Para todos pero en especial para Rosa Jaén Moreno (para que se acabe de enganchar.
FINE WINES AND SPIRITS
(Nico, el de la
tienda de licores)
Veintitrés años. Veintitrés años detrás de este mostrador.
Lo dices en un segundo y resulta que es más de la mitad de tu vida.
No hay muchas
novedades al otro lado del escaparate. Por mucho tiempo que pase hay cosas que
no varían, como si su destino fuera, precisamente, hacernos ver el lado
inmutable de la vida: fachadas con ventanas de madera en la acera de enfrente,
farolas de hierro fundido, escaleras, dos filas de coches aparcados, alguna
bicicleta atada a una verja y las mismas caras grises de siempre. Dicen que
todo cambia constantemente, que a cada segundo que pasa el mundo es distinto,
pero yo, cuando miro hacia la calle a través del escaparate, tengo serias dudas
sobre eso. Sin duda ocurren cosas que a cada minuto que pasa hacen que cambie
el mundo, pero no es menos cierto que, a veces, nos enseña su cara más
estática. Creo que alguien dijo una vez que hay que cambiar para que todo siga
igual.
—Entonces viniste a
Boston cuando tenías... –quiere saber Santo.
—Catorce —le
informo.
Estamos hablando
precisamente de eso, de lo mucho que ha cambiado la ciudad en treinta años:
barrios de amplias calles completamente nuevos, avenidas, rascacielos, centros
comerciales, parques... Sin embargo, hay lugares que siguen igual, como esta
calle. Se diría que alguien los ha conservado para, precisamente, recordarnos
que a pesar de los cambios hay cosas que siempre serán las mismas. Como el
chaquetón de Santo, por ejemplo. Lleva el mismo desde hace diez inviernos.
Cuando le digo que ya es hora de que se compre uno nuevo me hace palpar uno de
sus faldones y afirma: “Muchacho, ya no hacen paños como este”. Y el gorro de
lana verde que se cala hasta los ojos tiene todo el aspecto de haber visto la
llegada del Mayflower.
—Es increíble lo
rápido que pasa el tiempo —sentencia. Y me hace una señal para que vuelva a
llenarle el vaso.
Tengo que ir a la
trastienda a por otra botella. Hoy la rodilla me duele como si me la hubieran
rellenado con alfileres y los veinte pasos que hay hasta la estantería se me
antojan veinte millas. Maldita sea la guerra de Vietnam. Maldita sea la guerra
de Vietnam y la de Corea y todas las guerras del mundo. Y malditos sean los que
las empiezan, los que las alimentan y los que no quieren que terminen. Malditos
todos ellos. Por su culpa casi me remuerde la conciencia por tener solo una
rodilla destrozada. Pienso en lo mucho que han perdido otros y me digo que no
tengo derecho a quejarme. No solo soy de los afortunados que sobrevivieron a
las balas y a las emboscadas del Viet-Cong, al calor, a la humedad y a los
mosquitos, a la desesperación y a la locura. Además, soy de los afortunados que
pueden caminar con las dos piernas, mover los dos brazos y ver con los dos
ojos. Pero lo que yo perdí por su culpa no puede medirse en cicatrices. Yo
perdí algo que para mí valía mucho más que una rodilla, que un brazo, que una
mente que no ha caído en el pozo del terror. Yo perdí a Amy, la mujer de la que
estaba enamorado, la mujer con la que quería pasar el resto de mi vida. Amy me
amaba pero no pudo soportar la angustia de saberme lejos y en peligro
constante, no pudo soportar la incertidumbre de mi regreso y no me esperó. “Nico”,
me escribió, “todas las noches me acuesto pensando que tal vez al día siguiente
me llegue la noticia de que te ha ocurrido algo malo y no puedo dejar de
llorar”. Cuando volví, se había casado con Murray, con mi amigo Murray, el
muchacho soso y desgarbado que no había podido alistarse por su escandalosa
miopía. Cuando volví, no me esperaban unas manos y una voz para ayudarme a
olvidar el horror que había vivido sino la terrible decepción de verme
abandonado por quien yo creía que me iba a acompañar el resto de mi vida.
Después de Amy yo no he podido querer a ninguna mujer. Por culpa de los señores
de la guerra tengo una rodilla hecha pedazos y perdí a la mujer a la que amaba.
Pero no tengo derecho a quejarme. No, señor, no tengo derecho. Otros perdieron
mucho más que yo.
De repente, siento
envidia de Santo. Es un buen tipo, un cliente de los de antes. Suele llegar
sobre las cinco, toma un par de copas, me da un poco de conversación y se marcha
a casa a ayudar a su mujer a preparar la cena. La mujer de Santo se llama Nora
y se está quedando ciega.
—Sin mí no podría
ni encender el horno, muchacho —me dice como si se excusara por no quedarse más
tiempo.
