¿No os habéis preguntado nunca qué ocurre detrás de esas ventanas que veis desde la vuestra?
VECINOS
Mírala,
ahí está otra vez. No llevo la cuenta pero juraría que hoy ha fumado más que
otros días. Ha salido a la terraza porque todavía hace bueno, cuando el tiempo
empeora y hace frío o llueve no sale, se queda dentro de la casa y fuma asomada
a la ventana del dormitorio, ésa que queda a la derecha. Se pone una chaqueta
gruesa o una sudadera y se apoya en el marco, fuma despacio, inhalando con
avidez, como si supiera que han de pasar varias horas antes de que vuelva a
sentir el humo en los pulmones, y lo expulsa hacia arriba, con fuerza, y se
queda mirando a lo lejos con aire ausente, parecería que busca una respuesta en
las nubes o en las estrellas. Tira la ceniza en la maceta de la enredadera.
Cuando
dejó de fumar dentro de la casa él todavía no se había ido, todavía vivían
juntos, pero ya había pequeñas cosas que indicaban que algo no iba bien, algún
portazo, alguna carrera del salón al dormitorio, algunas palabras dichas en voz
muy alta, casi gritando. No, desde aquí no se oye pero no hace falta oír para
saber cuándo alguien ha elevado el tono de la voz, eso se percibe en los gestos
de los brazos, en los movimientos del cuerpo. Si, en medio de una conversación,
alguien se da la vuelta bruscamente y se va de la habitación con zancadas
largas y potentes, es que acaba de gritar al otro, casi seguro. Él era un tipo
alto y bien plantado, atractivo, abogado o algo así porque siempre iba trajeado
y con un maletín de cuero, tenía un buen coche. Llegaba a casa pasadas las
seis, a veces más tarde. Ella siempre le esperaba con la mesa puesta y la cena
a punto, le recibía con un beso; le llenaba la copa de vino con una elegancia
que convertía la rutina en ceremonia. A veces ella salía a la terraza y
encendía el cigarrillo y al poco llegaba él, la cogía por la cintura y se
quedaba a su lado, acompañando en silencio su ritual, o la besaba o charlaban.
Pero casi siempre estaba sola, él se quedaba en el salón o en el dormitorio, haciendo
algo en el ordenador; eso era antes de que empezaran los desencuentros y las
discusiones, ese andar por la casa sin verla, sin tocarla.
Es
curioso pero, desde que se fue, no se la ve triste o apenada; más seria y más
serena, eso sí, y se mueve con una parsimonia que antes no tenía, todo lo hace
con calma, lentamente, como si ya no tuviera necesidad de hacer patente su
presencia o de demostrarle a nadie que está ahí, que existe.
Podría
usar los prismáticos, claro, pero no me parece honrado, sería entrometerme en
su vida, ejercer activamente de fisgón, y no es eso lo que quiero. Yo solo me
asomo al balcón y la veo al otro lado de la calle, algo inevitable cuando se
vive enfrente de alguien, más en mi caso, que estoy en casa todo el día. Cuando
me marcho a la emisora ella casi siempre está a punto de acostarse, se ha
puesto el camisón, ha encendido la lámpara de la mesilla de noche y ha salido a
la ventana o a la terraza a fumar el último pitillo. Me gustaría saber lo que
hace después, si se acuesta y se duerme enseguida, con el sueño tranquilo de
los que están en paz con el mundo o si se pone a leer o a escuchar música hasta
que llega la hora de la rendición, el abandono de los derrotados. En su mesilla
me ha parecido ver algo que podría ser un transistor, tal vez ponga la radio…
Arturo,
el de control, me dice que debería hacer un programa para ella; uno o unos
cuantos, los que hagan falta. Dice que “Para la chica que fuma en la ventana”
es un buen título y que solo es cuestión de paciencia, que tarde o temprano ella
nos sintonizará, nos escuchará y se pondrá en contacto con nosotros, conmigo.
Tal vez por eso no me decido, porque, aunque muy remota, existe la posibilidad
de que eso ocurra y entonces, si llegara a ocurrir… qué podría decirle un
hombre que le dobla la edad y que no puede caminar sin muleta.
Pero
tal vez lo haga, por qué no. Tengo bastantes más años que ella y una pierna
deformada por la polio y soy un tipo solitario cuyos mejores amigos son la
música y los libros pero con ella sería distinto. Ella nunca sería invisible
para mí. La ayudaría a hacer la cena, bebería el vino que me sirviera con la
devoción del prosélito y no me importaría que fumara dentro de casa.
Y es que la minusvalía nunca está en el corazón del que ama de verdad.
ResponderEliminarCompletamente de acuerdo, Josep.
EliminarUn abrazo.
Cómo me gustan estos finales en los que me inclino siempre por el final feliz.
ResponderEliminarBesos!
Yo también, paisano, por eso los escribo así.
Eliminar:-)
Beso de regalo.
Qué bonito, qué ternura… Ojalá, algún día, ella oiga su sintonía.
ResponderEliminarBesos y abrazos.
Seguro que la oye, Atxía.
EliminarTe lo digo yo, que soy la autora.
;-)
Besos, muchos.
¡Jopé! ¿Qué te digo yo que no hayan dicho los otros tres comentaristas? Pues, nada que me ha encantado y te envío besitos.
ResponderEliminarPues más besitos para ti, Rosa preciosa, y me encanta que te haya encantado.
ResponderEliminar:-)