Creo que no era exactamente este el relato que yo quise escribir pero salió así.
LIENZOS EN BLANCO
A mamá le gustaba abrir de par en par todas ventanas. Desde la
buhardilla hasta la planta baja el aire se apoderaba de la casa. Rodeaba los
muebles, se quebraba en los rincones, recorría los pasillos y, al pie de la
escalera, formaba remolinos de pelusas antes de atravesar el zaguán y regresar
a la calle.
La casa no se libraba de ese ritual ni en pleno invierno. Papá
despotricaba, le decía que si quería que pilláramos una pulmonía, que si era realmente
necesario abrir todas las ventanas al mismo tiempo. Mamá siempre contestaba lo
mismo, “Hay que ventilar. Además, el aire se lleva muchas cosas”, y lo decía
con aquella voz que siempre me sonó distinta a todas las voces que conocía,
como si en lugar de salir de su garganta llegara a ella desde lejos.
Muchas veces quise preguntarle qué cosas eran esas que se llevaba el
aire pero nunca encontré un momento en que me pareciera que ella estaría
dispuesta a contestarme. Después de recorrer la casa abriendo ventanas y de
hacer, media hora más tarde, el camino inverso cerrándolas, mamá se volvía casi
invisible. Cuando no se encerraba en la buhardilla con sus telas y sus
pinceles, se movía por la casa con la premura de los furtivos, como si huyera
de un peligro invisible, y dejaba tras de sí un rastro de aire nebuloso.
Dos veces acudí a ella buscando consuelo, una mañana que desperté
aterrorizada porque había soñado con una jaula redonda de la que no podía
escapar y el día que mi muñeco favorito perdió la cabeza. Me miró despacio, se
le nublaron los ojos y corrió a abrir la ventana más cercana. No volví a
hacerlo. Mi intuición de niña me decía que no podría ayudarme, que cualquier
duda que yo le presentara iba a suponer un esfuerzo que ella no podría
realizar. A veces la seguía en sus idas y venidas por la casa con la esperanza
de que me viera, se volviera hacia mí y me diera un beso, o me escondía en la
buhardilla, detrás de un viejo biombo para verla pintar. Cuando mamá cogía los
pinceles y se quedaba mirando fijamente al lienzo que tenía delante, se
acentuaba más aún su aire ausente y yo sentía en el pecho un hueco negro y
doloroso.
Y yo me iba a buscar refugio en papá, corría a acurrucarme a su lado y
me quedaba quieta, callada, sin contarle lo que me pasaba, porque también
intuía que no serviría de nada.
Un día, papá se puso a hacer maletas y cuando le pregunté el motivo me
dijo que nos mudábamos de casa. “¿Mamá viene con nosotros?”, pregunté. “No,
cariño”, contestó, “mamá tiene que quedarse para seguir abriendo las ventanas”.
Yo tenía entonces cuatro años y papá murió poco antes de que cumpliera
los ocho. No me dio tiempo a hacerle preguntas.
Hoy cumplo veinte y he vuelto a la casa en la que nací. He abierto las
ventanas de par en par y la he recorrido de arriba abajo antes de subir a la
buhardilla. El viejo biombo, el caballete, la mesa donde mamá dejaba las cajas
de pinturas y los pinceles, la estantería con los frascos de disolvente y los
trapos manchados, siguen en el mismo lugar.
Los lienzos están en blanco.
Un relato maravilloso, Fefa, que me ha llegado muy hondo, o debería decir jondo, como el cante flamenco, desgarrador. Transmite al lector la gran pena y vacío de esa niña de una forma tan natural...
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Josep, eres muy generoso conmigo.
EliminarOtro abrazo para ti.
Pocas personas conozco, que sepan como tú impregnar de metáforas el aire de un relato, transmitiendo con tanta hondura.
ResponderEliminarBesitos miles.
Rosa preciosa, tú transmites un cariño inmenso.
EliminarUn montón de besos.
Un fabuloso relato, Fefa, en continente y contenido. Quiero decir que el argumento general es estupendo pero encima contiene imágenes y pensamientos realmente brillantes. Eso de que el aire se lleva muchas cosas me ha parecido genial. Enhorabuena.
ResponderEliminarGracias, Ana, sabes que gustarte me llena de orgullo.
EliminarUn abrazo enorme.
Me ha encantado, qué bien escribes Fefa!
ResponderEliminarUn beso.