Atendiendo a peticiones de los oyentes, para M.A.O., ansioso de novedades.
Foto tomada de ariadnatucma.com.ar
EL DESVÁN DE CATALINA
—¡Catalina!...
¡al desván!
La voz
de la abuela Elpidia sonaba a silbo agudo, a pitido de cafetera, a cristales
rotos. La locomotora que arrolló el carro en el que Catalina y sus padres
volvían a casa tenía una chimenea que sonaba igual y también sonó así el
frenazo de las ruedas sobre los raíles. Catalina y la mula sobrevivieron. La
mula porque iba delante y Catalina
porque iba detrás, sentada en la trasera del carro con las piernas colgando. La
mula se la quedó un vecina, pequeña y consumida, en pago por haberse ocupado de
los trámites y de los gastos del entierro. A Catalina, doce años recién
cumplidos, se la quedó la abuela Elpidia.
—¡Catalina!...
¡al desván!
Cada
tarde, poco después de que el reloj de la sala diera ocho rotundas campanadas,
Catalina recogía su costurero, su cuaderno, su lápiz y su libro y se preparaba
para subir al desván. La abuela Elpidia, torpe y cegata, subía tras ella y
trancaba la puerta desde fuera mientras, a través de los huecos de la casa,
empezaban a llegar las primeras voces desde la planta baja. Primero se oía a
las mujeres, que casi siempre hablaban en voz alta y reían con carcajadas sonoras y vibrantes; luego, poco a
poco, iban llegando los hombres, cuya presencia, más que sonora, era olfativa:
el olor a humo de cigarro pronto ascendía y se filtraba por las rendijas de la
tarima. A veces también había música, viejas polcas y valses antiguos que
sonaban en la gramola que la abuela había comprado en uno de sus viajes a la
capital. Más tarde, se escuchaban los pasos subiendo la escalera hasta el
primer piso, a veces susurros, a veces risas o pequeños gritos de las mujeres
y, casi siempre, el chirrido rítmico de los somieres.
Catalina
dormía en un colchón de lana. La abuela Elpidia la despertaba al amanecer,
cuando ya se había ido todo el mundo y en la casa no quedaba más que el
silencio. Mientras preparaba el desayuno, la abuela, derrengada junto al fogón
en su silla de mimbre, le iba diciendo los mandados: que comprara pan y leche,
que pasara por la botica y preguntara si había llegado su remedio contra la
migraña, que fuera a casa de Dora, la lavandera, a por las sábanas limpias.
Algunas
veces la abuela la había acompañado a los recados, sobre todo al principio,
cuando tenía que enseñarle dónde se hacía cada cosa.
—¿Y
esta niña, Elpidia? —le preguntaban.
La
abuela ponía cara de resignación, como si estuviera cumpliendo un castigo por
un pecado que no hubiera cometido.
—Se te
parece —opinaban.
La
abuela argüía que en su familia, al menos en las tres generaciones que ella
había conocido, nunca nadie había tenido el pelo rojo y la piel tan blanca.
—Pues
los ojos son los tuyos —argumentaban.
Un día
que la abuela se había quitado sus gruesos lentes de miope, Catalina había
podido ver sus ojos sin el velo concéntrico de los cristales: eran grandes y
azules, como los suyos.
Una
noche de primavera, cuando estaba a punto de quedarse dormida, la puerta del
desván se abrió lentamente.
—Vaya,
vaya —dijo la voz ronca y lenta—... miren lo que guarda aquí la vieja Elpidia.
El
hombre era alto y grueso. Embutido en una guerrera oscura cuajada de medallas,
arrastraba ligeramente la pierna izquierda, junto a la que se balanceaba el
sable.
—No le
digas a tu abuela que he venido —dijo más tarde, cuando se iba.
Y la
mano en la empuñadura parecía confirmar la amenaza.
Nadie
en el pueblo sabría decir cuando empezaron los rumores sobre la rebelión, sobre
el Comandante que, en las montañas, estaba
reclutando un ejército de campesinos desesperados dispuestos a acabar
con la tiranía del Gobierno Militar. Cuando los vieron llegar de lejos, por el
camino de la Sierra ,
corrieron a encerrarse en sus casas y cerraron puertas y ventanas como si con eso
pudieran conjurar el peligro. Una tropa de desarrapados, armados con azadones,
guadañas y viejas armas de fuego, atravesó el pueblo de Norte a Sur camino del
Valle Hondo. Algunos viajeros de paso dijeron que se les había visto acampados
en las lomas de la Peña
de Fuego, junto a las cuevas.
Aquella
noche de agosto, el bullicio de la sala se apagó de repente, cuando un puñado
de aquellos campesinos irrumpió en la casa, y fue sustituido por el estruendo
de varias detonaciones, seguidas de un grito coral y desgarrado.
—¡¡¡Viva
la revolución!!!
El
General saltó del colchón de lana al escuchar los disparos pero no le dio
tiempo a coger su sable. Catalina se le había adelantado.
El
único homenaje que recibió su cuerpo ensangrentado fue el chillido de cristales
rotos de la abuela Elpidia.
¡Por dió, Vichita! Te superas en cada final, nos embarcas, nos traes, nos llevas y luego ¡Zas!
ResponderEliminarUn montón de besitos.
Gracias, Rosa preciosa.
EliminarMuchos besos también para ti.
Magistral. Tiempo hacía que no leía algo así. Una narrativa propia de los grandes.
ResponderEliminarUn abrazo.
Josep, cariño, qué sagerao, pareces andaluz.
Eliminar:-)
Gracias por estar ahí, tu compañía es como el agua fresca en una tarde calurosa de agosto.
Un abrazo enorme.
Preciosa historia y maravillosamente escrita y descrita. Digno de estar dentro de un libro de relatos. ¡Enhorabuena!
ResponderEliminarGracias, Mariló. Es todo un honor recibirte en esta tu caja.
Eliminar:-)
Pasa y ponte cómoda.
Un abrazo.
(¿Un café?)