¿Serie Negra? No sé, no lo parece, pero tal vez...
LAS ÚLTIMAS COPAS
El doctor
Lapuente apagó la luz de su despacho, cogió su portafolios y salió a la
penumbra del pasillo donde la limpiadora comenzaba su turno.
—Hasta
mañana, Josefina.
—Hasta
mañana, doctor.
La mujer
acompañó su saludo con una leve sonrisa que siguió al doctor hasta el
aparcamiento del Anatómico Forense. Quizás aquella sonrisa, vecina al palo de
la fregona, había sido lo único agradable de una jornada marcada por las malas
noticias: una carta del banco le había notificado el lamentable estado de su
cuenta corriente, todavía deudora de su ex-mujer; su hermana le había llamado
para decirle que su padre había sufrido un nuevo ataque; su hijo le había
comunicado, por correo electrónico, que había aceptado la oferta de la empresa
y que a primeros de mes tenía que estar en Dubai.
Después
de ocho horas a la intemperie, el interior del coche había sido invadido por
una fría humedad que intentó disolver poniendo el aire acondicionado y la
calefacción mientras conducía hacia el extremo opuesto de la ciudad. Allí, en
una de las calles amplias y solitarias cercanas al parque, la barra del Edimburgo le esperaba como cada noche.
Tal vez
la penumbra y una melancólica música celta no sean la compañía más adecuada
para alguien que rebosa soledad, tal vez el whisky no sea el amigo ideal para
alguien que ha perdido la costumbre de hablar con los demás para otra cosa que
no sean necesidades laborales o convenciones sociales, tal vez el silencio no
sea la medicina indicada para alguien que pasa ocho horas al día rodeado de
cadáveres. Pero la decoración del pub produce un efecto casi acogedor, el barman
tiene la virtud de parecer, sin serlo, un confidente, el taburete recibe su
cuerpo cansado casi con la misma eficacia que un sillón orejero y las cuatro o
cinco copas que bebe cada noche le permiten hacerse la ilusión de que olvida.
Y además
está la muchacha. Casi siempre al otro extremo de la barra, casi siempre
vestida con faldas cortas o con escotes que rozan la provocación, casi siempre
fumando un cigarrillo tras otro y consumiendo su bebida en un lento y estudiado
ritual… Casi siempre sola.
No había
hecho falta que el doctor Lapuente preguntara por ella. Sin que nadie se lo
hubiera pedido, el barman le había puesto al corriente: era nueva, era amiga de
“alguna de las del parque” aunque más discreta que ellas, rusa o búlgara o de algún
lugar muy al Este. Alguna noche, no muchas, había salido del Edimburgo acompañada.
Era
menuda, tenía la piel pálida, el rostro pequeño y los ojos azules. Se movía con
la precaución del animal que aún no conoce el territorio en que se adentra.
Incluso cuando, con un lento ademán, se apartaba de la cara un mechón de rizos
rubios, su gesto estaba impregnado de cautela.
Por un
momento, el doctor Lapuente se imaginó acercándose a ella, hablándole
torpemente con unas pocas palabras rusas que aprendió de pequeño, alargando la
mano para apartar de su cara un mechón de rizos rubios que no dejaban ver los
labios jugosos, serenos. Imaginó una sonrisa, una mirada que prometiera un
mundo y una respuesta. Imaginó…
—¿Le
pongo otra? —preguntó el barman.
Como cada
tarde cuando empujaba la puerta de su despacho, el doctor Lapuente pensó en las
ventajas de empezar a trabajar a las tres. El edificio se vaciaba casi por
completo a esa hora y entre aquello viejos muros de ladrillo rojo solo quedaba
el personal necesario para trabajar sin interferencias administrativas. No se
perdía el tiempo atendiendo llamadas ni acudiendo a los requerimientos de los
superiores ni charlando en los pasillos con cualquier ocioso. El horario le
permitía también dormir hasta tarde, levantarse con el tiempo justo para
ducharse, leer el periódico, comer algo y salir hacia el Instituto. Solo con
imaginar una jornada con toda la tarde libre se ponía enfermo.
Así, con
ese horario contracorriente, era más sencillo hacer frente a la vida
cotidiana, ponerse la bata, los guantes, la mascarilla, las gafas protectoras,
entrar en la sala de autopsias y dirigirse a la cámara número ocho, donde le
esperaba su trabajo. Así, con una rutina en la que no quedaba tiempo para
pensar, resultaba mucho más fácil enfrentarse al contenido de la bandeja,
tapado con la sábana como todas las bandejas de su vida, aunque al tirar de esta
aparecieran un cuerpo menudo, unos rizos rubios, unos ojos que supo azules
aunque estuvieran semicerrados, unos labios, ahora secos pero aún serenos, que
podían haberle prometido un mundo.
Pues a mí sí que me lo parece pero, sea como sea, me ha parecido una historia bellamente contada.
ResponderEliminarGracias, Josep.
EliminarNo sabes la ilusión que me hace que te guste lo que escribo.
Un abrazo.
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ResponderEliminarLos bebedores de gimlets arrastran graves problemas de soledad, Vichoff (¿o el cóctel de la foto es un Mint Julep?)... Lo malo fue cuando ambos descubrieron que bebían lo mismo.
Gimlet, creo, Sap . El mint julep lleva hierbabuena. Aunque para ser un gimlet es demasiado verde... ¿Tal vez un Kyoto cóctel?
EliminarUn beso enorme, sevillano.
(No estoy muy segura de que no bebamos todos lo mismo)