ese hombre, que todos
sabemos el genio que se gasta el cocinero del mesón, en el pueblo todavía se
recuerda la paliza que le dio a uno del pueblo de al lado porque se atrevió a
decir que sus calamares con arroz sabían a tinta más que a otra cosa; el
cocinero le soltó aquello de “usted no tiene huevos para decirme eso en la
calle” y a la calle se fueron los dos, a pelear con los puños. El del pueblo de
al lado se fue con el rabo entre piernas y con una ceja rota y al resto del
personal le quedó claro que el cocinero no era amigo de bromas y que, llegado
el caso, no se andaba con miramientos.
Pero él, como siempre, no me hizo ni caso y siguió
colándose en la cocina cada vez que le apetecía o que el cuerpo le pedía
emociones fuertes, se ve que eso de jugar a que el cocinero le descubriera era
algo que le subía la adrenalina, le haría sentirse como un héroe intrépido o
algo así, quién entiende a los jóvenes.
Y, como decía la canción, lo que tenía que pasar, pasó.
Yo siento que el tiempo me haya dado la razón pero era algo que se veía venir.
El cocinero le pilló anoche y esta vez no le dejó salir.
A su madre le diré que se ha marchado a otro pueblo, creo
que no conviene que sepa con qué está hecha la liebre a la cazadora del menú de
hoy.
Fiel a los finales insospechados, habrá que tener cuidado con lo que se come.
ResponderEliminarBesitos, Vichita.
¡Ya te digo!
EliminarEn cuanto a los finales... ya sabes que me encanta sorprender.
Besos, Rosa preciosa, y gracias.
Como siempre, me dejas sin respiración cuando te leo, sobre todo en esos finales rotundos que a mí me gustan en poesía y que tú bordas en prosa. ¡genial!
ResponderEliminarEn un relato breve, Enrique, como en un poema, el final tiene que dejar k.o. al lector, ¿no crees?
EliminarUn abrazo, maestro, y gracias por visitar tu casa.
Conduces el relato con la maestría de siempre: nos dejas leer con suavidad una historia de la normalidad cotidiana (con sus anormalidades) para, a última hora, dejarnos caer de golpe en el desenlace sorpresivo...
ResponderEliminarHermana, eres genial.
Mil besos.
Ains, hermana... cómo me gusta gustarte...
EliminarOtros mil para ti.