Para todos pero, en especial, para Pili Albertos, que sé que le gustará.
AGUA CORRIENTE
A lo lejos, la línea sinuosa de las dunas separa dos colores casi
idénticos: el naranja del cielo del crepúsculo y el cobrizo del suelo arenoso. En
el aire, ya quieto, no queda rastro del polvo que el viento arrastró por la
mañana y el sol es un gran balón amarillo que cae despacio, tan despacio que
nadie puede notar su movimiento.
Mahmud sigue inmóvil, sentado en el suelo. Se abraza las rodillas,
aprieta los párpados para mirar al horizonte como si quisiera ver el mar que
queda más allá de donde va a ponerse el sol y escucha en su cabeza la tonada
que Sara solía tararear por la mañana mientras hacía tostadas y ponía la mesa para el desayuno.
No entendía la letra pero le gustaba la melodía, sonaba dulce y al oírla daban
ganas de bailar. Y Sara siempre sonreía.
Ha jugado con Rayhan y con Nura a saltar por encima de la cuerda que
sostenían Anisa y Hashim y ha saltado más que ninguno, aunque el último intento
tuvo que hacerlo de un brinco, encogiendo el cuerpo y girando sobre la cuerda,
y la caída en el suelo le dejó dolorido el costado. Luego llegó Tayyeb con la
vieja bicicleta de su padre y se alejaron un poco del campamento para hacer
carreras, a ver quién iba más lejos mientras los demás contaban hasta diez, y
esta vez ganó Anisa pero solo porque es dos años mayor que los demás y tiene
las piernas más largas.
Con Laura y Raúl también montaba en bicicleta pero tenían una para
cada uno, salían de casa y se iban a recorrer el pueblo y siempre acababan en
la plaza con los demás niños, porque en la plaza se juntaban todos para jugar a
lo que fuera y comprar golosinas en el quiosco de Pedro, que era un señor muy
mayor con bigote blanco y gorra de béisbol que le llamaba Majamú.
Iban a empezar a jugar al “ratón escondido” cuando ha llegado Farid,
el hermano mayor de Tayyeb, venía corriendo y le gritaba a Tayyeb que su padre
estaba furioso porque necesitaba la bicicleta para ir al ambulatorio y no la
encontraba por ninguna parte, así que Tayyeb salió a toda prisa con la
bicicleta y los demás dijeron que ya se iban a casa porque pronto empezaría a
anochecer y estaban en las noches sin luna.
Pero él no se ha marchado con ellos, los ha acompañado hasta la
primera casa, la de Harun, el mecánico, y de repente ha tenido ganas de
quedarse solo. Se ha despedido de sus amigos y se ha alejado de nuevo hasta el
lugar donde han estado haciendo carreras con la bicicleta. Se ha sentado en el
suelo mirando hacia el lugar por el que se esconderá el sol y ha imaginado el
mar que está más allá.
Y ha recordado el otro pueblo, el pueblo de Sara, Laura y Raúl en el
que estaba la casa grande que tiene una cama con sábanas y una bañera y piscina
y una bicicleta para cada niño, y se ha puesto a tararear la canción que
cantaba Sara por las mañanas mientras hacía el desayuno y ha pensado en las dos
cosas que le habría gustado traerse a Samara: su mamá española y un grifo.
¡Menudo relato! Literatura, claro; y buena, claro (es tuya) Pero abre infinidad de reflexiones de todo tipo. No las enumero porque están ahí. Este verano, precisamente, tuvimos en mi entorno un debate (largo) sobre la conveniencia (o no) de los programas de vacaciones para los niños saharauis.
ResponderEliminarEl texto sirve en bandeja un montón de elementos para pensar, cuando menos.
Un abrazo, querida Vichoff.
Habría para debatir mucho tiempo y muchas cosas. Y como todavía no tengo una opinión clara al respecto, me he limitado a contar la historia de "Majamú", que, probablemente, sea la historia de muchos niños como él. Porque, más de decantarme por una u otra opción, quería hacer patentes, una vez más, la terrible diferencia que hay entre los que lo tienen todo y los que no tienen apenas nada.
EliminarBesos, hermana querida.