Hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia virtual muy lejana, nuestro amigo Javi nos pidió un cuento para su sobrina Sara. Mi amigo Partner, recién llegado a la galaxia, le hizo este (Partner siempre escribía sobre Cuca y sobre los encuentros que Cuca tenía en el supermercado).
Imagen tomada de www.decopeques.com
CUENTO PARA SARA
Mi
pasillo favorito es el de frutas y verduras. Viene a ser como un oasis huertano
en medio del agobio, hecho de asfalto y monóxido de carbono, de la ciudad. Los
colores son aquí frescos, auténticos, tentadores. Junto al más llamativo, el
naranja, veo a Maldoror.
—¡Hola!
—saludo—, no sabía que vivieras por aquí.
Maldoror
me reconoce con la sonrisa de las personas de buen carácter. No es un viejo
amigo. Nos conocimos hace unas semanas en el bar de unos amigos (más suyos que
míos) y, desde el principio, me gustó la inteligencia que se adivinaba detrás
de su humor, de su ironía, de su buen decir. Por no hablar de su dominio de la
cosa vinícola, terreno en el que mi ignorancia es tan basta que no puedo menos
que admirar a quien sabe del asunto.
—Y
no vivo por aquí —explica, y, anticipándose a mi pregunta, añade:—, Los que viven dos calles más allá son mis cuñados.
Y
como, tal vez, la explicación le parece insuficiente, la amplía.
—Tenían un asunto de familia esta tarde y estamos de
niñeras. He venido a por naranjas para la papilla de frutas.
—Ah,
tu sobrino… —digo, y pienso en los míos, en la media docena de fieras con que
mis hermanos me han otorgado el título de “tía Cuca”.
Ya
lo dice el refrán: “A quien Dios no le da hijos, el diablo le da sobrinos”.
—Sobrina
—puntualiza y, a continuación, busca la cartera, la abre y me muestra la foto
de un rollizo bebé de ojos enormes.
Como
diría Miguel, mi amigo sexólogo, a Maldoror se le nota que tiene una cierta
cantidad de ladrillos de color rosa en el cerebro. Como, según la misma fuente,
yo tengo en el mío muchos ladrillos azules, es de esperar que nos llevemos
bien.
—¡Es
preciosa, Maldoror! —exclamo.
No
suelo mostrarme entusiasmada por casi nada pero este caso entra dentro del pequeño
porcentaje del “casi”. La niña no solo es preciosa; tiene además, en su carita
redonda, una expresión que me cautiva de forma inmediata. Lo que se dice un
flechazo.
Maldoror
ha debido de ver mi arrobamiento y se muestra comprensivo.
—Qué
tendrán, ¿verdad?
Yo
también me lo he preguntado a veces. Qué tendrán estos mocosos meones, cagones
y llorones para que, sin que podamos evitarlo, les entreguemos esfuerzos y
pensamiento, dejemos que se adueñen de nuestro corazón, pongamos nuestra
felicidad en sus manos.
—Es
la cachorrez, Maldoror, esa gracia irresistible —digo, tratando de encontrar
una excusa casi científica a nuestro babeo—. Los cachorros de todas las
especies están… diseñados, por así decir, para suscitar conductas de protección
en los adultos.
—No
sé —dice sin convencimiento. De pronto, se acuerda de algo y cambia el tono—…
¿Sabes lo que he hecho?
Le
animo con la sonrisa a que me lo cuente.
—Les
he pedido a mis amigos, los del café, que me escriban un cuento para ella. Un
cuento cada uno. Cuando sea más mayor se los leeré, le diré que son el regalo
que me hicieron.
No
puedo evitar la carcajada.
—¿Eso
has hecho? ¡Qué poca vergüenza tienes!
En vez de escribir tú un libro de cuentos para tu sobrina, les pasas el
encargo a los amigos… ¡Eres un vago!
Maldoror
ríe abiertamente.
—No,
mujer… lo que pasa es que si hay varios autores los cuentos serán más variados,
distintos…
—Bah,
excusas de perezoso.
Coge
una malla de naranjas grandes, de piel tersa y color vivo.
—Oye,
Cuca… escribe tú uno también.
—A
mí eso de escribir se me da fatal, Maldoror…
—Bah,
no me lo creo. Excusas de perezosa.
Me
hace prometer que, al menos, lo intentaré.
—Se
llama Sara.
—Un
nombre precioso, como ella.
No
tengo muy claro qué clase de historia puedo yo contarle a la sobrina de alguien
a quien conozco hace tan poco tiempo pero, mientras veo a Maldoror, ufano y
feliz, dirigirse a la caja con la malla de naranjas, pienso que tal vez sí se
me ocurra algo, algo que tenga que ver con niños y con mayores, con la
facilidad que tienen los unos para convertirse en el centro de la vida de los
otros, con esa ternura que despiertan, una ternura capaz de conseguir que un
grupo de adultos hechos y derechos se ponga a escribir cuentos para una bebita.
Cuentos que, el día de mañana, le leerá su tío después de explicarle: “Mis
amigos los hicieron para ti”
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