Muy adecuado para estas fechas, sobre todo por los recuerdos del asustado protagonista.
LA VOZ
Bernardo
acababa de dejar la maleta en el suelo cuando la voz femenina sonó firme y
gangosa y, al oírla, su cuerpo se tensó como la cuerda de un arco
dispuesto a lanzar su flecha. Sobrecogido, pegó la espalda al panel que tenía
detrás y apoyó las manos en él. Notó de inmediato los golpetazos de su corazón
contra las costillas y, como si abriera una caja largo tiempo cerrada y
recordara de pronto lo que contenía, reconoció la sensación.
Era el mismo
miedo, el mismo pánico que, en su infancia, le había inmovilizado mientras su
amigo Joaquín les contaba el cuento del niño que olvidó comprar el hígado.
“Como suponía que su madre le reñiría por haberse olvidado del encargo”, relató
Joaquín a media docena de absortos amigos, anticipando con sus gestos la
truculencia del final, “fue al cementerio, abrió la tumba de un hombre al que
habían enterrado aquella mañana y le sacó el hígado”. Bernardo niño, que se
sobrecogía con la sola idea de rondar el cementerio de noche, empezó a temblar
en cuanto imaginó al protagonista del cuento sacando el hígado de un cadáver.
Pero no acabó ahí el terror. Cuando el niño ladrón y su madre se disponían a
acostarse, llamaron bruscamente a la puerta de su casa. A la consabida pregunta
“¿Quién es?” contestaba alguien que, con voz de ultratumba, decía ir a
recuperar la víscera que le habían robado. A continuación, Joaquín se recreó en
el relato del avance del muerto redivivo. “Ay, mamita, mía, mía, ¿quién será?”,
“Cállate, hijito mío, mío, que ya se irá” “Que no me voy, ¡que entrando por la
puerta estoy!”. Y así, habitación por habitación, Joaquín los aterrorizó hasta
que, en el momento culminante del relato, cuando el muerto abría la puerta de
la habitación en la que el niño y su madre habían esperado, se abalanzó sobre
ellos con un grito desgarrador: “¡Devuélveme mi hígado!”.
Inmóvil,
sin atreverse casi a respirar, Bernardo giró lentamente los ojos en busca de un
lugar en el que pudiera ocultarse la mujer que había hablado pero en aquella
estancia de esquinas perfectas no había un solo lugar que pudiera servir de
escondrijo. Sólo cuando su mirada llegó al espejo que estaba frente a él
vislumbró que aquel era el único sitio del que podría provenir la voz que había
escuchado. Tenía que estar allí, escondida detrás del cristal que le reflejaba
y que solo era espejo para él, porque
para ella, al otro lado, era un ventanal transparente, lo sabía porque espejos
así salían en todas las películas de policías.
Maldijo
el momento en el que se había dejado convencer por su hija y había accedido a salir
del pueblo para ir a visitarla. El ruido, el barullo, el jaleo de la ciudad no
le gustaban. Se sentía incómodo pisando el asfalto, rodeado de casas cuyo
tejado no alcanzaba a ver y respirando aquel aire denso y maloliente. Y,
encima, aquella voz, que no sabía de dónde salía y que parecía estar a punto de
decirle que le devolviera su hígado.
De
pronto, el panel en el que se apoyaba cedió y, antes de que pudiera enderezarse,
la voz sonó de nuevo.
“Octava
planta, abriendo puertas”
Pasaba por aquí buscando buenos relatos y me apetece quitarme el sombrero ante tu excelente prosa. Gracias, amiga. Llevaré este relato a mis chicos del taller de prosa de los martes para que aprendan varios detalles que no te diré por que ya los sabes tú.
ResponderEliminarBesos
¿Detalles? Te aseguro que no sé a qué te refieres. Yo no domino la cosa teórica, Enrique, soy de esa clase de personas que no sabe que está hablando en prosa, tú me entiendes.
Eliminar:-)
Un abrazo enorme, maestro, y gracias por honrar esta caja con tu presencia.
(Creo que ser el miembro número 40 tiene premio, ya te diré)