Lo que se en principio se planteó como un reto ad maiorem gloriam de Jaume Sisa, acabó convertido en un homenaje a José Luis Cuerda, el genio que nos regaló "Amanece que no es poco".
COSAS DE PUEBLO
Nadie parecía
recordar la fecha exacta hasta que Filonio, el hijo tonto del tío Bernardo,
dijo con su habla babeante que las cigüeñas habían bajado a la plaza el nueve
de mayo, que él se acordaba perfectamente porque había sido aquella mañana
cuando su prima Sacramento le pilló a solas en la cuadra y estuvo un buen rato
tentándole la entrepierna y él, a la vista del prodigio, le puso una vela a San
Pacomio, santo del día, y, en agradecimiento, le rezó un Rosario entero, con
sus quince misterios.
Lo de las
cigüeñas fue solo el principio. Si bien en un primer momento los vecinos
asistieron extrañados al fenómeno de verlas pasear por los soportales como si
de uno cualquiera de ellos se tratara, lo cierto es que al cabo de unos días se
acostumbraron a su presencia patilarga, a su caminar altivo y zancudo, y
algunos incluso las saludaban al cruzarse con ellas en la plaza del pilón o en
el corro de la iglesia.
Fue a la semana
siguiente, en plena pelea del Ramoncín y el Tomasito a cuenta de una canica
que, disparada por el primero, había hecho diana en el ojo del segundo, cuando,
para asombro de los viejos que tomaban el sol en los bancos de la plaza, los
Ángeles de la Guarda
de ambos rapaces se enzarzaron en violenta discusión.
—¡A ver si
vigilas bien a tu pupilo, so torpe, que casi me deja tuerto al niño!
—Vigila tú al
tuyo, leñe, que no es más tonto porque no es más grande. ¿A quién se le ocurre
agachar la cabeza cuando el otro va a tirar a guá?
Y siguieron
varios minutos hasta que, tal vez convocados por una presencia invisible para
los demás, desaparecieron tan rápido como habían aparecido. Ramoncín y
Tomasito, perplejos, habían abandonado su propia disputa y no vieron llegar al
burro del tío Julián, que hasta aquel momento había estado abrevando en la
fuente con indiferencia pollina. El asno se acercó a los niños, miró primero al
uno y luego al otro y, finalmente, le dio a Tomasito tal lametón en la cara que
se la dejó llena de babas. Pero, para asombro de Ramoncín, que miraba a su
compañero de juegos con los ojos abiertos de par en par, el moratón que
circundaba el ojo de Tomasito despareció ante su vista en cuestión de segundos.
Por la tarde,
todo el pueblo sabía ya que lo del Ángel de la Guarda no era una patraña
inventada por el señor cura para que se sintieran menos inquietos por los
peligros de la vida y que la saliva del burro del tío Julián tenía poderes
curativos.
—¿Pero qué os
pensabais, panda de incrédulos? —protestó airadamente el señor cura cuando le
fueron con la noticia de los ángeles— ¿Cómo iba yo a engañaros en una cuestión
tan importante como Esa? El próximo que me venga con una duda de semejante
calibre se lee en penitencia la Summa Teologica ,
ya os lo aviso.
Por su parte,
el tío Julián, para comprobar que lo de su buche no era una broma ideada por el
tío Malaquías, que le tenía ojeriza desde que, en sus años mozos, le quitó la
novia, se subió a lomos del animal y se dirigió a casa de su sobrina, que
llevaba varios días atacada de fiebres. Ni que decir tiene que, en cuanto el
burro lamió la frente de la enferma, esta empezó a mejorar y, a media tarde, ya
pudo ir al huerto a coger una col y unos pimientos para la cena.
Con todo, lo
más asombroso ocurrió el día del Santo Patrón, San Antonio de Padua. En el
sermón de misa de doce, el señor cura anunció unas rogativas para pedir la
lluvia que tanta falta les hacía después de una primavera particularmente seca.
A la salida, cuando casi todo el mundo se dirigía a la plaza para dar el
obligado paseo de los días de fiesta o tomar el vermú, alguien echó en falta a
las cigüeñas.
—Coño, pues es
verdad —dijo el Alcalde—… Igual se han aburrido de andar por tierra y han
vuelto a sus nidos.
Pero, a los
pocos minutos, un sonoro aleteo llamó la atención de la gente. Al levantar los
ojos al cielo vieron una enorme nube, gris y algodonosa, que, arrastrada por el
rebufo de una bandada de cigüeñas, llegaba desde el norte.
—¡Mira dónde
estaban! —exclamó el señor cura.
Aún no había
dado las cuatro de la tarde cuando una lluvia de gotas menudas y lentas
empezaba a caer sobre el pueblo.
—Desde luego
—murmuró el Alcalde, que se había asomado al balcón al oír el repiqueteo del
agua en la barandilla—… al paso que vamos, una noche de estas nos sale el sol.
Me gusta como escribes. Volveré a leerte.
ResponderEliminarSaludos.
Gracias por leer y por comentar, Máximo. Ven cuando quieras, estás en tu caja.
ResponderEliminar:-)
Siendo del mes de agosto, no había tenido oportunidad de leerlo y me había perdido una genialidad. Qué imaginación. La forma en que lo describes me ha arrancado más de una sonrisa.
ResponderEliminarTu sonrisa es el mejor de los premios, Josep.
EliminarUn abrazo.
Lo mismo se te da vestirte de urbanita o de angélica paleta, siempre me asombras.
ResponderEliminarBesos y abrazos.
Es lo que tiene ser polimórfica y multifuncional, Rosa preciosa (signifique eso lo que signifique)
Eliminar:-)
Un abrazo enorme.
Es un escrito estupendo. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarBesos.
Gracias, María del Mar, por leer y por el comentario.
EliminarEspero que sigas leyendo y que te siga gustando.
Un abrazo muy grande.