Ya hablé de mi amigo Partner, de Cuca (su personaje) y de sus encuentros en el supermercado. Este fue el primero que nos relató.
Foto tomada de nologia.com
ME FALTA EL AGUA
Me
encuentro con Puri en el pasillo de los congelados, bajo la fría luz de los
fluorescentes. Puri y yo somos compañeras del colegio y la vida, ese tiovivio
en el que nunca sabes quién te va a mirar desde el caballito de al lado, quién
va a ser tu fugaz compañero de viaje, nos ha convertido en vecinas. De modo
que, aparte de las comidas que, con otras condiscípulas, celebramos
puntualmente dos veces al año gracias a los desvelos de Lola, que se ocupa de
buscar local y menú y de avisarnos a todas en junio y en noviembre, Puri y yo
coincidimos en el barrio: en el horno, en la peluquería, en el kiosko y, sobre
todo, en el supermercado.
Puri me
sonríe de lejos y se acerca tirando de un carro lleno hasta los topes. En
nuestros tiempos de bachillerato en el colegio de monjas, yo envidiaba su
carisma, su modo de conseguir, sin proponérselo, ser el centro de atención. Era
extrovertida y alegre y su carácter funcionaba como un imán al que nadie podía
resistirse: las demás pululábamos a su alrededor como polillas en torno a la
luz de las farolas. Eso por no hablar de los chicos, con los que Puri, hechas
las debidas extrapolaciones, tenía un éxito similar.
Nos
besamos junto al mostrador donde, en el centro del pasillo, se exhiben sin
ningún pudor las sandías partidas por la mitad, jugosas semiesferas en carne
viva que esta semana están de oferta.
—¿Qué
tal, Cuca? —me saluda.
Se quita
las gafas con la mano en la que se balancea un bolígrafo mientras con la otra,
en la que se despliega una lista de la compra larga como una serpentina, hace
equilibrios para sujetar el bolso que se desliza de su hombro. Lleva el pelo
recogido y deduzco, con mi habitual perspicacia, que esta semana no ha ido a la
peluquería.
—¿Qué tal,
Puri? —correspondo—, ¿qué tal Javierito?
Javierito
es el menor de los cinco hijos de Puri, un sinvergüenza de dieciocho años cuya
mayor habilidad es dar disgustos a su madre. No es que los otros sean mucho
mejores. De los veinticuatro a los diecinueve, sus cuatro hijos mayores
compiten por ser el que menos aporta al levantamiento de las cargas familiares.
Pero, al menos, no generan más problemas que los derivados de su vagancia. El
rostro de Puri dibuja una mueca en la que el hartazgo se combina con la preocupación
a partes iguales.
—No me
hables —suspira—… ¿Sabes la última?
Niego con
la cabeza. No, no sé la última.
—La otra
noche no tuvo mejor ocurrencia que cogerme el coche, sin que yo me enterara,
claro, y llevárselo para ir de fiesta con los amigos. De la que volvían a casa,
y ya te puedes imaginar cómo volvían, se tragó una farola del Paseo Grande.
No puedo
evitar la exclamación.
—¡La
madre que lo parió!
—Sí,
hija, yo misma. Resultado de la broma: tres mil euros de reparación y el
Javierito con un esguince de cervicales. Ahí lo tengo en casa, con el collarín…
Por un
momento no sé qué decir. Siento unas ganas tremendas de ahogar a Javierito con
mis propias manos, eso sí, pero no voy a decir semejante cosa. En vez de eso
digo lo esperado, lo manido, lo que se dice en estos casos, lo que ella espera
oír:
—Bueno,
mujer… lo importante es que no le haya pasado nada grave.
—Ya, Cuca
—asiente dejando asomar a sus ojos algo que parece desesperanza—… eso es lo
malo, que nada parece importante si ellos están bien. ¿Te das cuenta de que
cuando tienes hijos el resto del mundo pasa a segundo plano? Si ellos están bien, todo lo
que pueda pasar, aunque sea una desgracia tremenda, queda reducido a pura
anécdota… Pero… qué te voy a contar a ti. Tú no tienes hijos, ni exmarido… tú
sí que has sabido hacerlo, Cuca, sin nadie que te ate ni te llene la cabeza de
preocupaciones, sin tener que llevar tu sola la carga de cinco mulos… y el
padre, que no está en casa pero da la vara como si todavía estuviera… Tú sola
en tu casita, haciendo lo que te da la gana sin dar explicaciones a nadie,
cuidando solo de ti misma… Tu trabajo, tus viajes… Tú sí que vives bien…
Ahora es
cuando se supone que yo debería decirle a Puri que las cosas no son tal como
ella dice, que todo tiene ventajas e inconvenientes; que la soledad y la
independencia tienen un precio, nada barato, por cierto; que, a veces, cuando
entro en casa, me gustaría que alguien estuviera esperándome… Pero lo cierto es
que pienso que estoy en ventaja respecto a ella. No tengo más que mirar mi
cesta, en la que se distribuyen holgadamente varios paquetes de alimentos
especialmente envasados para “solos”, y compararla con su carrito, en el que
las bolsas de magdalenas rebosan por encima de (a mí me lo parece) media
tonelada de productos diversos.
—Bueno,
Puri —digo al fin—… tú tienes otras cosas…
—¡Y
tantas! —exclama señalando el carro. Y, por un momento, imagino que el carro es
la vida de Puri y que tira de él por los pasillos de su existencia esperando
que algún día la carga sea soportable—… ¡y todavía me falta el agua!
Dicen que más vale solo que mal acompañado pero la soledad también es mala compañera de viaje. ¿Dónde estará el término medio?
ResponderEliminarEstupendo relato sobre la insatisfacción en la vida de los humanos.
Un abrazo.
Lo que parece bastante claro es que la gente tiende a desear lo que no tiene en vez de disfrutar de lo que tiene. Aunque pienso que la pobre Puri lo tiene un poco difícil para disfrutar... :-)
EliminarGracias, Josep, un abrazo.