Por eso me da
envidia. Tiene más de setenta años y una esposa a la que cuidar. Yo jamás
tendré eso.
Una mujer cruza
desde la acera de enfrente. Me quedo mirándola porque camina como si su cuerpo
no pesara, liviana sobre unos tacones altísimos. Tiene bonitas piernas y un
rostro de facciones serenas. No puedo evitarlo, es una costumbre de juventud
que no ha desaparecido con los años: la imagino con un ligero traje de verano
ciñéndose a sus caderas y a sus pechos en cada paso, el escote amplio, el vuelo
de la falda en torno a los muslos. Pero lo cierto es que lleva un abrigo negro
y una gorra de la que se escapan unos rizos pelirrojos. Me recuerda a alguien.
Se detiene frente al escaparate y se queda mirando las botellas de vino.
—No tiene arreglo,
Nico —dice Santo, que me ha visto mirarla—: nosotros somos cada vez más viejos
y ellas cada vez más jóvenes.
Miro a Santo y
sonrío dándole la razón. Es cierto lo que dice: nadie nos salva de la vejez, de
la muerte. Y la gente como esta mujer, que casi es todavía una muchacha, nos
hace recordar que cada día que pasa nos acerca un poco más al final del camino.
No sé cuánto falta para llegar al final del mío pero sé que va a ser muy pesado
porque he de hacerlo solo, solo con mis pensamientos y con mis recuerdos, con
la amargura de pensar que todo podría haber sido distinto. Intento imaginar mi
vida dentro de diez, quince años, pero no puedo. Seguramente las casas, al otro
lado de la calle, seguirán igual, con sus fachadas de ladrillo rojo, sus
ventanas que tal vez alguien se haya decidido a pintar, y sus viejas escaleras
de incendios. Pero yo... ¿cómo seré para entonces? ¿Habré envejecido tanto que
no me reconoceré al mirarme al espejo? ¿Habré enfermado y pasaré los días
encerrado en casa, llevando la cuenta de las pastillas que he de tomar en la
cena? ¿Habré cerrado mi negocio, cansado de la rutina, o seguiré aquí,
vendiendo cervezas y botellas de whisky, arrastrando mi maltrecha rodilla,
charlando con Santo cada tarde y mirando de vez en cuando más allá del
escaparate con la esperanza de que, algún día, Amy me sonría desde el otro lado
del cristal?
Miro ahora el
rostro de la mujer, sus manos pequeñas, sus labios pintados de rojo. Es guapa.
Estoy tan absorto contemplándola que casi no oigo la campanilla de la puerta.
Cuando por fin, me vuelvo veo a Luigi que se dirige al mostrador con la cabeza
hundida en el pecho. La levanta un segundo para saludarme, le da una palmada en
el hombro a Santo y se acomoda en la barra. No creo que venga a por más whisky,
el lunes se llevó una botella. Entonces caigo en la cuenta: la mujer del
escaparate me recuerda a la chica con la que Luigi estuvo hasta el año pasado,
aquella muchacha pelirroja de mirada triste. Creo recordar que se llamaba
Miriam.
Me encanta el aire nostálgico de este bar, que es una nostalgia de barrio por mucho que esté en Boston :) y Nico, con su soledad y su rodilla dolorosa.
ResponderEliminarPrecioso, hermana!!
Besazo de sábado tarde.
El concepto de "barrio" es sobre todo humano, no urbanístico ni arquitectónico. Así que sí, hermana, tienes razón: es un bar de barrio, con su dueño, su calle y sus clientes de siempre. Esté donde esté.
EliminarUn abrazo muy grande.
Me gusta, como muy bien dices, son gentes de barrio de cualquier ciudad, aunque cada vez, la gente se vuelva más arisca o quizás sólo sean más maleducados y ni siquiera te contesten al saludo.
ResponderEliminarMe gusta, porque habla de gente corriente, con los problemas de cada día.
Un abrazo, preciosa.
Así es, Rosa. Si Nico se llamara Luis, viviera en Zaragoza y su local se llamara "La tabernita", lo que dice serviría también. El ser humano es igual en todas partes.
EliminarGracias por leer y por comentar.
Un abrazo muy grande.
Por unos breves minutos me he sentido Nico, tras la barra del bar, identificándome con él y sus penas. Eso es lo que tiene ser un nostálgico leyendo una narración tan cautivadora como esta. Tienes una forma que escribir que "engancha" tras leer las primeras líneas. Un saludo.
ResponderEliminarCómo me alegra lo que dices, Josep, porque es, precisamente, lo que yo pretendía: que el lector se sintiera identificado con los personajes, que viera lo que tiene en común con cada uno de ellos.
EliminarGracias a ti también por leer y por comentar.
Un abrazo.