Uno de Serie Negra que he encontrado revolviendo en un cajón. ¿Es el crimen perfecto?
Foto tomada de fondos.wallpaperstock.net
LA ÚLTIMA JUGADA
Las vidas
son como los ríos, dijo el poeta, y ni en las unas ni en los otros se espera
encontrar rápidos, cascadas o aguas turbulentas una vez superada la mitad del
recorrido. A esas alturas, lo lógico es que, vidas y ríos, convenientemente
encauzados y serenos, discurran lentamente hacia el mar, que es el morir.
Pero la
vida, que además de ser un río es un tahúr, a veces esconde cartas en la manga y
las saca para darle la vuelta a la partida.
A los
cincuenta y cuatro años, con una familia razonablemente feliz, un trabajo bien
pagado y una vida sin lujos pero cómoda, cuando ya estaba convencido de que casi
nada podría pasarme, los pilares de mi existencia empezaron a tambalearse.
Después
de treinta años en la empresa, después de muchos esfuerzos por levantarla y
llevarla al éxito, después de muchas horas de trabajo extra casi nunca
remunerado y de una fidelidad a prueba de tentaciones, me llegaron rumores, en
plena crisis del sector, de un posible despido por reajuste de la plantilla.
Casi al
mismo tiempo, un puzle que llevaba mucho tiempo enseñándome sus piezas, me
mostró la última, la que daba sentido al conjunto. Me estoy refiriendo a mi
hijo. El muchacho nunca se había parecido ni a su madre ni a mí y no éramos
capaces de encontrar en él ningún rasgo que recordara a cualquier
ascendiente de nuestras familias. Tampoco sabíamos de nadie de los nuestros que
tuviera la misma marca de nacimiento: una mancha en forma de pera bajo la
tetilla izquierda.
Una
estúpida casualidad tuvo la culpa de que el puzzle se completara y yo
comprendiera su significado. Coincidí con Braulio, nuestro amigo de siempre, en
las duchas del gimnasio, después de un partido de paddle. Se acercó para
saludarme y, al alargar la mano, la toalla con la que se cubría se deslizó lo
suficiente para dejar al descubierto su tetilla izquierda. Cuando, todavía
estupefacto, le pregunté qué era aquello, me dijo que era de nacimiento, un antojo
de su madre, al parecer.
En mi
caso, la vida guardaba en la manga dos ases. Dos bazas que desbarataron una
partida que yo creí tener ganada, dos jugadas que fueron una burla inmerecida y
cruel. Pero no soy fácil de amilanar, me crezco ante los retos. Si no tenía
ases, jugaría con los comodines.
Mi
experiencia y mi habilidad hicieron que resultara relativamente sencillo
manipular las cuentas de la empresa de modo que, después de una noche de
intenso trabajo, dejé todo listo para que, en el plazo de dos días, una
considerable suma de dinero llegara a una cuenta abierta en un banco suizo.
A la
mañana siguiente salí de casa a las siete y media, como todos los días, pero no
fui a trabajar. En unos grandes almacenes compré una gorra con visera y
maquinillas y espuma de afeitar y, en uno de sus servicios, vacío a primera
hora de la mañana, me afeité la barba. Luego fui a la cafetería de un hotel de
las afueras y me rapé la cabeza. Estrené la gorra para ir a buscar a Braulio a
su negocio e invitarle a comer en la bodega de un pueblo cercano, famosa por
sus asados.
No
llegamos al restaurante. A mitad de camino, cuando la carretera discurría entre
una frondosa pinada, detuve el coche con el pretexto de una avería y cuando
Braulio se asomó conmigo para ver el motor, le golpeé la cabeza con la pala de
paddle.
Después
de asegurarme de que estaba muerto, le desnudé y le puse mi ropa. Con una
piedra de buen tamaño volví a golpearle la cabeza: una vez en el lugar donde
había dejado su marca la raqueta, varias veces en la boca, para dejarle las
mandíbulas hechas pedazos. Con una rama seca froté la marca de su tetilla hasta
que no fue más que un borrón ensangrentado. Lo dejé medio enterrado, cubierto
por las primeras hojas del otoño.
Cuando
llegó la noche, yo ya llevaba varias horas en el extranjero. Me enteré de
nuestra desaparición por los informativos de un par de cadenas de televisión y,
dos semanas más tarde, del hallazgo de un cadáver, en avanzado estado de descomposición
y medio devorado por las alimañas, cuyo ADN coincidía con el de mi hijo.
Ahora
estoy en un pequeño aeropuerto suizo esperando la llamada para el vuelo con
destino Londres. Allí tengo que enlazar con el BA0247 a Río de Janeiro.
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