Desde que había vuelto del hospital, el perro no se había separado de él. Durante el día, vigilaba desde la puerta del dormitorio y por la noche se tumbaba en la cama, a sus pies, durmiendo sin dormir. Una rutina de varios meses que no abandonó en ningún momento. Para llevarlo al veterinario su hijo mayor tuvo que cogerlo en brazos y esquivar varios amagos de mordisco.
Aquella noche le despertaron los lametazos del perro en su mano. Todos sus dolores habían desaparecido y lo envolvía un extraño bienestar.
—Ya viene a buscarme, ¿verdad? —preguntó.
El perro le dio otro lametón y luego se acurrucó a su lado. Él cerró los ojos y le acarició la cabeza.
¿Es un déjâ-vu o ya lo habías publicado? Este corto relato ya me llenó de ternura y tristeza a partes iguales.
ResponderEliminarUn abrazo.
No, Josep, no es un déjà-vu. Tienes razón, este micro está duplicado.
EliminarHabía pensado borrar una de las dos entradas pero, como tienen comentarios vuestros, he decidido dejar las dos.
Un abrazo, amigo.
Un relato tan breve y tan lleno de amor... Una preciosa joya!!
ResponderEliminarMil besos.
Me gustó hacerlo, hermana. Fue un pequeño homenaje, ya tú sabes.
EliminarMil abrazos.