¿Ciencia ficción?
EL SOLDADO INVOLUNTARIO
Sobre el fondo violeta del atardecer se balanceaba el
cartel colgado a la entrada del campamento. Grandes letras rojas, de un rojo
intencionadamente parecido al de la sangre, proclamaban: “Para un soldado la
duda es la muerte”.
Por eso, porque no quería tener ni un instante de
vacilación, de duda, recorrió el almacén buscando las armas más adecuadas.
Escogió un fusil ametrallador KAR15, una pistola Desert eagle del calibre .45,
cinco granadas de fragmentación, un puñal y munición suficiente para acabar con
cincuenta hombres. Se ajustó la mochila a la espalda: con las armas y los
víveres pesaba casi treinta kilos.
El enemigo se había acercado peligrosamente. Los batidores
habían informado de sus movimientos y el mando había sospechado que intentaban
instalar un campamento a pocos kilómetros,
probablemente hacia el Noroeste. Tal proximidad suponía una amenaza muy
seria para su propia posición. Había que llegar hasta ellos y destruir sus
instalaciones, fueran las que fueran. Y le habían elegido a él.
No recordaba cómo había llegado hasta allí, hasta aquel
presente en el que, con el uniforme de camuflaje y armado hasta los dientes, se
disponía a abandonar el campamento en
medio de la noche. Su pasado, todo lo que le hubiera podido suceder hasta aquel
momento, se le ocultaba entre las nieblas de una confusión que no conseguía disipar
por mucho que pensara. No podía recordar si, por ejemplo, había tenido una
familia, había estudiado en la
Universidad o había ejercido alguna profesión. No podía
recordar si alguna vez había estado enfermo o enamorado. En todo caso,
cualquiera que hubiera sido su vida anterior, aquello era distinto. Aquello era
otra forma de vivir, de enfrentarse al mundo: o matabas o morías, sí, pero era
un pulso fascinante, una manera de probar las propias fuerzas, un apasionante
reto al destino.
Sobre las copas de los árboles el cielo nocturno tenía un
brillante color azul oscuro en el que apenas se distinguían las estrellas.
Acababa de dejar atrás los restos aún humeantes de una pequeña casa, una
construcción de piedra y madera que había ardido dejando media docena de
cadáveres carbonizados. Eran enemigos, pudo distinguir algún resto de sus
uniformes azules. Quizá los batidores los habían sorprendido. Registró los
cadáveres y se quedó con un fusil de asalto y con la munición.
Se detuvo un instante, se apoyó en el tronco de un árbol y
notó las huellas de la fatiga. Había perdido la noción del tiempo que llevaba
avanzando por el bosque, sorteando obstáculos, ocultándose constantemente,
esquivando a los espías enemigos. Era mucha tensión durante mucho tiempo y eso,
a pesar del entrenamiento, hacía mella en los músculos, en los ojos, en el
cerebro. Calculó que estaba muy cerca del objetivo y deseó llegar cuanto antes
y cumplir con éxito su misión. Solo entonces podría retirarse a descansar.
El soldado enemigo se materializó delante de él, como
llovido del cielo, con un alarido casi animal y el cañón del arma brillándole
entre las manos. No dudó pero, una décima de segundo antes de que su mano
alcanzara el fusil, vio el resplandor de los disparos, sintió el impacto en el
pecho y escuchó su propio grito, mezcla de dolor y de rabia. Cayó hacia atrás,
vencido por el peso de la mochila. Antes de que se le cerraran los ojos alcanzó
a ver, en la cúpula celeste, una frase escrita con grandes letras amarillas:
“Game over”.
Un juego de guerra sin duda emocionante, como todo lo que escribes. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, Josep. Es un relato de los tiempos en que mi musa se portaba.
Eliminar:-)
Un abrazo.
¿Cuando empieza y termina un juego? En otra época, hubiese bastado un palo de escoba para simular una espada o una metralleta. Ahora lo virtual y lo real se confunden.
ResponderEliminarUn abrazo de paz.